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RAB. YOSEF FARHI

Había una vez un hombre de negocios muy dedicado. Entregado a su trabajo, a su esposa e hijos, etc. Estaba tan ocupado trabajando, que ni siquiera encontraba un tiempo para rezar con minián en la sinagoga o para fijar una sesión diaria de estudio de Torá. Así continuó durante varios años.

Esto realmente le molestaba, pero ¿qué podía hacer? El trabajo no le permitía ausentarse. La vida seguía adelante, él comenzaba a envejecer, su cabello se tornaba blanco y la siguiente pregunta no desaparecía de su mente: ¿Cómo podré regresar al Cielo sin haber estudiado Torá, sin haber rezado con un minián? ¿Qué habré de responder en el Cielo cuando me pregunten la primera pregunta del Juicio Final: קבעת עיתים לתורה – si destiné un tiempo fijo para estudiar Torá? Y este pensamiento no le daba descanso.

Necesitaba a fuerzas realizar algún cambio en su agenda diaria. Y lo hizo. Por la mañana, lo primero que hizo fue dirigirse a la sinagoga para rezar con un minián. Luego, se quedó en la sinagoga estudiando durante dos horas y recién entonces partió hacia el trabajo.

Al llegar a la tienda, encontró allí a su esposa esperándolo. La tienda estaba llena de clientes y su esposa estaba bastante ansiosa manejando todo sola. Le echó una mirada con las manos en la cintura, y le preguntó: “¿no te das cuenta de que estas son las horas más atareadas? ¿Dónde has estado?”. Pero de algún modo el hombre logró escabullirse diciendo que estuvo ocupado con unos asuntos importantes y urgentes.

Lo mismo ocurrió durante algunos días más, hasta que a la mujer se le acabó la paciencia y salió a buscarlo por la ciudad. ¿Qué lo estaba entreteniendo tanto todas las mañanas? ¿A dónde desaparecía?

Grande fue su sorpresa al encontrarlo en la sinagoga sentado con un compañero de estudios y rodeado de libros. “¿Estás loco? ¿Qué ocurre contigo?”, gritó. “La tienda está llena de clientes que con tanto esmero conseguimos. ¿No te importa que perdamos nuestros fieles clientes por abrir dos horas más tarde que nuestros competidores?”, le dijo.

Nuestro dedicado y esmerado trabajador le respondió a su mujer: “dime, querida esposa. ¿Qué harías si una mañana no me levantara o si el Ángel de la Muerte me llevara con él? ¿Serías capaz de decirle que no tiene derecho a llevarme porque la tienda está llena de clientes? Entonces, a partir de hoy haz como si el Ángel de la Muerte me ha llevado por dos horas. Después de este tiempo, si regreso a la tienda, imagínate que fui resucitado, תחיית המתים”.

Esta es una parábola que el Jafetz Jaim solía contar para explicar el primer versículo de la Parashá de esta semana: זאת התורה, אדם כי ימות באוהל, esta es la Torá (las leyes) de una persona que muere en la tienda… Los Sabios nos enseñan en el Tratado de Berajot (63b): אין דברי תורה מתקיימים אלא במי שממית את עצמו עליהן – Las palabras de Torá se conservan sólo dentro de la persona que está dispuesta a morir por ellas. El Jafetz Jaim solía rescatar de la parábola anterior que la única forma de estudiar Torá y superar todos los asuntos mundanos y diarios, es viéndose a uno mismo como muerto; sin otra cosa en la mente. “No disponible”. Nada de celulares ni de emails. No necesito comer y nadie me necesita a mí. Imagínate, teóricamente, los pensamientos que atravesarían por la mente de una persona enterrada, cien años después de su muerte. Silencio. Este es el secreto y la única forma para poder sentarse a estudiar. Si tenemos el celular encendido, no estamos concentrados. Si estamos conectados a los emails, sin duda estamos desconectados del estudio. En la tumba no hay celulares ni emails. Sólo silencio.

Uno de mis hobbies favoritos es ayudar a estudiantes de Yeshivá a leer más rápido, a estudiar mejor y lograr mayor concentración. Un muchacho serio de 20 años a quien toda la vida le habían dicho que necesitaba medicación para concentrarse, intentó todos los medios pero nada le ayudó. En una sesión de estudio conmigo, apagué todas las luces de la habitación y le pedí que se maginara que estaba muerto y enterrado, a 200 años de hoy. Le pedí que pensara así durante cinco minutos, sin otra cosa en mente excepto a sí mismo de aquí a doscientos años, algunos metros debajo de la tierra.

Lo dejé solo en la habitación. Cuando regresé, me dijo que hasta donde se acordaba, jamás había vivido cinco minutos tan pacíficos. Abrimos la Guemará y comenzamos a estudiar. Luego me dijo que esa fue la primera vez en su vida que sintió lo que es estar concentrado. Él fue capaz de tomar la tranquilidad de aquel “lugar” de concentración en nuestra sesión y duplicar ese estado de ánimo; ascendiendo hasta la cúspide de su Yeshivá. Hoy en día, estudia mucho más de lo que la gente esperaba según sus posibilidades.

Esto es lo que sucede cuando aplicamos una enseñanza de la Parashá, cuando la vivimos…