SALOMÓN LEWY
EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO

Sería comprensible que alguien preguntara: “Este escribidor, con sus ansias de aparecer como literato ilustrado, que emite sus opiniones sobre temas tan disímbolos, ¿habrá alguna vez dado más de tres pasos como ejercicio físico?”

La verdad es que sí, y muchos. Permítanme platicarles.

Este año se cumplirán treinta del primer maratón de Nueva York en que tuve la suerte de participar.

Practiqué el fútbol desde los seis años de edad, iniciando en Orizaba mi pueblito en las fuerzas infantiles del Moctezuma, hasta el Centro Deportivo Israelita, en la liga Interclubes, en 1978. Sólo quiero mencionar a mi padre (Z”L) que siempre fue mi mejor seguidor. Los “grandes” del CDI fueron testigos de su cariño y afición. ¡Qué señor!

Gracias al Ing. Ishie Gitlin llegamos a jugar a Argentina en el equipo de veteranos de nuestra querida institución. Comandados por mi eterno amigo Cenovio – no voy a dar más nombres por temor a dejar a alguien fuera- la aventura fue algo extraordinario. Recordar este viaje merece un capítulo especial por separado.

A partir de ese año comencé a trotar en la pista de nuestro deportivo con la idea de mantenerme “en forma”. Cuál no sería mi alegría la darme cuenta que paulatinamente corría mayores distancias y a mayor velocidad.

Mientras eso sucedía, conocí a un grupo de corredores: Salvador Goldschmidt, José Fenig, Chodik Wulfovich (Z”L), Enrique Bronsoiler, Julio Zand, Kiko Maya y Manuel Heiblum, entre otros, de mayor experiencia en esas lides. La verdad sea dicha: “me les pegué”. Fue entonces cuando la cosa se puso seria. Era correr todos los días en diferentes formas y escenarios.

Llegó un momento en el que ya corríamos setenta u ochenta kilómetros semanarios y empezaba a participar en carreras formales de 10 y 20 kilómetros, tanto en el D.F. como en el Edo.Mex.

Comencé participar en maratones (42.195 kms.) gracias a la competitividad de mis buenos compañeros. Cd. De México (3), Puebla (2), León, Veracruz, Uruapan, etc., pero lo mejor estaba por venir.
Una mañana de 1982 Enrique llegó anunciando que irían – otra vez – a Nueva York.

¡Cómo me iba a quedar atrás! La oportunidad de correr fuera del país y nada menos que allá no me la perdería. Claro, me les volví a pegar.
Imagínense. La ciudad a la que hacía veintisiete años había llegado como jovenzuelo iluso, hoy iba a recorrerla por sus cinco distritos: Staten Island, Brooklyn, Bronx, Queens y Manhattan.

Nos hospedamos en el hotel sede de la organización, el Sheraton Center. Ahí nos dieron números y algunas prendas que por supuesto conservo como tesoros.

La víspera del gran evento, de los 26,000 corredores sólo los foráneos participamos en el Día de las Américas en la explanada del edificio de la O.N.U. Discursos de bienvenida en todos los idiomas posibles, con la presencia de Fred Lebow (Z”L), el principal organizador. Luego, por la Sexta Avenida, a trotar hasta llegar al Tavern-on-the-Green en Central Park a desayunar y luego, a velar armas.

Llegó el gran día. Desde el Lincoln Center, lujosos autobuses nos trasladaron hasta el fuerte al pie del Puente Verrazano, sobre el cual se inicia la carrera.

Nos acomodamos según tiempos estimados. Me ubiqué en el grupo de cuatro horas. Los helicópteros de los medios volaban por arriba y abajo del puente.

El “mayor” de N.Y., Edward Koch, dio la señal de salida y sonó un cañonazo.

Tuvieron que transcurrir varios minutos para que pudiéramos arrancar. Paulatinamente los grupos se despegaron. La nerviosidad desapareció. Al bajar el puente, tomamos toda la Cuarta Avenida, larguísima, con miles de gente aplaudiendo y animando a todo lo largo, desde Dyker Beach Park hasta Boerum Hill y Prospect Park; tomamos Lafayette torciendo hasta Bedford Avenue y llegar a Williamsburg. Recuerdo que en una esquina estaban grupos de judíos ortodoxos mirándonos con curiosidad. Alcancé a saludarlos con el consabido Sholem Aleijem mientras corría. Me han de haber tomado por loco.

Luego Manhattan Avenue y McGuinness Boulevard hasta alcanzar el primer puente, Pulaski Bridge, que es la mitad de la carrera (13 millas), hasta llegar a Queens Boulevard que lleva al imponente Puente Queens, forrado de pasto alfombra verde para el paso de los peatones, y desembocar en la Primera Avenida, ya en Manhattan. Ciento treinta cuadras después, a lo largo de las cuales miles de espectadores aplaudían y animaban, llegamos a la Avenida Willis y su Willis Bridge para entrar al Bronx donde conjuntos musicales contagiaban su alegría a nuestro sudor. Debo decir que durante el trayecto de todos los maratones adquirí la costumbre de ir revisando mentalmente todo mi cuerpo, esperando que no me fallara ninguna pieza, y de la misma manera, en los puestos de abastecimiento, ir cuidando el consumo de líquidos.

Llegamos al Madison Avenue Bridge para incorporarnos nuevamente a Manhattan a lo largo de la Quinta Avenida, pasando por Marcus Garvey Park.

El Harlem español y el otro Harlem son la muestra de los contrastes de sus habitantes, pero la participación de todos era impactante. El bullicio, ensordecedor.

Ya por la milla 23 íbamos bordeando Central Park hasta que en la 24 ingresamos al mismo hasta alcanzar Central Park South y a la altura del Columbus Circle dirigirnos a la meta.

La adrenalina – y quizás las endorfinas – me hicieron reír de emoción. Así alcancé la meta. El cronómetro marcaba 3:27:55. No lo podía creer. A mis cuarenta y tres años me sentía como un chamaco.

Los voluntarios me cubrieron la espalda con papel de aluminio y me dieron unas frutas y una botella de agua mineral que disfruté como un manjar exquisito.

Lentamente salí del parque y caminé al hotel. La Gran Manzana, la ciudad de mis sueños jóvenes, me había brindado la oportunidad de ser feliz, de lograr algo. Sí, ya había corrido otros maratones, pero como éste ninguno.

Todavía habría de participar en otros dos en los años subsecuentes, con mejores marcas. Pero no hay felicidad completa. Unos meses después me falló el corazón…