JACOBO ZABLUDOVSKY/EL UNIVERSAL

La tarde del 25 de agosto de 2012 falleció de muerte natural un hombre llamado Neil Armstrong. Un pequeño paso de la vida a la nada; un gran salto a la eternidad.

Pocos seres significan tanto en la realización de sueños, el ejercicio de la inteligencia, el dominio de los elementos y el descubrimiento de los misterios inacabables de eso que llamamos creación. Aquel día de julio de 1969, cuando un pie pisó por primera vez la Luna, la ciencia alcanzó la magnitud de la ilusión. Uno como usted, como yo, uno cualquiera, adiestrado para eso, ejercía la sencilla práctica de conjugar juntos el pasado, presente y futuro del verbo ser.

Dos maravillas de la técnica unieron su magia para deslumbrarnos: primera, la de transportar una persona a la Luna; segunda, la de hacernos testigos de la hazaña al transmitir desde allá las escenas del descenso y la caminata. Julio Verne, con toda su delirante fantasía, no alcanzó más allá de lograr que una bala tripulada circunvalara el satélite, pero jamás pensó que el hombre pasearía en la superficie lunar y los habitantes de la Tierra estaríamos viéndolo en nuestras casas. Demasiada realidad ante la limitación de lo imaginable.

El mismo día del anuncio de un funeral de honor para Armstrong, los diarios publican fotos de enormes paraguas que descienden del cielo como de un cuadro de Magritte. La casualidad une en el papel acontecimientos distintos, sin coincidencias aparentes: en Washington un entierro de Estado a un héroe civil y en el lluvioso Londres un objeto de uso habitual de sus habitantes. Sin embargo tienen en común ser productos de la derrota de las adversidades ante la tenacidad y el espíritu indomable del ser humano.

Afortunada coincidencia. La conquista de la Luna y la competencia deportiva entre hombres y mujeres disminuidos en sus facultades físicas son, a fin de cuentas, obstáculos vencidos a base de tenacidad y disciplina. Los inventos y descubrimientos para beneficio de todos han sido siempre metas, destinos por alcanzar, alturas y distancias a lograr, tiempos por reducir.

La reina Isabel II inauguró los Juegos Paralímpicos de 2012 y dio la bienvenida a 4 mil 200 atletas de 165 países: “Esperamos celebrar el edificante ánimo que distingue a éste de otros eventos deportivos”. La ceremonia espectacular fue calificada como “un mar de ideas”, entre ellas, las de Isaac Newton para señalar su nivel superior frente a lo material y palpable. Un actor evocó las palabras de Shakespeare: “La más grande aventura es la que está por venir”, una soprano ciega cantó “Spirit in motion” y el acalde afirmó: “Este evento nos obliga a hacer de Londres una ciudad más inclusiva y a cambiar las percepciones.

Otro físico, Stephen Hawkins, también inglés y también víctima de un padecimiento incurable —esclerosis lateral amiotrófica, enfermedad degenerativa que lo mantiene paralizado casi totalmente—, fue protagonista indiscutido de la función en su calidad de científico sentenciado, en 1963, a dos años más de vida. Su ejemplo de superación personal pasmó a 80 mil asistentes cuando, con su voz quebrada a través de una computadora, los conminó a “mirar a las estrellas y no a sus pies”. En su cuerpo deforme el maestro en ciencias daba una lección de esperanza. Dijo: “Aun si encontráramos una teoría completa de todo, sería sólo un conjunto de reglas y ecuaciones. ¿Qué es lo que respira fuego en las ecuaciones y crea un universo para que lo describan?”. Sobre las tribunas convertidas en pantallas se proyectaban fórmulas matemáticas mientras jóvenes en sillas de ruedas entraban a escena entre páginas de libros gigantescos, sobre una manzana, símbolo de la gravedad universal.

La fiesta del músculo se elevó a fiesta del cerebro. Así lo vio Ludwig Guttmann, el neurocirujano judío de Silesia, cuando al huir de los nazis a Inglaterra convirtió el deporte en medio para la recuperación de los mutilados y paralizados por la guerra, creó las competencias entre ellos, no para medir sus carencias, sino para estimular su habilidad y abrirles un camino de salvación.

En una semana se acomodan y completan capítulos clave de la historia, donde la posibilidad de conocer la Luna es equivalente a la de conocer la Tierra y ampliar el horizonte del pensamiento.

No hay límites, dijo Hawkins. No los hay en un cielo que a veces nos abre espacios para descubrir secretos y otras para dejar caer paraguas, luces incandescentes y mensajes de confianza en nosotros mismos.

Antes de empezar las competencias todos obtuvieron medallas de oro.

En un panteón y en un estadio.