ESTHER SHABOT/EXCELSIOR

El triunfo de Barack Obama ha generado pronósticos diversos acerca de los escenarios posibles derivados de que el Presidente de Estados Unidos podrá actuar más libremente y de acuerdo con sus verdaderas convicciones ahora que el factor de la reelección ya no lo limita. ¿Qué significa eso con relación al destino de Oriente Medio? Esa pregunta tiene una pluralidad de respuestas de acuerdo con quien juzgue, aunque algo en lo que todo mundo coincide es en que los desafíos que presenta hoy esa región son probablemente los más complejos y riesgosos que enfrentará la política exterior estadunidense. Irán, el conflicto Israel-Palestina y el curso que tomen los acontecimientos en las naciones que experimentan los efectos de la Primavera Árabe son algunos de los temas que seguramente ocuparán una parte desproporcionada de la agenda de asuntos exteriores de Estados Unidos.

El caso egipcio es un buen ejemplo de las dificultades inherentes a cómo reaccionar ante la compleja construcción de un nuevo orden distinto al de la época de Mubarak cuando las reglas del juego estaban bien establecidas. Ahora que Mohamed Mursi, miembro de la Hermandad Musulmana, es presidente del país del Nilo, prevalece una realidad muy distinta en la que otros factores y otros desafíos marcan la pauta. Hoy por hoy la confrontación principal en la arena egipcia tiene que ver con la lucha por los espacios de poder entre islamistas y sectores liberales que intentan, cada cual, imponer el tono de la vida nacional. Hace unos días esta pugna se mostró a través de debates acalorados y choques callejeros entre ambas corrientes. El motivo concreto tuvo que ver con el hecho de que próximamente tendrá lugar un referéndum para aprobar la nueva constitución que está siendo redactada por un panel de 100 miembros dominado por representantes de los movimientos islamistas más importantes: la Hermandad Musulmana y los salafistas.

Y es en el tema de la importancia de la Sharía o ley islámica donde reside el eje de la controversia. Mohamed Mursi, haciéndola de equilibrista, ha tratado de satisfacer tanto a islamistas como a liberales mediante el uso de sutilezas verbales y conceptos ambiguos que le permitan al mismo tiempo no alterar demasiado sus relaciones con Occidente, especialmente con Estados Unidos, en virtud de la alta dependencia económica de su país respecto a Washington. Por ello sus declaraciones fueron en el sentido de que la ley islámica servirá como base de la nueva constitución, pero que el país no se convertirá en una teocracia. Lo primero, para complacer a salafistas e islamistas de la propia Hermandad, lo segundo, para calmar los temores de los liberales y seculares egipcios de que el país sufra una islamización total.

Sin embargo, es evidente que el mantenimiento de una posición intermedia difícilmente satisfará a unos y a otros, y que a final de cuentas triunfarán las tendencias que demuestren más fuerza y capacidad de presión. Por ahora son las corrientes islamistas las que tienen la sartén por el mango, de suerte que aun a pesar de las presiones en sentido contrario de los sectores egipcios liberales, lo mismo que de Estados Unidos, Mursi se verá cada vez más empujado a renunciar a los principios relacionados con los derechos civiles y democráticos que son anatema para la concepción islamista. Esto ya se observa, aun sin la constitución aprobada, en el despido del editor en jefe del importante diario Al Gomhuria, ordenado desde la Cámara alta hace unas semanas, así como en la censura que por motivos religiosos empieza a regir en medios de comunicación nacionales sobre las imágenes femeninas. Persiste así la pregunta de cómo se relacionarán los poderes occidentales (entre ellos el de Obama) con los regímenes nuevos fruto de la Primavera Árabe, si es que el modelo de la dictadura islamista es el que finalmente se instala.