EZRA SHABOT/EL SIGLO DE TORREÓN

El año que terminó giró principalmente en torno a la elección presidencial en donde originalmente se debatía la continuidad del panismo o el retorno del PRI como alternativa en la figura de Enrique Peña Nieto. La debacle de la campaña de Josefina Vázquez Mota, ocasionada por una combinación de errores internos y el irracional saboteo proveniente de Los Pinos, abrió la puerta a un López Obrador que, remontando una pésima imagen construida durante seis años de antipolítica, obtuvo el segundo lugar en la elección de julio.

Los errores de los panistas mandaron a la oscuridad los logros de seis años de gobierno, y el PRI de Peña Nieto fue capaz de resistir el avance de un Andrés Manuel convertido en misionero de la paz, aunque sin los recursos económicos suficientes para vencer a la maquinaria tricolor. Una vez concluido el proceso electoral, los intentos de deslegitimación del sector ligado a AMLO fueron apagándose a una velocidad mucho mayor que la de hace seis años. Las causas principales: el diferencial de ocho puntos porcentuales frente al PRI en la elección presidencial y la negativa del PRD de Los Chuchos y sus aliados a repetir la fallida aventura de 2006.

A partir de la ratificación del triunfo de Peña Nieto por el Tribunal Electoral, la estrategia priista se basó en reducir al mínimo los choques con las otras fuerzas políticas. Incluso el cuestionamiento por parte del PAN y el PRD a las modificaciones planteadas por Peña a Ley Orgánica de la Administración Pública Federal, fue aceptado por el PRI con una mínima resistencia, bajo el principio de que lo fundamental era mantener abiertas las líneas negociadoras con la oposición, incluso cuando se tenía la mayoría necesaria para aprobar dicha reforma en el Congreso.

La firma del Pacto por México se sitúa en este contexto. La necesidad de evitar que el retorno del PRI a la Presidencia se vea identificado con el viejo régimen se ha convertido en una prioridad para el gobierno de Peña. Tanto en las formas como en el fondo, el intento por borrar cualquier vestigio del nacionalismo revolucionario ha estado presente en este primer mes de la administración priista. Por supuesto que esto no implica la eliminación de tajo de la cultura del autoritarismo y el caciquismo que aún persiste en buena parte de esta clase política, pero la necesidad de demostrar el cambio de rumbo ha sido la constante en este inicio de sexenio.

La aprobación de la reforma educativa sin la presencia de la lideresa del sindicato, Elba Esther Gordillo, es un mensaje claro a un factor de poder, que ha sido leído como el fin de la subordinación del Estado a la voluntad política de uno de los caudillos. Es el PRI, desmontando al propio PRI, en aquello que le estorba para su avance, y para el ejercicio pleno de las facultades presidenciales. Se trata de fortalecer a la institución presidencial, no con reformas legales, ni con golpes extralegales al estilo de Salinas con “La Quina”, sino con decisiones difíciles de cuestionar por parte de aquellos que en el pasado gozaron de privilegios, hoy inaceptables.

Las decisiones tomadas por Peña en este primer mes van en ese sentido. Ni someterse a los sindicatos ni tampoco a grupos de enorme poder económico, como los dueños de grandes empresas dominantes en el ámbito de las telecomunicaciones. Las señales indican que la intención del nuevo mandatario es contar con el suficiente apoyo político para enfrentar a estos poderes fácticos dispuestos a defender sus posiciones y privilegios a toda costa. Para Peña, la búsqueda de aliados entre la oposición panista y perredista se basa precisamente en esta lectura en donde para llevar a cabo cambios que afecten intereses económicos poderosos, requerirá de todo el apoyo que la izquierda y la derecha puedan brindarle para el momento de la verdad. Por supuesto que esta ecuación es compleja y arriesgada, pero indispensable si se quiere cambiar el estado actual de las cosas.