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SARA SEFCHOVICH/

Los días pasados han hecho evidente que en nuestro país hay formas muy diferentes de lucha.

Una de ellas consiste en movilizaciones: marchas, tomas de plazas o edificios, cierres de casetas, carreteras y calles. No es novedad, hace muchos años que existe, pero solo desde la llamada “transición a la democracia” hay libertad para manifestarse donde y cuando se desee, cualquiera que sea la causa y casi sin temor a represión.

Por eso miles han salido a apoyar a la izquierda o a la derecha, a exigirle al gobierno esto o aquello: ciudadanos contra los secuestros, sindicatos de empresas liquidadas, deudores de la banca, parientes de víctimas, estudiantes molestos con la autoridad, vecinos que quieren servicios.

Hay quienes prefieren otros métodos. Los intelectuales y funcionarios se la pasan organizando foros y conferencias, escribiendo libros y artículos en revistas y periódicos y participando en los medios para defender sus propuestas. Son quienes empujaron la vía electoral, la creación de leyes e instituciones para asuntos como el respeto a los derechos humanos y la transparencia. Desde las últimas décadas del siglo pasado, los hemos visto organizarse para incidir en la alternancia partidista, en la participación ciudadana y la limpieza de las elecciones. Ahora los vemos debatiendo la legalización de algunas drogas o la pertinencia de ciertas reformas.

Hay quienes luchan desde los grupos empresariales y lo hacen utilizando tanto su derecho de picaporte en las altas esferas políticas, como su capacidad de pagar desplegados e inserciones y publicidad. Cuentan con el apoyo natural de los medios de comunicación para defender su posición por tener intereses compartidos.

Y hay también quienes de plano están dispuestos a recurrir a medios extremos, sea la rebelión en las formas de gobierno, sea la violencia.

Ejemplos de estos modos de lucha están hoy muy visibles en nuestro país: los maestros en las calles, los intelectuales en los foros, los empresarios en sus poderosas organizaciones, el zapatismo en Chiapas, los movimientos de autodefensa en Guerrero y Michoacán.

Cada uno de ellos tiene su lógica propia y un discurso que lo justifica: así por ejemplo, los zapatistas y los maestros se consideran “en resistencia” contra “una modernidad juzgada peligrosa en sí” como dice Touraine, mientras que los empresarios y los intelectuales ofrecen argumentos según los cuales los cambios son “para el mejoramiento del país”.

Lo único en lo que se parecen todos, es que se sitúan frente al Estado, sea para oponerse a él o para apoyarlo, para exigirle que haga o que no haga, que cumpla promesas o que detenga acciones.

Todos estos métodos de lucha (electoralista, callejera, argumentativa, negociadora, de presión, de violencia) parten de la convicción de quienes los llevan a cabo, de lo que consideran injusto o incorrecto y por eso “se conectan directa y sólidamente con las grandes cuestiones políticas” diría Charles Tilly, pues “es la forma en que cada quien clama su lugar en la estructura del poder”.

Pero es Alain Touraine, el gran sociólogo francés, quien da en el clavo cuando afirma que lo que estas luchas ponen en tela de juicio no son nada más intereses o demostraciones de poder, sino algo todavía más profundo: valores, modos de entender el mundo.

Así, mientras unos ven al crecimiento y a la modernización como dioses supremos, otros prefieren la preservación de formas que les han funcionado bien y que incluso relacionan con la identidad y con una idea de nación. Y mientras unos pretenden naturalizar la correlación entre reforma y mejoría, otros hacen por abatirla.

Hoy estamos viendo el enfrentamiento entre ideas distintas sobre el camino a seguir, que se está dando con diversos modos de lucha. Si le creemos a la primera ley de cómo funciona la mentalidad humana, ninguno va a convencer al otro. ¿Qué pasará entonces?

Fuente: El Universal