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Enlace Judío México | Hace mucho que leo cuentos para niños. Y que miro con delectación las ilustraciones que contienen, el juego que son capaces de establecer estos dos tipos de artistas. He encontrado no pocas joyas en los estantes dedicadas a la “literatura infantil”. Pero, debo de decir algo de antemano. Sin duda esos libros estarán escritos para niños, pero yo los leo en clave de persona adulta. Sé que no es quizás lo más inteligente, y que habrá quienes (comenzando por los propios niños a los que van destinados) estén en mejor disposición que yo para ponderarlos en lo que valen.

Cuando descubrí que el escritor israelí David Grossman había escrito uno de esos libros (El abrazo, Sexto Piso, 2013), y que Michal Rovner lo había ilustrado, tiempo me faltó para leerlo. Me gustó tanto que llamé al autor a su casa para decírselo. La llamada dio lugar a una conversación en la que me dijo cosas como estas:
“Mira, hacía tiempo que quería escribir ese libro. Nace de lo que he observado en los niños. Es una pequeña historia que trata de un niño que le lanza a su madre a bocajarro una pregunta sencilla, como las que hacen los niños, con frecuencia sin reparar en la profundidad de lo que están diciendo: Mamá, ¿acaso soy único en el mundo? Cuando la madre le contesta que en efecto así es, que no hay nadie, absolutamente nadie igual, y que eso hace de él alguien único y especial, el niño lejos de tranquilizarse se inquieta y quiere saber si eso significa entonces que está solo en la tierra. Esa es la cuestión sobre la que trata la historia. Las preguntas reiteradas del niño en esa dirección y las respuestas amorosas e inteligentes de su madre. Un diálogo y una meditación sobre el contenido de una gran pregunta. Alrededor se sitúa, como en la vida real, la niebla que envuelve esa clase de preguntas fundamentales, más en la mente aún inmadura pero ya muy viva de un niño. Y también el abismo que siente un mayor cuando es interpelado para que responda sobre algo que en el fondo le supera”.

“Te refieres a la posibilidad de proteger a ese niño”. “Claro, y por eso sólo puede abrazarle. Mi historia es como una carta dentro de una larga carta. Una carta sobre el amor y la soledad esenciales a cada persona. Una carta que pretende superar la estrechez de miras, la imposición demasiado frecuente de una lógica estrecha sobre los niños en la educación formal. Una educación que llega a constituir una des-educación (a miseducation) a una edad en la que habría que dejar que fluyese la capacidad espontánea que tienen los niños de indagar, aunque sea sin ver, sin ser capaces de responder o de comprender del todo las respuestas”. “Creo que te entiendo, muy bien, afirmo”.

“Es urgente dejar que los niños sueñen, dejarles que sean, sin presionarles: sólo así pueden desarrollar sus talentos, los fe cada uno, y aprender a ser tolerantes con los demás.” “Me han parecido bellísimas las imágenes de Michal Rovner”. “Ya lo creo que lo son. Cuando le llamé para proponérselo, se negó: no lo he hecho nunca… me contestó, pero creo que eso fue justamente lo que al final le decidió a aceptar. Y el resultado por su parte es extraordinario.”

Es un placer hablar con David Grossman. Admiro su obra pero, aún más, su actitud política (en el más amplio y noble sentido de esta palabra). Considero que es, junto a autores como Magris o con el difunto Heaney, uno de los verdaderos humanistas que quedan en las letras occidentales.

Por la noche leí el cuento a mi hija pequeña. Lo escuchó, miro los dibujos, me pidió que se lo leyera de nuevo. Cuando salía de su cuarto, me pareció oírle, ya casi dormida, esta otra pregunta: “Papá: ¿Y quién ha inventado las palabras?”.


Fuente:teinteresa.es