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Con los nombramientos de Susan Rice como consejera de Seguridad Nacional y de Samantha Power como embajadora en Naciones Unidas,Barack Obama completa un nuevo equipo de política exterior que rompe con cierta ortodoxia norteamericana en esa materia y pone el énfasis en los derechos humanos, las relaciones amigables con otros países y la limitación del uso de la fuerza a las situaciones extremas o causas humanitarias.

“Todo el mundo sabe que Susan es una firme defensora de la justicia y la dignidad humana”, dijo Obama al anunciar su nombramiento. Power, por su parte, es una periodista que obtuvo un premio Pulitzer por sus trabajos sobre derechos humanos y que ha sido una destacada activista de esa causa hasta el día de hoy.

Junto con el secretario de Estado, de Defensa y el director de la CIA, los dos cargos que ocuparán estas mujeres forman el quinteto decisivo en el diseño de la política exterior de Estados Unidos. Con excepción del director de la CIA, John Brennan, un veterano de la agencia, de bajo perfil y fiel aliado del presidente, todos los demás han defendido posiciones pacifistas y críticas con las últimas guerras en las que ha participado su país.

John Kerry, el secretario de Estado, fue un famoso detractor de la guerra de Vietnam, contra la que también acabó pronunciándose el actual jefe del Pentágono, Chuck Hagel, un republicano y laureado soldado que perdió la confianza de su partido por sus críticas a la guerra de Irak y al estado de Israel.

También Rice y Power ha sido cuestionadas por su posición sobre Israel. Rice favoreció el regreso de EE UU a la comisión de Derechos Humanos de la ONU, de donde se retiró George Bush por su sectarismo antiisraelí, y ha criticado con dureza los asentamientos judíos en Cisjordania. Power declaró en una entrevista, de forma hipotética, que EE UU podría llegar a intervenir para impedir un genocidio cometido por Israel. Ambas han aclarado suficientemente sus posiciones y han mostrado posteriormente su aprecio hacia Israel, pero la sombra de la sospecha las persigue aún.

Tanto Rice como Power están situadas ideológicamente en la izquierda del Partido Demócrata, y fueron sus puntos de vista antiestablishmentlos que les hicieron, en su momento, apostar por Obama. Power llegó a llamar “monstruo” a Hillary Clinton, aunque después corrigió esas palabras.

Es difícil anticipar qué efecto tendrá en la práctica la formación de un equipo de política exterior tan particular. Brennan es un defensor de devolver a la CIA su papel tradicional en el espionaje, más lejos del campo de batalla –especialmente con drones– de lo que ha estado en los últimos años. Hagel se ha planteado como prioridad la reestructuración y disminución de los medios militares, y es muy remiso a las actuaciones militares en el exterior. También lo es, desde un prisma más tradicional, Kerry, un defensor de las ventajas de la diplomacia y la negociación. Rice y Power son partidarias del uso de la fuerza para evitar matanzas. Ambas fueron decisivas para convencer a Obama de intervenir en Libia.

El caso de estas dos mujeres es particularmente curioso. Rice era una estrella emergente en el consejo de Seguridad Nacional de Bill Clinton cuando ocurrió la masacre de Ruanda, en la que EE UU permaneció de brazos cruzados. Poco tiempo después, precisamente en una entrevista concedida a Power, que era una crítica acérrima de la posición de la Administración en esa crisis, Rice concedió que había sido un error no intervenir.

Este conjunto de voces llegarán ahora a los oídos de Obama ante las crisis inminentes o ya en marcha. La primera es Siria. El grado de crueldad que ha alcanzado esa guerra haría pensar que el nuevo equipo de política exterior va a recomendar intervenir. Pero el conflicto sirio tiene unas características que obligan a matizar mucho ese cálculo, especialmente el hecho de que no existe un bando claro al que defender ni hay garantías de que EE UU no se involucrará de nuevo en un infierno en Oriente Próximo, contra lo que se pronunciarán todos los nuevos asesores del presidente.

Son muchos los intereses que se cruzan ante una aventura militar de EE UU, algunos de ellos invisibles o difíciles de describir con precisión. Pero, como en cualquier otra faceta, las personas cuentan. Bush no habría sido el mismo presidente si Dick Cheney y Donald Rumsfeld no se hubieran impuesto a Colin Powell. Por la misma razón, el equilibrio que ahora se produzca entre el grupo en el poder puede resultar decisivo para lo que EE UU haga en los próximos cuatro años.

Fuente: El País