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ESTHER SHABOT

Durante las últimas semanas los titulares de noticieros y prensa sobre temas internacionales han estado acaparados por asuntos referentes a Oriente Medio. Sobre todo Siria ha sido objeto de una atención especial en virtud del punto crítico que ha alcanzado su guerra civil luego del ataque con armas químicas del 21 de agosto pasado contra los pobladores de Ghouta. Este ataque, sumado a la espeluznante cifra de cien mil muertos en el curso de esta guerra, generó una reacción internacional que estuvo al borde de desatar la intervención militar de fuerzas estadunidenses contra la estructura de poder de Bashar al-Assad. Ni qué decir que dicha planeada intervención estaba rodeada de múltiples interrogantes. Barack Obama se hallaba metido en un verdadero berenjenal, debido a que todas las opciones para enfrentar la situación ofrecían un sinfín de dificultades y posibles consecuencias desastrosas. A final de cuentas fueron los rusos quienes se adueñaron de las riendas al proponer el plan de entrega del gobierno sirio de su arsenal de armas químicas como moneda de cambio para evitar el ataque planeado por Obama.

¿Quiere decir esto que la crisis terminó? De ninguna manera. La guerra civil continúa su macabro curso; en el Consejo de Seguridad la postura rusa ha evitado que la resolución de desarme químico de Siria contenga cláusulas que amenacen con un ataque militar si Al-Assad no cumple con la entrega de los arsenales; aparecen análisis y reportes cada vez más numerosos sobre la dificultad para localizar y desactivar tales arsenales, e incluso ciertos informes de inteligencia hablan de que personal de Al-Assad ha estado dispersando en múltiples locaciones las armas, llegando al extremo de transferir parte de ellas a Irak y al Hezbolá libanés, aliados y cómplices del Presidente sirio. Así las cosas, poco hay de alentador en el curso que lleva este conflicto el cual dará todavía mucho de que hablar —y mucho que lamentar también— antes de que en un plazo seguramente largo, se detenga la espiral de violencia.

Mientras tanto, la situación de Egipto no ofrece tampoco visos de encaminarse a una estabilización. La fractura nacional derivada de la confrontación entre los islamistas de la Hermandad Musulmana y los militares que con apoyo de parte importante de la población operaron el golpe que derrocó a Mursi, sigue profundizándose. Crecen así las posibilidades de que el escenario de una guerra civil de larga duración similar a la que vivió Argelia en la década de los noventa, se establezca en el país del Nilo, con las nefastas consecuencias que traerían para la región la volatilidad e incertidumbre derivadas de ello. La proliferación de jihadistas y de ramas de Al-Qaeda a lo largo y ancho de esta convulsa región, aunada al activismo de Irán y sus aliados, quienes operan desde otra perspectiva también radical pero antagónica a los primeros, complica todavía más este escenario plagado de por sí de luchas sectarias.

La confusión y el caos constituyen así el terreno donde se despliega el quehacer político de las potencias internacionales que no pueden permanecer ajenas y pasivas. De ahí los pasos dubitativos, las ambivalencias y las maniobras contradictorias y desconcertantes que se van mostrando a través de las decisiones tomadas por Estados Unidos, sus aliados europeos, Rusia, China, la Liga Árabe y Turquía. Cada uno de estos actores parece estar improvisando cada jugada sobre la marcha, sin capacidad de sostener un proyecto congruente que dé consistencia a sus decisiones. Y es que se enfrentan a una realidad donde no hay blanco y negro, sino una revoltura de grises, todos ominosos, por lo que posibles soluciones, aunque fueran de alcances modestos y limitados, no existen por desgracia en el horizonte inmediato.


Fuente:excelsior.com.mx