ISI LEIBLER /LIBERTAD DIGITAL.COM

La reciente visita a Israel del presidente ruso Putin representa otro ejemplo más de acontecimiento impredecible y extraordinario que impacta sobre Israel y el pueblo judío.

La presencia de Putin en el estado judío trajo recuerdos de mi implicación en la lucha de la comunidad judía soviética, inquietud central de mi actividad pública durante muchos años. Reclutado de joven por Shaul Avigur, coordinador del primer ministro israelí encargado de la campaña de los judíos soviéticos, participé en actividades que iban desde convencer al Gobierno australiano de ser el primer país del mundo en atender las peticiones de la comunidad judía soviética en las Naciones Unidas, hasta escribir un libro basado en fuentes soviéticas denunciando el antisemitismo patrocinado por el Estado que produjo múltiples tensiones entre los comunistas occidentales.

El apogeo de mi implicación sucedió durante el periodo de 1978 a 1980 –cuando mi empresa fue elegida para encargarse de los viajes del equipo australiano a las Olimpiadas de Moscú, obligando así a los soviéticos a proporcionarme permisos de entrada– cosa hasta entonces negada.

Gracias a la implicación personal del primer ministro australiano, entre encuentros oficiales soviéticos, fui transportado en vehículos de la embajada hasta las residencias de importantes disidentes judíos y activistas y participé con ellos en debates regulares intensivos. Esto terminó de golpe cuando Australia se unió al boicot Olímpico. Fui detenido y acusado de espionaje por servir de enlace con activistas que presuntamente “tenían acceso a secretos de la seguridad del Estado”. Finalmente fui expulsado y amenazado con la cárcel si volvía a poner un pie en suelo soviético.

Pero en 1987, siete años más tarde, fui invitado por la Sinagoga Arjipova, controlada por el KGB, para ser su invitado de honor en el Rosh Hashanah y se me permitió pronunciar discursos sionistas desde el púlpito en mi deficiente yiddish.

Esto condujo posteriormente a la creación del primer centro cultural judío desde la revolución, bautizado en honor a Solomon Myjoels, el renombrado actor judío soviético y director artístico asesinado en 1948 por Stalin, y a los primeros festivales de música hebrea en escenarios municipales tanto en Moscú como en Leningrado. La visión de los teatros, llenos de judíos de todas las edades, lágrimas en la cara al escuchar a Yaffa Yarkoni o a Dudu Fisher cantando canciones israelíes, sigue siendo un recuerdo muy permanente en mi memoria.

Pasamos a junio de 2012. Calles de Jerusalén llenas de banderas rusas. El presidente de los Estados Unidos Barack Obama, que acudió a El Cairo poco después de su elección, no ha visitado Israel todavía. Pero el presidente ruso Putin, que ya visitó Israel en 2005, vuelve a incluir a Israel en su primera visita al extranjero tras su elección. Se acompañó de un enorme contingente de empresarios, oligarcas judíos rusos, y del rabino Chabad Berl Lazar.

Putin fue el orador invitado en la apertura de una exposición en Netanya que homenajea el papel del Ejército Rojo en la victoria contra el Nazismo. Habló con calidez acerca de Israel, enorgulleciéndose de que el estado judío albergue a la mayor diáspora de antiguos ciudadanos soviéticos.

A una manzana de mi casa, Putin fue agasajado en la residencia del primer ministro Binyamin Netanyahu, acto acompañado de un banquete ofrecido por el presidente Peres. También se reunió con un buen número de antiguos ciudadanos soviéticos que son en la actualidad ministros del ejecutivo israelí, incluyendo al ministro de Exteriores Avigdor Liebermann y a Yuli Edelstein, activista con quien tuve contacto durante mis visitas a Moscú.

Putin se mostró indiferente hasta cuando quedaba claro que estaba enfureciendo a sus aliados árabes. Se habló de las crecientes compras rusas de equipo de defensa israelí –en contraste con los llamamientos de la extrema izquierda a realizar boicots a Israel–.

