CLAUDIA KERIK

Las circunstancias en las que Walter Benjamin eligió adentrarse en los recuerdos de su niñez no fueron las de un escritor que pudo reflexionar sobre el ocaso de su vida, sino las de uno que arrojado al exilio involuntario encontró un lugar en sí mismo desde donde habitar su pasado. Pero ese lugar también se vería amenazado, y sólo reuniendo fuerzas se podía acceder a él. En medio de incesantes periodos de “tenaz depresión”, de aislamiento y frustración le escribiría a su amigo Scholem en 1933: “…No me puedo permitir emprender el único trabajo que a veces me atrae: la continuación de Infancia en Berlín hacia 1900”. El libro que hoy conocemos está formado por “notas” que recrean el tiempo de su infancia en su ciudad natal, algunas de las cuales fueron publicadas “como cuentagotas” en el periódico Frankfurter Zeitung, hasta que “como consecuencia de una constelación totalmente inexplicable” dicha posibilidad quedó también cerrada para él. Redactadas de manera intermitente y en paralelo a sus ensayos filosóficos y literarios, Benjamin le aclararía a Scholem la naturaleza de su manuscrito, deslindándolo de sus primeras intenciones que cobraron forma bajo el título de “Crónica berlinesa”.

Este renovado esfuerzo por registrar su vida en breves textos “que en absoluto constituyen una crónica, sino que representan aisladas expediciones a las profundidades de la memoria”, marcó el rumbo del trabajo hacia una concepción “ya no puramente autobiográfica, sino poético-filosófica y que aportaba una nota nueva al conjunto de su obra”, señalaría Scholem. La insistencia con la que Benjamin se refiere a esta tarea en las cartas intercambiadas con su amigo, da pruebas de la importancia que revestía para él llevarla a cabo en las circunstancias atribuladas de su vida y entre todos sus proyectos pendientes. Pero recordar nunca fue para Benjamin un acto pasivo que haya puesto en manos de las fluctuaciones propias de la memoria. Su filosofía, sus trabajos (y aun quizás, el registro de sus sueños), parecen asumir el compromiso judío de rememorar,3 como un dictado propio y natural, convirtiéndolo en una práctica personal de rescate del pasado. En ese ejercicio al que toda su obra apunta señalando una responsabilidad, el papel que jugaron los espacios fue fundamental. Recordar la propia vida significó también rescatar los lugares de la infancia para redescubrirse en ellos.

El zoológico será uno de esos espacios del autorreconocimiento. Benjamin le dedicará al recuerdo de sus salidas un capitulo en sí mismo, que llevará por nombre el del animal por el que se inclinará en esas incursiones. Para ingresar en alguno de estos escritos, falta reconocer ante el lector lo insuficiente de todos los avisos: no se trata de cuentos ni de poemas ni de ensayos, sino de prosas breves en las que convergen el tiempo de la rememoración personal con el de toda una época en la que quedó cifrada la historia de la ciudad de Berlín a fines del siglo XIX. Una jugada por partida doble: recordar la propia infancia, en lo que tiene de singular e intransferible, y reconocer en esos rasgos distintivos que le dan forma a una identidad, los del lugar en que nacieron. Benjamin nos demuestra que la sustancia propia de nuestros recuerdos más íntimos también está contenida en la forma rescatable de los espacios que habitamos de niños. La espesura de su estilo evoca la de la propia memoria, y así coloca al lector en un papel que él mismo asume: el de un explorador. Pero no hay trofeos para el final de la expedición. Su escritura se resiste a lo evidente. Aún así, podemos hacer el intento de ir tras las huellas que la nutria dejó en él.

Sobre la visión acostumbrada de un zoológico, Walter Benjamin arroja la novedad de su mirada que lo percibe como un barrio. Su inmediata aceptación de los animales como una comunidad con la que comparte la costumbre de alojarse, introduce de lleno al lector en un espacio con el que podría familiarizarse: “No había animal cuya morada no amase o temiese”. La atención se desviará por encima de los animales, hacia sus casas. Son los alojamientos y su forma de ocuparlos los que lo atraen hacia algún animal en particular. Su postura se definirá a favor de las zonas periféricas del zoológico, en las que habitan aquellos animales cuya singularidad radica precisamente en “la situación de su hogar”. Allí vivía la nutria, “el más notable de los habitantes de esos parajes”, cerca de una de las entradas menos usadas al jardín “que conducía a las regiones más solitarias del parque”. Lo remoto del lugar en que se localizaba al animal se nos desplegará conduciéndonos por un camino durante el cual se revelarán los beneficios de recorrerlo. El paisaje que allí “esperaba al visitante” evocaba otros “paseos abandonados” como de balnearios “desiertos”, pero éste tenía poderes propios: “Era un rincón profético. Pues al igual que hay plantas de las cuales se dice que poseen el don de hacer ver el futuro, existen también lugares que tienen la misma facultad. En esos lugares parece haber pasado todo lo que aún nos espera”.

