MAURICIO MESCHOULAM/COMUNICACAMPECHE.COM

Han pasado casi dos años desde que Mohammed Bouazizi se prendiera fuego en las calles de Túnez, detonando con ello una cadena de eventos que no hemos terminado de entender. De pronto, a dos años nos percatamos de que en Egipto los jóvenes siguen protestando por cambios que nunca llegaron. Pareciera que perdimos la paciencia. Nos ganó la prisa. Nos inventamos categorizaciones y nombres maravillosos para contabilizar transformaciones en curso. Pero escenas como las de El Cairo esta semana, tienen que invitarnos a efectuar profundas reflexiones en cuanto a lo que los movimientos sociales han sido, lo que no han sido y lo que prometieron ser sin lograrlo aún.

Es verdad que en muchos sitios se dejaron sentir los efectos de la crisis global. En algunos lugares, la pobreza y el subdesarrollo se mezclaron con la inflación en precios de productos básicos y alimentos, el desempleo y especialmente la desocupación juvenil. Esto, en ciertas regiones como Medio Oriente y Norte de África, se juntó además con una lacerante corrupción, dictaduras represivas y autoritarias, y la ausencia de libertades y derechos para canalizar las demandas que estos factores producen. Todo ello se tradujo en frustración social y falta de expectativas. No únicamente las cosas estaban mal, sino que todo indicaba que así seguirían. La alternativa, por tanto, estuvo en tomar las calles y las plazas. De Túnez a Cairo, a Benghazi, Damasco, Madrid, Atenas, Nueva York, Londres, los movimientos sociales inundaron el globo.

Sin embargo, cada caso, cada país, cada situación era en el fondo una historia distinta.

Pero la narrativa de algunos medios y analistas fue más allá de los factores comunes y empezó a hablar de Madrid, Occupy Wall Street o las revueltas del mundo árabe como si fuesen una misma cosa. Se dijo “las primaveras del mundo”. En algunos casos, esta narrativa transformó las manifestaciones en “revoluciones”, las redes sociales en actores en lugar de medios. Contaron la caída del Mubarak egipcio como el triunfo de las masas y el empoderamiento de la sociedad a través de los nuevos canales de comunicación, en vez de apreciar el golpe de estado que se consumaba mediante promesas, la disolución del parlamento y la lucha librada entre los nuevos poderes con los viejos. Mientras que estos relatos se retransmitían por todo el planeta, muchos gobiernos y monarquías aprendían rápidamente a apaciguar la tempestad con dádivas y cambios menores, y garrotes para quienes no los aceptaban. En otras partes las protestas se tornaron choques violentos, e incluso en rebeliones armadas como en Siria. Luego, las audiencias y muchos medios simplemente se habituaron o se aburrieron.

Pero las lecciones, a dos años, no son pocas. No, no son las redes, sino los sueños frustrados. La desesperanza, la falta de expectativas para tener un futuro mejor, la posibilidad de expresarlo, de reunirse con otros, de compartir las emociones colectivas.

Donde existen esas condiciones, los movimientos sociales explotan, con Internet o sin él como sucedió en Yemen o Libia. Donde esa frustración no es compartida por las grandes mayorías, o éstas hallan distintos mecanismos para canalizarla, o bien donde han sido reprimidos, los movimientos sociales no han sido capaces de transformar las realidades existentes y paulatinamente han ido perdiendo fuerza.

Por otro lado, nos urge algo de paciencia en el análisis y la narrativa de la historia que sucede a nuestros pies. Las revoluciones no ocurren en 18 días. Aunque los Mubaraks del mundo se salgan de sus sillas. Y para aquellos tantos otros sitios en donde quizás no hay dictadores, pero sí frustración social, los eventos de los últimos dos años nos enseñan, al menos, lo que pasa cuando esa frustración es ignorada o se intenta apaciguar con cambios de papel.