RABINO MARCELO RITTNER / TIEMPO PARA VIVIR

Cuéntase que cierta vez un rey africano visitó el estudio de un pintor famoso. Allí, el rey pudo observar algunas pinturas de personalidades famosas a quienes admiraba. El monarca estaba tan fascinado con la semejanza que el artista había conseguido plasmar en sus cuadros que él también deseaba que el pintor lo retratara.

“¿Haría usted el favor de retratarme?”, preguntó el rey. El artista le respondió que sería un placer, y así fijaron la fecha y hora para que el rey posara. Durante la tercera sesión de trabajo, el artista notó que el rey se levantaba con cada vez más frecuencia para observar el progreso del trabajo. Percibió, además, cierta agitación y vergüenza, como si quisiera hacer una pregunta sin atreverse a formularla.

Finalmente el pintor, curioso, insistió en que el rey dijera qué era lo que le preocupaba, para poder remediar la situación. Con la cabeza baja, y con voz apenas audible, el rey africano preguntó al artista si no lo podría pintar como si fuera blanco, tal y como eran los demás personajes cuyos retratos se exhibían en el estudio. El artista quedó estupefacto y no pudo responder a la petición del monarca negro.

El deseo de este rey podría parecernos extraño, pero si pensamos un poco, hay muchísimas personas independientemente de su edad, a quienes les gustaría poder se otro. Hay gente de cutis obscuro que preferiría tener piel blanca; existen personas de una religión que desean pertenecer a otra; algunos quisieran ser más guapos, más inteligentes, más ricos o más “populares” socialmente. El no sentirse cómodo con uno mismo es una clara indicación de que estamos ante un complejo de inferioridad.

Nuestra religión sostiene, sin embargo, que todos tenemos la capacidad de irnos acercando a nuestro ideal como seres humanos y que seguramente nos es posible modificar nuestro carácter y nuestras costumbres si nos lo proponemos. La verdad es que nosotros somos los únicos que podemos “pintarnos de blanco”, porque cada uno es su propio retratista. Hay atributos que son dados por la voluntad de D-os, pero podemos hacer muchísimo para mejorar nuestra imagen personal y el modo como nos ven nuestros seres queridos. Nuestro carácter, nuestra conducta y nuestra moral reflejan nuestro verdadero ser. Y en el fondo de nuestro corazón sabemos cuál es nuestro verdadero color, lo que realmente somos.

Si las personas que preferirían ser otras comprendiesen que sí están en posibilidades de mejorar su personalidad y su vida en general, seguramente serían más felices. No somos únicamente los pintores de los retratos de nuestras propias vidas, sino que también somos nuestros mejores jueces. En lugar de imaginar qué podríamos o cómo podríamos ser en caso de ser otro, mejor sería que nos dedicáramos a mejorarnos, dando lo mejor de nosotros mismos.

Hay una conocida historia que se titula “El invitado del Señor Smedley”. Cierta noche, mientras descansaba en su sofá, recibió el señor Smedley la visita inesperada de un desconocido. El hombre comenzó a decir que el libro del señor Smedley había sido todo un éxito. El señor Smedley lo interrumpió para decir que había pensado escribir un libro, peor que nunca había llevado su idea a la realidad. No obstante, la visita comenzó a tocar una bella melodía, diciendo que era una composición del señor Smedley. Nuevamente éste se molestó y dijo que realmente él había pensado componer al melodía que escuchaba en ese momento, pero que no lo había hecho por falta de tiempo. Cuando el invitado se preparaba para retirarse, el señor Smedley, intrigado, le preguntó quién eral, a lo cual respondió su visita: “Yo soy el hombre que tú podrías haber sido”.

Así es con nosotros. “Sé tú mismo”, reza el dicho. Dediquémonos a ser nosotros mismos. Demos lo mejor de nuestro ser sin inquietarnos porque no somos otros. Si nos dedicamos a esta tarea con energía, fe y optimismo, podremos encontrar en nosotros mismos mucho más de lo que habíamos imaginado.