ESTHER SHABOT/EXCELSIOR

Sigue viva la ola de violencia desatada en países árabes y musulmanes contra sedes diplomáticas y representantes de Estados Unidos y algunos otros países occidentales. La causa: un filme realizado en Estados Unidos, bastante mediocre y poco difundido, en el que se denigraba al islam y a su profeta. La difusión por internet de algunos fragmentos de la película traducidos al árabe desencadenó en un primer momento las manifestaciones y actos vandálicos contra las embajadas estadunidenses en Egipto y Libia, con el saldo de cuatro diplomáticos muertos y una docena de heridos. De ahí en adelante, el fuego del furor islámico se extendió rápidamente a buena parte de los países árabes y musulmanes, donde las mismas escenas se han repetido con pocas variantes.

El fenómeno no es nuevo. Ya había ocurrido varias veces en el pasado, por ejemplo, cuando el escándalo por las caricaturas de Mahoma publicadas por un diario danés; o durante la crisis generada por la publicación de los “Versos satánicos” de Salman Rushdie. Todo lo cual remite a situaciones con rasgos parecidos ocurridas a lo largo de la Edad Media, cuando fue tan frecuente que la bandera de la defensa de la fe contra los infieles, los herejes, los blasfemos, los judíos y las brujas o brujos, dio pie a estallidos de violencia brutal contra individuos, grupos y lugares presuntamente culpables de profanaciones imperdonables. En ocasiones quienes se lanzaban al ataque eran turbas de fanáticos que actuaban por su propia cuenta o azuzados por algún poder, y en otras se trataba de instituciones oficiales —como lo fue la Santa Inquisición — de donde partía la acción “depuradora”.

¿Qué ha cambiado desde entonces? ¿Cuál es la diferencia entre tal violencia medieval y la que hoy presenciamos en el mundo islámico? En primer lugar habría que decir que en el medioevo el fanatismo cristiano era el que se llevaba las palmas en cuanto a iracundo fervor, mientras que hoy es el fundamentalismo musulmán su mayor exponente, quizás porque el mundo cristiano ha pasado por un largo proceso de modernización, secularismo y adopción de ideologías liberales, cosa que no ha ocurrido en la mayor parte de los entornos islámicos. Y en segundo lugar están los alcances geográficos descomunales de esta indignación gracias sin duda de la evolución tecnológica implícita en los medios de comunicación actuales. Éstos posibilitan la instantánea difusión de las “afrentas” a lo largo y ancho del planeta, lo mismo que de las escenas que muestran las reacciones populares en cada caso específico por donde corre la indignación. La retroalimentación que dicho proceso genera supera cualquier caso del pasado que se pudiera elegir para establecer paralelismos.

Por otra parte, cabe hacer notar que en Occidente la concepción de la libertad de expresión difiere radicalmente de la que prevalece en buena parte de las sociedades árabes y musulmanas. Más allá de lo que las legislaciones respectivas sostienen al respecto, en Occidente existe una conciencia desarrollada de que las opiniones y los productos culturales representan sólo el pensar y el sentir de los individuos que los emiten y no la postura del país o la sociedad total a la que éstos pertenecen. En cambio, las sociedades o naciones donde la libertad de expresión está poco desarrollada y el oficialismo reina e impone sus juicios y criterios de manera monopólica (como ha sucedido por mucho tiempo en parte importante del mundo árabe-musulmán) la reacción ante caricaturas o películas ofensivas no se dirige única y principalmente a los autores específicos, sino a todo el país, a su embajada, a su bandera e incluso a sus presuntos aliados, porque su experiencia les dicta que todo lo que se publica o presenta públicamente debe representar por fuerza el punto de vista oficial.