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ENRIQUE KRAUZE

Yoani Sánchez, la valerosa disidente cubana que con la intensa actividad en su blog (https://www.desdecuba.com/generaciony/) y su cuenta de Twitter (@yoanisanchez) ha despertado la conciencia de cientos de miles de lectores sobre el drama de su país, pasó unos días en México. Su estancia fue parte de una gira de tres meses por varios países de Europa y América (República Checa, Estados Unidos, España, Argentina, entre otros). Yoani no es una activista revolucionaria: es una testigo de la historia que desde hace muchos años, en condiciones de permanente acoso profesional, psicológico y aún físico (ha sido amenazada, detenida, agredida), decidió ejercer el derecho elemental (conculcado en Cuba) de expresar en público lo que piensa, lo que ve, lo que cree.

En una conversación me narró una anécdota reveladora. Su padre (un ferrocarrilero partidario de Castro, hasta que Castro ejecutó al general Arnaldo Ochoa, acusándolo de agente del narcotráfico), llevaba a sus pequeñas hijas a sus viajes. En un trayecto atisbaron metros adelante una vaca amarrada, cuya cabeza -no su cuerpo- entraba en la vía. Cuando el tren arrolló al pobre animal Yoani se horrorizó, pero su padre le explicó lo que había ocurrido: bajo pena severa, los campesinos en Cuba no pueden tocar siquiera a sus propias vacas. Por eso las sacrifican de ese modo. Si la muerte sobreviene por un “accidente”, los campesinos pueden obtener permiso oficial a comer la carne de su propia res.

Cientos de miles de anécdotas similares conforman día tras día la pesarosa vida en Cuba. Anécdotas de privación, de colas para conseguir el pan o peripecias para ganar unos dólares que completen el magro salario oficial (donde aún opera). Si hubiese que resumir en una palabra lo que falta en Cuba sería muy sencillo: libertad. Pero para quien vive en libertad es a veces difícil imaginar la vida en un lugar donde no la hay. Ésa es una de las razones por las que la Cuba de los hermanos Castro, inverosímilmente, sigue convocando devociones a pesar de sus fracasos y su inadmisible permanencia de más de medio siglo en el poder: sus adeptos fuera de Cuba (turistas revolucionarios que suelen visitar la isla y darse lujos que los propios cubanos no sueñan) prefieren no imaginar lo que sería su vida si en sus países de origen faltara no una, sino todas las libertades.

La libertad económica, por ejemplo. Y no me refiero a la libertad de las grandes empresas sino a la elemental libertad de comercio. En el pueblo más pobre de América Latina, los indígenas reviven, semana tras semana, la milenaria institución del mercado que en Cuba, para todos los efectos prácticos, se abolió por décadas y ahora aparece tímidamente, como un mal necesario en la isla de la fantasía. No hay más negocio cubano que el Estado, propiedad privada de los hermanos Castro (que no por nada eran hijos de un riquísimo hacendado gallego). Los que sí pueden existir y prosperar son los grandes negocios en manos de extranjeros, que gracias a la supresión absoluta de libertad sindical cuentan con la mano de obra cautiva de los cubanos. En Cuba tampoco hay libertad de movimiento, de manifestación, reunión, organización, expresión. Menos aún de elección. A través de los CDR (Comités de Defensa de la Revolución), Big Brother vigila las conversaciones, la fidelidad política y la pureza ideológica de los vecinos. El Estado cubano ha desarrollado un sofisticado método (que exporta a otros países) de linchamiento mediático. La disidencia en Cuba se ha castigado con el ostracismo, la persecución, la cárcel y no pocas veces con el asesinato. La misteriosa muerte en un accidente automovilístico de Oswaldo Payá, el opositor más notable de la isla, prueba que Cuba es (junto con Norcorea) el último bloque del Muro de Berlín.

Yoani se ha opuesto a ese Leviatán. Es una mujer de 37 años, menuda, grácil, bonita. Una formidable trenza negra la envuelve como una serpiente amaestrada. En su rostro apacible y risueño aparece por momentos una sombra de tristeza. Es quizá la convicción de que la lucha por la libertad será aún larga, incierta y penosa. Desde el piso 14 de un edificio en La Habana donde vive con su marido (un periodista al que el Estado no le permite ejercer) y su hijo Teo (un muchacho de 18 años aficionado a la música), Yoani describe la vida. Su profesión de filóloga la preparó para descodificar el universo orwelliano que la rodea. Su prosa fluye, transparente y precisa. Un día cualquiera, uno puede leer en su timeline de Twitter la denuncia sobre la desaparición de un compañero disidente, la convocatoria a un pequeño curso sobre el uso de las redes sociales o un comentario irónico sobre los medios oficiales (prensa, radio, televisión) presos de su propio y gastado discurso. O uno puede contemplar, publicada en su Instagram, una foto de La Habana al amanecer.

Los diarios mexicanos, con alguna excepción honrosa, cubrieron su paso torcidamente. En vez de entrevistarla a fondo y celebrar su lucha por la libertad de expresión (raíz y razón de la prensa), privilegiaron la alharaca de unos cuantos militantes que voceaban consignas “antiimperialistas” contra Yoani. Ella contestó a los energúmenos con tuits elocuentes y directos: “Ningún insulto va a callarme, podrán enviar a un coro de gritos y a las huestes de la difamación pero no dejaré de hablar ni de opinar”, “Y lo que más feliz me hace es el marco democrático que permite estas protestas […] cómo me gustaría algo así en Cuba”.

Mientras la izquierda latinoamericana no vea de frente el fracaso del régimen cubano (un cruel experimento antropológico practicado por un caudillo sobre varias generaciones de cubanos), no podrá resolver su esencial contradicción: reclamar para sí la democracia y consentir para Cuba la dictadura. No sé si esa autocrítica sea posible. Si alguna vez ocurre, deberá incluir un reconocimiento y un desagravio a Yoani Sánchez.

Fuente:reforma.com