ANGELINA MUÑIZ-HUBERMAN PARA ENLACE JUDÍO

Tratar del ensayo es tratar de la libertad. Es librarse, de una vez por todas, de las trabas clasificatorias de los géneros. Es, por fin, olvidarse de Aristóteles y todos los tratados de retórica de la antigüedad y de crítica contemporánea. Es el largo camino del hallazgo de la palabra en su inacabable gama de sentidos, contrasentidos, aciertos, desaciertos, inventos, descubrimientos, y todo lo imaginable y por imaginar. Género mixto, indefinido, de horizonte sin fin. Gracias a Miguel de Montaigne, género a genérico.

¿Entre pensamiento, reflexión, observación, indagación, revelación, filosofía, ironía, maestría, rebeldía, y buenos días liberación?

Entre opuestos halla su equilibrio y una media sonrisa lo acompaña. Estoy segura que Montaigne en su torre se reía de su atrevimiento: haber escogido el yo, la esencia, como objeto de sus escritos y, entonces, convertirse en el otro: desubjetivarse para objetivarse. Ser su física y su metafísica. Por eso, llega a afirmar categóricamente: “La cosa más importante del mundo es saber ser uno mismo.” Tal vez de eso sirva el ensayo: aprender a ser uno mismo.

Y seguramente, Walter Benjamin, dudó muchas veces de qué hacía él escribiendo sin plan, a la deriva, callejoneando, como en éxtasis: pues siendo él mismo. Y María Zambrano con su teoría del canto órfico tal vez no supo si sus libros eran de ensayo o de filosofía. No digamos Simone Weil que, además, se intercalaba insegura y autobiográficamente. Hanna Arendt tal vez se definió más y, sobre todo, Susan Sontag. Se me ocurre que los místicos podrían haber sido ensayistas, como Teresa de Ávila o Edith Stein.

En fin, el ensayo es un género muy cómodo. Sirve para todo. Es un género transexual, trasatlántico, trasladado, trasmutable, trasportable, trasvasado, trasnochado, trascendente, trasfigurado, transitivo, transido. Y todo lo que se le quiera incluir. Es como el agua que se adapta a cualquier recipiente. Los autores se lo toman muy en serio, pero es, en realidad, lúdico. Éste podría ser el ejemplo.

Para empezar, si es literatura es ambigüedad, porque es lenguaje y lenguaje es ambigüedad, es trasgresión, es malentendido, es multiplicidad de significados. Es lectura incompleta, es leer entre líneas, es interpretación, es invención, es todo o es nada. Otras artes no son así: un color es un color, aunque no podamos definirlo. Una nota musical es una nota musical: un do es un do y no es un re. Un paso de baile es un paso de baile y no otro. Una escultura representa algo definido aunque sea abstracta, y no podrá cambiarse por otra.

En cambio, la palabra aunque da origen a la creación desde que el mundo es mundo o desde que Dios lo creó nominalmente, fue tan insuficiente o tan amplia en otra interpretación, que debió ser confundida y la torre de Babel explica el porqué de tantas lenguas y dialectos.

La convención lingüística, oral y escrita y hasta pensada, siempre será incompleta. Tan incompleta que la manifestación oral necesita, para ser entendida, de gestos con manos, cara y el cuerpo entero. Es decir, acepta su insuficiencia y se apoya en un lenguaje primitivo e inconsciente: en lenguaje por señas antes de su oralidad. Ya Miguel de Unamuno se preguntaba: ¿qué fue primero la palabra o el pensamiento? Y a la luz de los recientes descubrimientos etológicos, el comportamiento de los animales nos indica que no es necesaria la palabra ni siquiera para el pensamiento abstracto. Según un estudio publicado en Proceedings of the Academy of Sciences las abejas son capaces de relacionar objetos y conceptos abstractos (La jornada de enmedio, 24 de abril de 2012, Ciencias, p. 3 a) aunque nunca lo hayan puesto por escrito.

La verdad es que hay poco nuevo bajo el sol. El género humano es el mismo desde que evolucionó del homo sapiens, se irguió y empezaron sus problemas, tanto físicos como espirituales (¿quién no tiene algún problema con la columna o con la espiritualidad?). El ADN (ácido desoxirribonucleico) sigue siendo el mismo y desde las cavernas todos somos primos en determinado grado. La mente, la sique son las mismas. Por eso, poco hay nuevo bajo el sol. Creemos que inventamos, innovamos, transformamos y todo es lo mismo. Nos maravillan los instrumentos, como se maravillan los pájaros que usan una pequeña rama para introducirla en un agujero donde saben que se esconde un delicioso gusano o cuando un chimpancé estrella contra una piedra un apetitoso coco para saborear su agua y su pulpa.

