ESTHER CHARABATI

En una novela del escritor japonés Yasushi Inoué, una de las protagonistas cuenta que un día, en la escuela, mientras estudiaban las formas activas y pasivas de los verbos, una compañera hizo pasar una hoja con dos columnas, para que cada estudiante marcara si quería amar o ser amada. Sólo una quería amar.

El señalamiento detuvo mi lectura. ¿Por qué amar sería una elección de las minorías si constantemente manifestamos nuestro deseo de enamorarnos? La pregunta me remite a la idea generalizada de que la felicidad proviene de lo que recibimos, no de lo que damos. “Me comprende”, “Me alegra el día” son expresiones que revelan nuestra concepción del amor. La fantasía es encontrar al individuo que llenará nuestros huecos, pero la atención está puesta en nosotros como seres pasivos, como si el completarnos fuera una tarea ajena en la que no intervenimos. Por lo visto, nos preocupa menos llenar que ser llenados.

Durante la infancia escuchamos en forma ininterrumpida que es mejor dar que recibir, un concepto generoso aunque poco evidente. Algunas excepciones, como el brindar ayuda en forma anónima, rescatan la idea de que el dar proporciona placer al dador. La vida cotidiana, por su parte, ofrece ejemplos que ilustran la sentencia citada: cuando ayudamos a alguien nos sentimos bien. Tal vez nos halaga el reconocimiento o la gratitud del otro, pero el acto de ayudar también nos devuelve una imagen embellecida de nosotros mismos.

En el caso del amor es más complicado: amar sin ser correspondidos despierta frustración, resentimiento, celos, incluso odio y deseos de venganza; el amor se convierte en tortura. Esto no significa que cuando somos amados estamos bien: a veces sentimos que damos más de lo que recibimos, lo cual nos lleva a un regateo afectivo que intenta incorporar justicia a la relación; otras veces, aun sin entrar en competencia, sentimos que no nos basta el amor de los padres, de la pareja, de los hijos ni de los amigos. Queremos más. Somos insaciables. Pocas personas se vanaglorian de saberse queridos; es mucho más común que el cariño, la atención y la ternura recibida nos parezcan insuficientes. Merecemos más.

Lo extraño es que no nos preocupe cuánto damos nosotros, asumimos que es bastante. Damos lo que podemos, pero no siempre corresponde a lo que el otro espera. En las relaciones de pareja, este desfase frustra la realización del anhelo compartido: ser uno.