ESTHER SHABOT

Las comparecencias de los primeros mandatarios de Estados Unidos, Israel e Irán en el seno de la Asamblea General de Naciones Unidas hace unos días no hicieron sino constatar que las tres partes se mantienen firmes en sus posturas originales referentes al tema del programa nuclear iraní. Pero además se mostró que la liga se está estirando cada día más mediante ominosos avisos de un posible desbordamiento hacia una confrontación bélica abierta. Teherán continúa avanzando en su programa nuclear, ocultando información a la Agencia Internacional de Energía Atómica y amenazando a veces directa y a veces veladamente a Israel, con alusiones constantes a la necesidad de que el estado judío desaparezca del mapa. Por su parte, Israel, bajo la conducción de Netanyahu, juega cada vez más con anuncios de un posible ataque preventivo a Irán, con lo cual no sólo incrementa el nerviosismo y los debates acalorados dentro de su propia población, sino que también genera una importante tensión con la administración de Barack Obama en momentos en que éste se juega su reelección el próximo noviembre. Para Obama nada más inconveniente que tener que vérselas en el último mes de la campaña electoral con el escenario de una nueva y peligrosísima guerra en Oriente Medio y con las decisiones dramáticas que al respecto estaría obligado a tomar.

En este contexto, voces moderadas tanto dentro de esferas políticas, militares y de inteligencia en Occidente e Israel insisten en que si bien los altos riesgos inherentes a la postura iraní son reales, un ataque militar contra Irán no serviría para solucionar el problema, porque más allá de las consecuencias catastróficas que podría acarrear, en el mejor de los casos, sólo retrasaría un poco la carrera nuclear de la República Islámica, la cual tendría de ahí en adelante mucho mayor legitimidad internacional —al haber sido atacada— para insistir en hacerse de un arsenal de ese tipo.

Bajo ese entendido —insisten tales voces— debe apostarse por que las sanciones hagan efecto y dobleguen de algún modo los proyectos armamentistas iraníes. De hecho existen datos que confirman las crecientes dificultades enfrentadas ahora por el régimen iraní debido a ellas. Este año ha sido especialmente difícil para los iraníes, ya que en marzo, como resultado de la presión occidental, la Sociedad Mundial de Telecomunicaciones Interbancarias y Financieras (SWIFT) acordó cesar operaciones con bancos y negocios iraníes, con lo que las transacciones internacionales mediante el rial, la moneda iraní, quedaron prácticamente paralizadas. De igual modo en julio se puso en práctica un boicot mucho más riguroso al petróleo iraní gracias a acuerdos entre Estados Unidos y la Unión Europea al respecto.

Por más que Ahmadinejad anunciara como respuesta desafiante a esas medidas la inauguración de dos nuevas refinerías, los datos que ofrece la economía persa son elocuentes de sus aprietos: el rial ha perdido 38% de su valor desde enero, la inflación ronda 24% —la más alta desde la guerra Irán-Irak— las exportaciones de petróleo han caído entre 40 y 50% y se agudiza día con día el descontento social debido, entre otras cosas, al alza continua de los precios de los alimentos. Pero por otra parte, resulta evidente que es tanto lo que la República Islámica ha invertido en tantos sentidos en construir su imagen de potencia regional retadora y combativa, que no es previsible una claudicación de su parte en el corto plazo.

Y otra cuestión que hace más incierto y confuso el panorama es el hecho de que es difícil detectar, dentro de los discursos oficiales de los líderes que manejan esta controversia, qué constituye retórica hueca para consumo interno o con fines de mero amedrentamiento del opositor, y qué, en cambio, es realmente declarado en serio y sin pretensiones de “bluff”. Lo que está en juego es demasiado importante no sólo para los protagonistas principales, sino para todo el mundo y, sin embargo, es una incógnita cuál será el futuro de esta enredada madeja de intereses, ideologías, simulaciones y voluntades contrapuestas.