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ANDRÉS ROEMER

“Uno puede hacer lo que quiere,

pero no querer lo que quiere”.

Arthur Schopenhauer

Me encuentro con que Natalia (mi hermosísima pareja) se encuentra con-movida, con los ojos húmedos. Inundada de emociones. Todo debido a una novela que sostiene entres sus manos: Fallas de Origen, de Daniel Krauze (Joaquín Mortiz/Planeta, 2012).

Ante tal situación, tengo la necesidad urgente de saberlo todo. De saber qué la incitó a ese estado de sensibilidad. De descubrir al culpable, al héroe, al provocador. De re-conocer la historia.

Me hago a la tarea de leer la novela sin pausas ni treguas y después de una temporalidad inmediata: lo comprendí todo.

La novela narra la comedia humana (à la Balzac) de los hipsters (o wanna be hipsters) de los fresas defeños. El protagonista, Matías, parece en la superficie incursionar en una historia con el sino de la auto conspiración. Parece cargado de un DNA programado irremediablemente a boicotearse a sí mismo. Un código bio-cultural marcado por la autodestrucción fatal. Sin embargo, en una lectura entre-narrativa evolutiva, cotejada por la tradición psicoanalítica y más profunda, Matías se desdibuja como un ser humano de carne y hueso que no puede reprimir “el malestar de su cultura”. La cultura de la superficialidad profunda y prefiere elegir soltar todo lo que piensa de manera lacerante y sin frenos, que sobrevivir y quedar bien con la sociedad inocua. El protagonista hace un ataque frontal a la hipocresía, a la deslealtad y a la mentira que le rodea de sus amigos, de su familia, de su trabajo, de su peor enemigo y de su novia.

David Barash en su obra Los Ovarios de Madame Bovary, responde de manera magistral —y bajo una perspectiva darwiniana— por qué obras como Othelo o Madame Bovary sobrevienen y trascienden por muchas generaciones. La razón es sencilla: el manejo animal del instinto humano se encarna en cada escena. Los celos. La traición. La necesidad de crearse enemigos. El deseo de lo prohibido. La autodestrucción y la necesidad de cercanía están siempre latentes.

Estos elementos se detonan en Fallas de Origen. Daniel Krauze va construyendo gradualmente esa complejidad humana que se confabula con el abuso (¿con el escape?, ¿con la cura?) de ácidos, tachas, cocaína y demás tipo de contaminantes que delatan lo inexorable: el instinto reptiliano siempre va a vencer a la cortex pensante.

La historia comienza con Matías contando por qué tiene que volver a México después de seis años de estancia en Nueva York: su padre está muriendo; ello ofrece un extraordinario pretexto para regresar a su falla de origen.

La figura paterna transita en la obra de manera intermitente y entre pausas. El padre es la metamorfosis que se transforma de verdugo apático a salvador amoroso. Matías, se auto engaña, como todos los seres humanos, para sobrevivir. En ese homo fallax, la novela abusa de la moraleja de que ser un ser de bien le da sentido al despropósito de la vida.

Matías no se traga palabras: desenmascara al hipócrita de su amigo Adrián; expone lo banal de la revista Kapital (de su primo y empleador); detona la fragilidad de su madre con una tacha y adelanta la muerte de un matrimonio anunciado, destrozando a su rival y humillando a su amante.

Bien dijo Antonio Damasio: “El ser humano es una máquina de emociones. Que eventualmente también piensa”. Daniel Krauze ejemplifica de manera extraordinaria -con Matías- esa máquina que sufre la guerra interna entre callar y gritar; entre escupir y tragar; entre desear y contenerse.

En el camino, Daniel incita al humor y roba carcajadas del lector. Incita misericordia (por la locura de Natalia), empatía (por el amigo “gordito”), burla (el primo socialitè), incomprensión (por la hermana enajenada), ternurita (por la novia boba) y asco (por el doble cara de su amigo/enemigo Adrián).

La novela escala estilos literarios de complejidad. De la linealidad simple a el intercambio de tiempos y espacios bien realizados.

Por supuesto, todo trabajo es perfectible; hay personajes no terminados: el tío, la madre, la novia. Otros, excepcionalmente bien logrados: el amigo, el enemigo, la novia del amigo y la novia del enemigo. Otro, obligado: el padre.

Al final, Matías —como el ave fénix— resurge de las cenizas, gracias al reencuentro con su padre (el redentor) y reconocer que él no tuvo fallas de origen: Matías no fue adoptado, fue elegido.

Pues bien, después de “pedirle prestada” la novela a Natalia (mi Natalia [no la de la novela], mujer devoradora de libros y amante de la buena literatura), Fallas de Origen me contó toda la historia. A mí no me conmovió el final, pero sí la obra. Me brindó horas ininterrumpidas de un libro que no se dejó descansar, pero sobre todo que me atrapó, por ese animal de Matías que todos llevamos dentro.

Fuente: Crónica