JUTZPÁ

A lo largo de la historia, los judíos supimos agudizar nuestra mirada y crear una suerte de radar interno que mide niveles de antisemitismo.

Cualquier discurso, texto, imagen o pequeño comentario que contenga algo en relación a lo judío y sea enunciado por un no-judío nos prende dicho radar y estamos a la espera de marcar qué grado de odio o prejuicio a los judíos tiene esa persona. A veces lo hacemos de forma exagerada y otras con justificación.

La experiencia nos hizo distinguir que, por ejemplo, si alguien dice “tengo un amigo judío” hay que, al menos, sospechar de él. Sin embargo, en los últimos años se nos presentó un elemento que acompleja las cosas: el antisionismo. La visión crítica hacia el Estado de Israel y sus políticas nos abre un campo de preguntas: ¿Cuál es la diferencia entre el antisemitismo y el antisionismo? ¿Toda crítica al Estado de Israel tiene un sesgo antisemita? ¿Cómo uno se da cuenta si es una critica legítima o si en realidad hay una especial estigmatización con el Estado judío? Entre el antisemitismo y el antisionismo hay una delgada línea que los separa, pero sus límites son tan difusos que, muchas veces, es invisible. Aquí tenemos unas pequeñas claves para poder seguir agudizando ese radar.

La primera cuestión está enmarcada en un problema conceptual. Para evitar con fusiones vamos definir antisemitismo como el odio o especial ensañamiento hacia los judíos como grupo étnico generalizado. Sin embargo, los conceptos no siempre reflejan los objetos de manera profunda. El mismo concepto de antisemitismo es una convención arbitraria que, etimológicamente, representa mucho más (“semí-tico” comprende a varios pueblos más allá del judío, incluso el árabe). Pero a veces no importa su raíz etimológica, sino lo que representa, su peso social como concepto. Hoy en día hay una construcción social del término “antisemita” que hace que su sentido sea políticamente incorrecto. El antisemitismo llevó a barbaries; nadie va a decir abiertamente “soy antisemita”, o por lo menos no va a ser aceptado socialmente de manera tan fácil. No obstante, el término “antisionista” es un concepto más aceptado, que se puede decir de forma abierta sin ser condenado socialmente.

El antisionismo es un término un tanto más complejo de definir: si utilizamos la concepción clásica de sionismo, nos referimos al movimiento surgido a fines del siglo XIX que buscaba establecer un Estado nacional judío en la ancestral Tierra de Israel, o conocida mundialmente en aquellos tiempos como Palestina. Entonces podría verse al “antisionismo” como el movimiento que está en contra de aquel objetivo, es decir, que apoya que los judíos continúen careciendo de una autodeterminación nacional. Aquí aparece el primer problema que nos dificulta encontrar esa delgada línea: ¿Qué tienen de especial los judíos que no se merecen la autodeterminación? ¿Acaso no todos los pueblos merecen esto? Es decir, el antisionismo, al menos conceptualmente, no deja de ser una forma encubierta de antisemitismo, dado que el pueblo judío recibe un tratamiento diferencial y discriminatorio en relación con su derecho a la autodeterminación.

Alejándonos un poco de los términos y conceptos hay otras cuestiones que dificultan el trabajo de encontrar los límites de esa línea. El conflicto palestinoisraelí aparece como un eje central en toda visión contraria al Estado de Israel. Sin embargo, hay que hacer distinciones: hay una cuestión a nivel general, que refiere a Israel como centro mundial de críticas y otro a nivel específico, que tiene que ver con las críticas legítimas que se le puede hacer a un Estado por sus políticas. A nivel general, el problema de esta delgada línea tiene que ver con un especial ensañamiento cuando se trata de Israel. Veamos algunos ejemplos: en los medios de comunicación lo podemos ver claro cuando Israel realiza un ataque bélico, y éste aparece en las tapas de todos los diarios; en cambio, cuando es atacado, no se hace tanto eco; cuando hay una guerra o se está en medio de una operación militar como la del 2009 en la Franja de Gaza, todas las semanas se generan manifestaciones frente a las embajadas de Israel alrededor del mundo, mientras que cuando otros estados realizan políticas similares o incluso peores, no se ve nada de esto (el caso paradigmático hoy en día es el de Siria, donde se está realizando una masacre a civiles sin precedentes y no vemos a ninguna organización de izquierda marchando o quemando banderas sirias); alrededor del 30% de las resoluciones aprobadas por la Comisión de Derechos Humanos de la ONU en los últimos 35 años fueron acusaciones a Israel, mientras otros Estados principales violadores de Derechos Humanos (Irán, China, Sudán) gozan casi de inmunidad exculpatoria.

