JACOBO ZABLUDOVSKY

LONDRES, agosto 2012.- Unos días más en Londres mientras levantamos la tienda.

Ya se ha dicho: después de la tempestad viene la calma. Evitamos los tumultos del aeropuerto abrumado por centenares de miles de viajeros ansiosos por retornar a casa, cansados y crudos, aunque felices de haber sido testigos y protagonistas del carnaval deportivo hasta su extinción anoche con la llama del pebetero.

Hoy empieza a desarmarse parte de lo edificado para las competencias y se mantendrá, según lo proyectado durante años, lo destinado a servir a otros fines, aun deportivos, que transformarán el decadente “East End”, zona depauperada de viejas bodegas, casas arruinadas, tiraderos colmados y calles intransitables en una que con el nombre de “Olimpic park” será una especie de ciudad satélite con todos los satisfactores y viviendas para miles de familias de clase media. Se conservarán la Villa Olímpica, el centro acuático, la piscina de polo acuático, el velódromo, la cancha de jockey sobre pasto y el flamante estadio olímpico: en su construcción se redujo la proporción de acero y concreto con materiales reciclables y cuyo nivel superior empieza a ser desmantelado para reducir su capacidad de 80 mil a 25 mil espectadores, para abaratar su mantenimiento y adecuarlo a la afición de un equipo local de futbol.

Londres aprendió de sus experiencias anteriores. En 1908 todo era inventar, improvisar y descubrir en menos de dos años de preparación y realizaciones. En 1948 Gran Bretaña se reponía de la Segunda Guerra Mundial, la capital estaba en ruinas, y el león aún lamía sus heridas sin restañar y la austeridad obligaba a priorizar las inversiones posibles. Hoy Londres es una ciudad distinta, rejuvenecida cada día, donde el pasado remoto y la vanguardia juvenil conviven y comparten un esfuerzo del que disfrutan no sólo ingleses, sino todo el mundo, con sus músicos, escultores, arquitectos, cineastas, escritores, actores o deportistas, you name it, que le inyectan frescura y entusiasmo a las disciplinas de la mente y el cuerpo.

Este primer lunes posterior a los juegos la ciudad amanece enriquecida. Ha agregado edificios y recuerdos a sus archivos legendarios, pero no desmerecen los testimonios de quienes cimentaron la actual grandeza. El paisaje urbano londinense siempre tendrá catedrales como la de Saint Paul renacida de sus llamas en más de una ocasión o la de Westminster, lugar central de la religión oficial de la Gran Bretaña, panteón de monarcas y algunos creadores privilegiados.

No son las únicas catedrales. Wimbledon es la catedral mundial del tenis con cinco canchas para un público impedido de entrar al club, sólo para socios. En su caja fuerte se cuida la copa más codiciada del deporte blanco y en el césped cada hoja recibe la atención de especialistas. Y Wembley es la mítica catedral del soccer, religión universal aglutinante, rito y liturgia que tiene aquí su sancta sanctorum. A la entrada se venera el santo milagroso Bobby Moore y su currículum se resume en dos palabras: “Inmaculate footboler”. Punto. Y el Big Ben, catedral de la puntualidad, devoción con asomos de fanatismo que padecen los ingleses que desde 1859 repica o dobla según la suerte de sus feligreses.

Sólo aquí conviven un asesino real del que se ignora todo con un detective ficticio de quien se conserva casa, ropa y pipas. De Jack the ripper sólo se halló una serie de mujeres por él asesinadas, prueba de su existencia. Nada más. De Sherlock Holmes, nacido de la imaginación de Arthur Conan Doyle, hay más vestigios que de cualquier ser de carne y hueso. Lo mismo ocurre con los personajes de Charles Dickens. En la isla de Jacobs está la casa Oliver Twist y en cada rostro de un londinense se descubre algún fantasma de sus novelas. A menos que estén tan muertos como el clavo de una puerta, para rendirle homenaje, en el segundo centenario de su nacimiento, con una de sus frases lapidarias.

Dejamos Londres después de casi un mes de dedicación intensa y fascinante al cumplimiento de un compromiso profesional. Un programa diario de dos horas en radio y otro en televisión agotarían a cualquiera si no es capaz de disfrutar el encargo. No es mi caso. Si amas tu trabajo jamás trabajarás, dijo alguien y dijo bien.

Me hubiera gustado ir al teatro Old Vic, donde vi a Dustin Hoffman en el papel Shylock, o a mi restaurante preferido, el Rules, o a buscar libros de segunda mano, pero no hubo oportunidad.

Me hubiera gustado tener tiempo para perderlo en algún cruce ignorado de callejuelas que no llevan a ningún lado, la mejor manera de perderse en Londres. No se pudo. Otra vez será.