JACINTO ANTÓN/EL PAÍS

No podemos saber si Gitta Sereny estará ahora en el cielo pero la mañana del viernes 2 de abril de 1971 se metió de cabeza en el infierno. Ese día la menuda, tenaz y valiente periodista e historiadora de orígenes húngaros conoció en la prisión de Düsseldorf a Frank Stangl, el comandante del campo de exterminio de Treblinka, condenado a cadena perpetua por su responsabilidad en el asesinato de 900.000 personas. A lo largo de varias visitas, Sereny realizó una serie de entrevistas al nazi que concluyeron el 27 de junio, apenas 19 horas antes de que el siniestro individuo muriera de un ataque al corazón. De esa experiencia abismal, digna de la Clarice de El silencio de los corderos, Sereny extrajo uno de sus libros más famosos, Desde aquella oscuridad (Edhasa, 2009), una exacta disección de la mentalidad nazi y una estremecedora inmersión en lo más tenebroso del alma humana.

Cuando la entrevisté en 2005 en su piso de Londres y le pregunté cómo la había afectado la experiencia de estar frente a Stangl, un verdadero monstruo, mientras este desgranaba su historia y sus crímenes, dijo que trató de protegerse manteniendo una mirada objetiva. Pero confesó haber pasado miedo al exponerse así al mal, miedo por su integridad psíquica, y que al menos en una ocasión —cuando Stangl le explicó algo de una particular aberración— hubo de escapar y refugiarse durante horas en un bar.

Sereny conoció a muchos más nazis en su busca, como ella misma explicó en otro de sus libros El trauma alemán (Península, 2005), de lo que lleva a los seres humanos a abrazar con tanta determinación y tan a menudo la violencia y la amoralidad. En ningún caso su pesquisa, que incluyó a gente como Leni Riefenstahl o Kurt Waldheim, fue tan brillante y profunda como en la monumental biografía que escribió de Albert Speer, el ministro de Armamento y favorito de Hitler (Albert Speer, el arquitecto de Hitler: su lucha con la verdad, Javier Vergara, 1996). Sereny trabó contacto con Speer en 1977 para un artículo y lo que siguió fue una relación entre ambos que continuó hasta la muerte del ex ministro en 1981 y en el curso de la cual sostuvieron largas conversaciones al final de las cuales Speer reveló un nivel de conocimiento del exterminio de los judíos que de haberlo confesado en Núremberg le habría llevado a la horca.

Gitta Sereny (Viena, 1923), fallecida el pasado día 14 en un hospital de Cambridge, vivió cosas que son parte de la historia del siglo XX. Asistió, precisamente, a varias sesiones del Proceso de Núremberg . Y vio dos veces a Hitler, en 1934, cuando fue a parar a un mitin, y en 1938, durante el Anschluss. Hija de un aristócrata húngaro anglófilo que la envió a estudiar a Inglaterra, Sereny quiso ser actriz como su madre alemana pero la vida la llevó por otros derroteros. Fue enfermera en Francia durante la II Guerra Mundial, se ocupó de esconder pilotos aliados derribados —hubo de huir a EEUU— y tras la contienda se dedicó al cuidado de niños desplazados y a devolver a las familias originales aquellos que habían sido secuestrados por los nazis para arianizarlos. La infancia sería otro de sus grandes intereses y su estudio de los aspectos más incómodos de ella, los casos de niños asesinos, la colocó en el centro de fuertes controversias, como la que provocó el que pagara a Mary Bell convicta de matar a dos niños a los 11 años para que colaborara en un libro sobre su caso (Cries unheard, 1998).

En 1977 Sereny ganó un notable pulso al historiador negacionista del Holocausto David Irving que la había llevado a juicio por libelo al acusarle ella de falsificar la historia para exonerar a Hitler. Irving tuvo que retirar su acusación y siempre la detestó (lo que honra a Sereny) calificándola de “cazanazis arrugada”. En todo caso, Irving ha ido a parar a la cárcel y Gitta Sereny fue nombrada en 2004 Comandante de la Orden del Imperio Británico (CBE) por sus servicios al periodismo. Un ejemplo de tenacidad, coraje, humanidad y eso que nunca ha de faltar a un periodista y ella siempre destacaba: curiosidad.