ESTHER SHABOT/EXCELSIOR

La figura de Mohamed Mursi poco a poco se aclara. Como nuevo presidente de Egipto electo, mediante los primeros comicios realizados tras el derrocamiento de Mubarak y en su calidad de miembro de la Hermandad Musulmana, ha generado una gran incertidumbre acerca del tipo de régimen que alguien como él puede establecer. Su membresía en la Hermandad le confiere sin duda una ideología islamista básica, aunque resulta evidente que la estancia en el poder y no ya más en la oposición constituye un factor que obliga a matizar posturas radicales, que suenan bien como parte de la retórica de una oposición que se respeta, pero que resultan inviables o inconvenientes cuando se tiene la responsabilidad de conducir los destinos de una nación y por ende, resolver problemas concretos referentes a una población de 80 millones de personas.

Una de las muestras de esta necesidad de mostrarse pragmático fue la breve nota enviada por Mursi hace un mes al presidente israelí, Shimon Peres, en la cual se refrendaba que no había intenciones del nuevo régimen egipcio de romper su tratado de paz con Israel. Es casi seguro que una decisión como ésa no fue producto de un sentimiento de fraternidad vecinal, sino más bien del cálculo del costo-beneficio del mantenimiento del tratado de paz con relación a la estabilidad económica y política de Egipto. De hecho, la ideología tradicional de la Hermandad Musulmana con respecto a la existencia del Estado de Israel ha sido siempre profundamente antagónica y, sin embargo, Mursi ya como presidente de su país, no podía darse el lujo de complicar los albores de su gestión con la apertura de un frente oficialmente hostil con su vecino israelí.

Otros actos de política interior de Mursi revelan un buen grado de arrojo y capacidad de maniobra. En su confrontación por los espacios de poder, con la estructura castrense ha conseguido neutralizar a varios de sus rivales —como por ejemplo al general Tantawi, responsable de la conducción del proceso de transición— al tiempo que ha recuperado las atribuciones legislativas que la propia estructura militar pretendió cancelar hace unos meses, luego de haber quedado el parlamento mayoritariamente en manos de representantes de la Hermandad Musulmana. En estos últimos días, lo que los medios de comunicación han resaltado acerca de Mursi ha sido su comparecencia en la reunión de los Países No Alineados (PNA) en Teherán. Al hacer entrega oficial de la presidencia de los PNA justamente a Irán, Mursi expresó, para disgusto de los iraníes, una clara postura de condena al régimen sirio de Bashar al-Assad, aliado estrechísimo de Irán. Textualmente dijo “…solidarizarse con el pueblo sirio en contra de su régimen opresivo que ha perdido legitimidad, es una obligación moral que debemos asumir”. Por supuesto que tal pronunciamiento provocó la ira de los iraníes. El ex embajador de Irán en Siria condenó en los medios a Mursi por haber dicho lo que dijo, aunque curiosamente el nutrido público iraní que siguió el discurso de Mursi por televisión no entendió qué pasaba porque los traductores del árabe al persa al servicio de la TV estatal que transmitía, cambiaron intencionalmente la palabra “Siria” por la de “Bahréin”.

Si bien los desarrollos arriba mencionados muestran a un Mursi con habilidad y capacidad de mando y adaptación, hay terrenos en los que su actuación deja mucho que desear. La libertad de expresión en los medios de comunicación en su país ha sufrido un lamentable ataque de parte de Mursi, con la amenaza de cierre de una televisora y la aprehensión del periodista Islam Afifi, del periódico Al Doustur, por haber osado criticar abiertamente a Mursi. ¿Qué tanto Mursi, como miembro de una organización islamista radical como la Hermandad Musulmana, quiere y puede maniobrar para no caer en los radicalismos aberrantes de la agrupación a la que pertenece? Eso es algo que se irá viendo a medida que su poder presidencial se afiance.