Finalmente, Israel es el único Estado en el mundo donde se duda de su legitimidad. ¿La justificación? El “pecado original” que se cometió en su creación (es decir, la expulsión de poblados árabes). ¿Es una crítica legítima esto? Aunque hay historiadores que lo ponen en duda, es una visión posible. Todo Estado nacional se levantó con un “pecado original”. La constitución del Estado argentino se realizó a costa de ríos de sangre de pueblos originarios y nadie va a poner en tela de juicio la legitimidad de Argentina. No obstante, pasar de la revisión de un hecho histórico a dudar de la legitimidad de un Estado es un paso bastante grande que se da sólo cuando se trata de Israel, casualmente el judío de los Estados.

Obviamente, no toda crítica hacia las políticas del Estado de Israel son injustificadas o pueden tildarse de antisemitas. Y aquí entra la otra cuestión antes mencionada, el nivel especí-fico de las críticas. Ahora bien, ¿cómo distinguimos entre una legítima crítica hacia ciertas políticas y un postulado antisemita disfrazado de antisionista? Para esto hay que hacer un trabajo casi semiótico acerca de los discursos y los conceptos utilizados en la “crítica”.

Lo que hay que detectar son las condiciones de producción de ese discurso, es decir, a qué otros discursos sociales previos pueden llegar a hacer referencia esa “crítica”, que hace que le demos cierto sentido. Por ejemplo, si en una frase se utilizan categorías como “sionismo internacional” o “lobby judío”, se esconde un postulado acerca de un supuesto poder que funciona desde las sombras para manejar el mundo.

Esto nos linkea directamente a Los Protocolos de los Sabios de Sión (clásico texto antisemita aparecido en la Rusia zarista sobre una supuesta conspiración de la judería mundial para conquistar el planeta). Si se utilizan categorías como “Estado genocida”, “nazi” o “apartheid”, la referencia es al mal absoluto, que no tiene perdón, casi como el demonio. Un Estado de esas características merece lo peor.

Es justificada, e incluso obligatoria, cualquier acción tomada contra él. Es más, el hecho de calificar de “nazi” al Estado de Israel es una fuerte provocación al pueblo judío; en cierta forma es decir “lloraste tanto por tus 6 millones, hiciste sentir culpable al mundo entero, ahora vos estás haciendo lo mismo, no tenés perdón, sos maldad pura”.

No necesariamente todas estas cosas que se dicen y se repiten acerca del Estado de Israel son conscientemente antisemitas. Como señalé antes, hay cosas que son políticamente correctas y cosas que no. Hoy en día, para un sector progresista de la población, directamente el hecho de no criticar a Israel es políticamente incorrecto. Los verdaderos antisemitas aprovechan el link del antisionismo porque es más fácil conseguir adhesiones.

Si digo que los judíos utilizan la sangre de niños cristianos para hacer matzá, ya no sirve, nadie va creerlo, no es verosímil. En cambio, si digo que Israel masacra a niños palestinos por un afán imperialista, no sólo goza de verosimilitud, sino que también muestro mi supuesto compromiso con la humanidad al denunciar una injusticia.

Lo que antes era el “yo no soy antisemita, tengo un amigo judío”, ahora pasa a ser “yo no soy antisemita, soy antisionista”.