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*SARA SEFCHOVICH

Según Ferenc Feher, en la era moderna se empezó a pensar que si un considerable número de ciudadanos de una nación tenía que subsistir por debajo de un mínimo socialmente aceptado del modelo de vida, entonces la situación sería considerada una anomalía, una enfermedad.

Para resolverlo, se decidió que el Estado tenía la obligación de prestar ayuda a las víctimas de las injusticias sociales distributivas más flagrantes y de proteger al individuo de los lados oscuros del libre mercado, ese supuesto productor de abundancia. Así fue como la justicia social pasó de ser una cuestión moral a una de solidaridad concebida como deber de la sociedad y del Estado. Y esto significó, dicen Courtis y Abramovich, que había que hacer lo necesario para asegurar la satisfacción de por lo menos niveles esenciales de los alimentos básicos, atención primaria de salud, abrigo y vivienda, condiciones sanitarias básicas y formas básicas de enseñanza.

Entonces nacieron las políticas de seguridad social concebidas como el método moderno para garantizar el bienestar de las mayorías.

En México se adoptó esa propuesta, que además era congruente con los postulados de la Revolución, y se crearon las legislaciones e instituciones encargadas de ello. La seguridad social se ocupó de atender a los sectores modernizados de la economía: los trabajadores de los sindicatos de industria, petroleros y ferrocarrileros, los burócratas, el Ejército y la Marina. Nacieron el Seguro Social y el ISSSTE, se construyeron grandes centros hospitalarios y unidades habitacionales.

Sin embargo, dadas las condiciones que prevalecían en el país, fue necesario también mantener la asistencia social (cuya presencia ya fuera como caridad, beneficencia o filantropía databa de la era colonial) para los muchos que estaban fuera de las estructuras corporativas. Esto significó acciones destinadas a remediar las carencias inmediatas para los que no tenían medios suficientes de vida. Los gobiernos hicieron albergues, asilos, clínicas, dispensarios, comedores públicos, campañas y programas de apoyo de diverso tipo.

A mediados del siglo XX, el gasto social se elevó hasta 20% del presupuesto. Fue cuando se creó el Instituto Nacional de Protección a la Infancia y se amplió el reparto de desayunos escolares, además de acciones paralelas como instalar plantas para la elaboración de alimentos y la rehidratación de leche, campañas de educación y vacunación, guarderías, escuelas, atención a mujeres embarazadas y programas de integración de niños de la calle. La Institución Mexicana de Asistencia a la Niñez que se creó en los años sesenta tenía propósitos similares a los del INPI.

El presidente Echeverría cambió la idea que sostenía el quehacer asistencial, diciendo que se trataba de “una nueva teoría y práctica de la solidaridad social”, que consistía en convertir a la política asistencial “en un verdadero instrumento de desarrollo”, pasando de las acciones aisladas a una visión global que promoviera el bienestar.

Al gasto social se destinó casi la cuarta parte del presupuesto y se echó a andar un amplio programa de salud, se crearon empresas orientadas al abasto y regulación del mercado de productos básicos (Liconsa, Diconsa, Inmecafe, fortalecimiento de Conasupo), se amplió el régimen de seguridad social para incluir a más trabajadores y se desarrollaron programas para atender a zonas y grupos rezagados. A las instituciones de asistencia se las reformó enfocándolas hacia sectores más amplios y diversos y se hicieron llegar las ayudas hasta los rincones más apartados del país, fueran alimentos, vacunas, alfabetización, programas de creación de empresas productivas familiares, de construcción de vivienda, reforestación, fomento al deporte, atención a la farmacodependencia, promoción de la salud, de la paternidad responsable y la planificación familiar, del desarrollo de la comunidad y de capacitación en oficios y combate de plagas.

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*Escritora e investigadora en la UNAM