MILENIO

Las preguntas sustanciales carecen de respuesta. La que concierne a la escritura va más allá de la razón por la cual se escribe; tiene que ver con el significado de la escritura en sí misma, no como procedimiento estilístico, sino como acto divino reflejado en las pulsiones humanas: la creación. Blanchot, Derrida y Lévinas, teóricos cuya obra desplegó complejos puentes entre el hombre y el lenguaje, consagraron una parte importante de su trabajo al análisis de los libros de Edmond Jabès: el apátrida, el errante, el judío.

La metáfora del mundo como libro, extraída e interpretada desde el simbolismo judeocristiano, y visualizada mediante la Cábala, es el espinazo del pensamiento de Jabès (1912-1991), nacido en El Cairo, hijo de una familia de origen sefardí y educado en la tradición francesa. En 1956, tras la Guerra de Suez y culminando una milenaria tradición de acoso y destierro, el presidente Nasser expulsó de Egipto —nuevamente— a la comunidad judía. Jabès se estableció en París, donde hizo amistad con los surrealistas, aunque nunca se adhirió a los postulados de éste ni de otro movimiento literario.

Moldeados por el culto al libro, sus versos tienen la oscura potencia de la mística y recogen la sabiduría ancestral de las sentencias rabínicas. El desamparo que transmite cada una de sus frases no proviene de un lamento surgido por los acontecimientos históricos, sino de una condición primigenia arrastrada desde un principio, antes incluso de llevar la marca del pueblo elegido; apela al impulso nómada que el hombre conserva como vestigio de una existencia anterior a la construcción de ciudades. En el desierto, tópico que vincula espacio y tiempo, la arena está hecha de granos de silencio, es el blanco de la página. Ahí, donde Dios derrama su presencia, en el libro, es donde empieza y termina la obra de Edmond Jabès. El libro nos ata. Así, “el escritor y el judío no son sino el tormento de una antigua palabra”.

Sin embargo, su labor no es exegética ni crítica. Se equivocan radicalmente, declara el autor de El pequeño libro de la subversión fuera de sospecha, quienes asimilan cualquier parte de El libro de las preguntas a una teoría de la escritura. La voz de Jabès se resiste en igual medida al dogma y a la futilidad, es íntima y colectiva al mismo tiempo. Esther Seligson decía que “el libro se descifra en la relectura que de él emprende cada lector que se abre para ir al encuentro de su propio rostro; leer y releer con la devoción de un iniciado”.

En uno de los versos de En su blanco principio, escribe Jabès que “una palabra tiene por destino otra palabra”; encadenamiento que sugiere la infinitud del pensamiento divino. El logos avanza y la escritura es también viaje; el perpetuo exilio del extranjero. En cada paradoja, Jabès busca la intuición de lo no escrito, aquello que, sin embargo, ha estado siempre sobre la página.

El también autor del Libro de las semejanzas declara que se escribe siempre sobre el propio abismo y demuestra que si las preguntas sustanciales carecen de respuesta es porque tienen demasiadas.