Sin que hayamos llegado a la jaula de la nutria ya sabemos que habita una región que promete echar a andar nuestra memoria. Un sitio que, además, tiene el privilegio de despertar no sólo nuestros recuerdos, sino también nuestras posibilidades. El riesgo de vivir queda asumido bajo esta forma propia de recordar que le asigna una función activa en el presente. Pero para acceder a ese lugar de la memoria y dejarnos encaminar por las vivencias que despierta, había que perderse por esa parte del zoológico que conducía al “recinto cercado” de la nutria. Benjamin insistirá aún más en describirnos el habitáculo que le dará al animal todo su sentido: “Unos pequeños refugios en forma de rocas y grutas bordeaban, en el fondo, el óvalo de la piscina. Debían de ser la morada del animal; sin embargo, no lo encontraba jamás dentro de ellas. Así que permanecía a menudo esperando incansablemente delante de aquella profundidad oscura e inescrutable con el fin de descubrir en alguna parte a la nutria”. Al igual que Borges, Benjamin pasará horas frente a la jaula, pero no observando a su animal predilecto, sino aguardándolo. Nada parecía evocarle una prisión al que percibía todas las jaulas de los animales como formas de vivienda peculiares que conservaban en su designación cierta dignidad humana: recintos, pagodas, hogares, moradas y casas serán algunos de los términos que convocaría para hacer referencia a los espacios habitados por los animales, proyectando su respeto por cada modo particular de vivir. Esta propensión se verá exaltada aún más al referirse a la nutria, “el delicado animal” para quien “la gruta vacía y húmeda le servía más de templo que de refugio”.

Fue necesario transitar por un camino exclusivo para acceder a una visión que durará unos segundos. Pero es justamente esa imposibilidad de observar durante más tiempo la que determinará el gusto de Benjamin por el animal. La nutria nunca estaba, la nutria sólo se asomaba, y esto sólo lo hacía excepcionalmente. “Si lo conseguía por fin, sólo era por un momento, ya que al instante el morador resplandeciente de la alberca volvía a desaparecer en las oscuras aguas”. Todo estará allí para justificar la atracción que ejercía la fugaz aparición. “Era el animal sagrado de las aguas de la lluvia”. La misma lluvia que Benjamin imaginaba fluyendo hacia un único destino: la piscina de la nutria, cuya agua provenía no sólo del aguacero sino de más y diversas aguas, de ríos o alcantarillas. El escritor no volverá a desprenderse de la nutria. Su adhesión reproduce el instante consagrado a esperarla y observarla. Su concentración nos será transmitida a partir de un esfuerzo por singularizar su modo de vida, su procedencia y su valor; pero fijando la mirada en la oscuridad, la superficie del agua y unas piedras. Nada doblegaba esa mirada. Una especie de atracción por esperar se habrá de revelar en líneas tan perturbadoras como entrañables. Comenzará por justificar la ausencia del animal: “siempre estaba ocupadísimo, como si fuera indispensable en las profundidades”. Pero después confesará que la espera bajo la lluvia lo unía más a él. “Pues nunca me gustaba tanto el día, por largo que fuera, como cuando la lluvia le peinaba lentamente durante horas y minutos con sus dientes finos y rudos”. Una lluvia-nutria capaz de roer al día. Y entonces, al hacer su relampagueante salida, “contemplarlo insaciablemente” será sólo una parte de la vivencia. Pues la identificación habrá llegado a su punto máximo. Benjamin tomará para sí el deseo del animal de que la lluvia no cese y respaldado por este afán compartido nos ofrecerá sus motivos personales: “En esta lluvia saludable me sentía totalmente a salvo. El futuro se me aproximaba con un murmullo comparable a la nana que se canta junto a la cuna. Comprendí perfectamente que se crece en la lluvia”. Con esta lección obtenida no volverá a ver llover tras la ventana sin sentirse “como en casa de la nutria”. Pero esto sólo lo sabría al estar nuevamente frente al recinto del animal en el zoológico, volviendo a esperar hasta que salga “para volver a sumergirse acto seguido en busca de sus urgentes negocios”.

Walter Benjamin comparte con el animal de sus recuerdos algo más que la intención de retratarlo con fidelidad. También él pudo definirse “por la situación de su hogar”, que como el de la nutria, se hallaba en la periferia, en la región más solitaria, lejos de todos y de todo. Pero esta evidencia no solamente remite a la inestabilidad de su vida, durante la cual tuvo que vivir sin un alojamiento seguro, sino a la elección personal que hizo, de vivir en los márgenes de la sociedad como el único sitio que le garantizara su autonomía como pensador. Sólo allí se sentía “totalmente a salvo”, como bajo la lluvia, el hogar del que prefiere alojarse en ningún lugar, salvo en su elemento.

Sus labores como escritor con frecuencia dieron la impresión de un ocultamiento necesario, una inmersión absoluta en un mundo que guarda su propia justificación, retirándose de la realidad para volver a ella sólo por un instante y “sumergirse acto seguido en busca de sus urgentes negocios”. “Siempre estaba ocupadísimo, como si fuera indispensable en las profundidades” de las que nunca se cansó de investigar. Su exclusión como intelectual es evocada por la propia marginación en el zoológico que le depara a la nutria su hogar, y que también trae implícita la condición del judío que sólo de ese modo podía habitar un espacio “que le servía más de templo que de refugio”. Lo particular de su origen y la naturaleza heterogénea de sus fuentes como pensador, quedan sugeridos a través de las distintas aguas que confluyen hacia el pozo de la nutria y le dan su alimento, por debajo de lo visible. Algunos puntos de encuentro insinúan en este retrato un autorretrato, en el que también cobra proyección algo que pertenece al ámbito de su pensamiento: la obsesión por lo latente y lo manifiesto, la insistencia en “una atención del todo nueva que se desgaja de lo habitual” para seguir las huellas que dejan a la vista los mensajes de las cosas. La paciencia con la que aguarda al animal no puede ser menos que el modelo de la atención que nos exige. Quizás Benjamin hubiera esperado de sus lectores la misma comprensión que él tuvo hacia la nutria. Pero nada en su escrito invita a compadecerlo. Sólo la nutria habitaba el rincón profético del parque.

Fragmento del ensayo titulado “La nutria y el Tigre” publicado en la revista Nexos (www.nexos.com.mx, diciembre del 2012). Su autora es Claudia kerik, judía mexicana, ensayista, traductora de literatura hebrea moderna y profesora-investigadora del Departamento de Filosofía de la UAM-I.