Visitó el Kotel (el Muro de las Lamentaciones) con kippá acompañado del rabino Lazar –acto que revolvería en sus tumbas a sus antiguos predecesores bolcheviques–. Esto también indigna a los grupos musulmanes radicales, sobre todo al extremista Movimiento Islámico israelí, cuyo portavoz anunciaba que “el oso ruso, que lame la sangre de nuestros parientes en Siria” ha adoptado un enfoque “que corteja al estamento israelí a cualquier coste”.

Cuando mi mente recuerda el movimiento de protesta judío soviético, y en particular mis visitas a Moscú, la visita de Putin parece totalmente surrealista. Recuerdo conversaciones en Moscú con activistas como Vladimir Slepak, el difunto catedrático Alexander Lerner, Yosef Begun, Pavel Abramovich y Vladimir Prestin entre muchos otros. Ni en nuestros sueños más exaltados habríamos visualizado que un día, viviríamos juntos en Israel y seríamos testigos de la visita de un antiguo agente del KGB reconvertido en presidente de Rusia.

Sin embargo, esto no debería llevarnos a concluir que el autocrático presidente Putin se ha convertido en un devoto aliado de Israel y el pueblo judío. Hemos de recordarnos que a pesar de las palabras cálidas, encabeza un país con vínculos con, y que proporciona armamento a, algunos de nuestros peores enemigos, Irán y Siria incluidos. También tiende a apoyar las posturas palestinas, tanto como miembro del Cuarteto como en las Naciones Unidas, y esto lo reiteró al secretario de la Autoridad Palestina Abbás en Belén.

En la práctica hay muchas dudas de que si la supervivencia de Israel representara un obstáculo para los objetivos estratégicos rusos a corto plazo o los intereses nacionales fuera a mover un dedo en nuestro favor. Pero está igualmente claro que en contraste con todos los líderes del Kremlin, de Stalin a Gorbachov, Putin no es desde luego un antisemita decidido. A pesar del antisemitismo endémico que impera en Rusia y de la misma Iglesia Ortodoxa rusa, muchos de cuyos ministros siguen teniendo un concepto medieval que retrata a los judíos de asesinos de Cristo, Putin parece totalmente indiferente a los judíos. Esto contrasta marcadamente con sus predecesores comunistas que nos odiaron con pasión y que activamente alentaban a nuestros enemigos a avanzar hacia nuestra destrucción.

De hecho, se diría que Putin guarda un afecto genuino hacia un país que incluye a muchos de sus antiguos conciudadanos. Sin duda no lo admite, pero probablemente también se da cuenta de que como Israel, Rusia se enfrenta a las amenazas de los fundamentalistas islámicos y ha tensado las relaciones con Turquía.

Su visita a Israel envía incuestionables señales claras. Hasta reconociendo importantes divergencias políticas en relación a Irán y Siria, y que las tensiones de Putin con Estados Unidos y los intereses en el mundo árabe nos impiden considerarle socio, envía un mensaje a los árabes de que Rusia no es un aliado entusiasta de sus esfuerzos de minar al estado judío.

Consciente del hecho de que no hace mucho unos cuantos cientos de judíos soviéticos respaldados por judíos occidentales jugaron un importante papel a la hora de provocar la caída del Imperio del Mal, nuestra actual relación con Rusia es el suceso positivo más extraordinario de un panorama de civilización judía en permanente cambio.

Rusia dista mucho de ser una democracia occidental, pero tampoco es comparable con el antiguo régimen totalitario soviético y es menos autoritario que el modelo comunista chino. Como cualquier nación estado –las asediadas en particular– estamos obligados a participar de alguna forma de política exterior práctica para proteger nuestros intereses nacionales. Deberíamos por tanto celebrar el alivio de las tensiones y la creación de vínculos diplomáticos, y aspirar a reforzar las relaciones con Rusia, si bien con los ojos bien abiertos.