Así que tampoco debemos creernos tan originales en cuanto al centaurismo literario que puede venir no sólo de Alfonso Reyes sino hasta de un autor del siglo XVIII, Torres Villarroel, quien se definía a sí mismo y a su obra como la de “un centauro mixto de pata galana y religioso, ya moral, ya desenfadado, ya místico y ya burlón”.

Si quisiéramos tratar de un género trasgresor que no es ni novela ni obra de teatro ni pre-ensayo, o todos juntos, con pensar en La Celestina (1492) bastaría y sobraba. Es decir, la idea de los géneros híbridos es natural e inacabable. Permite la soltura y es propia de la pereza. No tener un plan sino dejar fluir la conciencia. Por lo que el ensayo es la corona de los géneros pues exige imaginación, conocimiento y gran poder asociativo. La memoria es otra regidora. Sin ella qué haríamos: ni tradición, ni historia, no seríamos nada, porque nada recordaríamos.

Podríamos dar una larga lista de ensayistas y “ensayistos”. Una autora que revolucionó los géneros, Virginia Woolf, se preguntaba: “Tengo la idea de que inventaré un nuevo nombre para mis libros, en lugar de novela. Virginia Woolf ha escrito una nueva… pero qué, ¿una elegía?” Traslada esa duda a su novela Orlando y el cambio de sexo, de época y de perspectiva se parece a una introspección alternante. Y aquí enlazamos poesía con ensayo. Grandes poetas han sido también grandes ensayistas. En el fondo se trata de la palabra liberada, sugerida, alquimizada. O como decía Coleridge aludiendo a una forma poético-reflexiva donde todo se ha perdido o escapado, está ausente o aún no existe.

Es la misma idea que impele a Marcel Proust a buscar el tiempo perdido en pasajes narrativos o ensayísticos. En pocas palabras, lo que ya no existe pero que perdura. Es también el ya mencionado personaje atemporal y omnisexual representado por el Orlando de Virginia Woolf. O la mezcla de las artes, pintura y música, en Woolf, Proust, Huxley.

O las novelas de Milan Kundera que parecen ensayos y sus ensayos que parecen novelas. Es la agudez de Isaiah Berlin (“el zorro que conoce muchas cosas y el erizo sólo una a fondo”) y la ironía de George Steiner. O Tony Judt y sus memorias-ensayos. Incluso, la contrainterpretación y el enfoque de la cámara fotográfica de Susan Sontag. Y no digamos, los breves poemas de Wislawa Szymborska que son, en realidad, reconcentrados ensayos. Y cómo no mencionar a otro gran nadador entre las aguas del ensayo, Winfried Georg Sebald que además agrega el testimonio itinerante y visual.

Y si me vuelvo egocéntrica y pienso en mi primera novela de hace cuarenta años, Morada interior, que, por cierto, inauguró el ¿género? neohistórico, no puedo clasificarla como tal, sino como una reunión de ¿seudoensayos? (porque también puede haber seudoensayos) y me asalta la misma duda de Virginia Woolf. Pero como los editores y, en general el lector, aspiran a un mundo ordenado lo denominan de acuerdo con estereotipos. Otra de mis novelas o “seudonovelas” reúne una serie de ensayos de todo especie, hasta científicos. Es así como La burladora de Toledo (uno de cuyos epígrafes es de Montaigne) me permitió, por medio de un personaje hermafrodita, abarcar lo inabarcable. A esto agregué la creación de un nuevo género centáurico, las seudomemorias, para mayor desconcierto. En contraposición, mis libros de ensayos me parece que sí son ensayos. Me parece.

Llego entonces a la idea de que el ensayo es una ruptura con lo establecido. Es la libertad en plena actuación: es la confesión de lo inconfesable y la unión de los contrarios. Aunque no le daría una forma definida, por cierto imposible, de un medio hombre y medio caballo o una medio mujer y medio yegua, o “centaura” que es una flor compuesta, porque eso lo estatiza y el ensayo es todo movimiento; aun cuando la parte equino-mitológica le proporcione velocidad. El ensayo, llamado centauro o centaura-flor, hermafrodita y hasta embrión es una promesa y una realidad.

En resumen, a veces un tema por alguien propuesto se convierte en un ensayo no considerado y esa es su peculiaridad. Por lo que, gracias a esta invitación para hablar de centauros y centauras, o mitología y botánica, he pergeñado estas no ensayadas palabras.