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LEÓN OPALÍN PARA ENLACE JUDÍO

La Alameda Central

La personalidad de los individuos que atraviesan por la etapa de la tercera edad manifiesta situaciones ambivalentes. Por una parte, tiende a ser reflexiva, controlada y paciente; por otra, resentida, al no haber logrado la gente metas que se había trazado, angustiada ante la expectativa de que “el tiempo de vida” se está terminando y aún existen aspiraciones por llenar.

Resulta difícil encontrar un punto de equilibrio entre impulsos que se contradicen; en este ámbito, creo que lo importante es que la gente busque reconciliarse consigo y con el mundo que lo rodea para lograr una tranquilidad interior, y partir, en su momento, en paz.

En la tercera edad la muerte de amigos o conocidos crea conciencia de que este es un suceso próximo; antes, básicamente los individuos perciben el fin de la vida de terceros. Así, ante la muerte de seres cercanos, conocidos, e inclusive, de amigos con los que tuve una relación hace cuatro o cinco décadas, como es el caso de Didie esta semana; con él compartí vivencias de afecto cuando ambos éramos miembros de una Organización Juvenil Judía en el segundo lustro de los cincuentas del siglo pasado, decidí comenzar una comunicación de reconciliación con terceros, primero con familiares.

Pienso que con serenidad podemos conversar para mejorar los vínculos interpersonales. No se trata de hurgar en el pasado y de hacer recriminaciones; sino de construir una relación armoniosa que nos enriquezca, que “borremos” obstáculos que se interponen y que muchos son ficticios o malos entendidos. El tender relaciones de afecto tiene que ser un proceso constante para tener éxito en la tarea de autoconciliación; hay que tener humildad y tolerancia.

En este contexto, Ari, mi nieto menor de 9 años, me llamó por teléfono para invitarme a un Concurso Literario en el que participaría; el evento, a media semana, fue en el Centro Deportivo Israelita a las 7:00 p.m.; de inmediato pensé en el trayecto de una hora y media para llegar en el congestionado periférico a esa hora, y otro tanto de regreso; me sobrepuse a esta perspectiva y al otro día, acompañado con mi hijo menor, asistimos al Concurso. Lo cierto es que Ari “me dio cuerda” por varios días; tranquilo y seguro en el escenario declamó un poema de su creación sobre la bandera mexicana, utilizó un lenguaje propio de su edad que expresó con gran sentimiento y espíritu nacionalista.

Otro acontecimiento gratificante para mí, fue el video que desde Petra, en Jordania, me envió mi nieta mayor, Sari. Se notaba muy emocionada por estar en ese sitio que repetidamente le aconsejé visitar. En Crónicas pasadas he mencionado mi sentimiento hacia Petra, a través de Sari pude estar en ese sitio, y ella lo percibió ¡qué bueno que la vida nos pinte bien!

Pasando a otros temas hace poco tiempo visité con mi esposa la Alameda Central de la Ciudad de México; escenario de mis juegos infantiles con mi hermana Java; allí acudíamos frecuentemente por su proximidad con mi hogar en los años cuarenta del siglo pasado. La Alameda Central “el viejo jardín virreinal, imperial y republicano” como lo llamó el historiador Efraín Castro Morales, durante más de cuatro siglos ha contemplado el devenir histórico de la Ciudad de México.

La Alameda se inauguró en 1592, su territorio era a el doble de extensión en relación a los 40,000 metros cuadrados del presente; este parque fue en el pasado uno de los lugares mas visitados de la Ciudad los fines de semana; en él, sobre la Avenida Juárez, el presidente Porfirio Díaz mandó construir en 1910 el Hemiciclo de Mármol en honor a Benito Juárez y colocó en la zona oriente el Kiosco Morisco que donó el gobierno de Francia para conmemorar la llegada del siglo XX y que posteriormente fue trasladado a la Alameda de Santa María de la Rivera, donde hace más de una década llevaba a mis hijos pequeños a escuchar operas interpretadas por tenores y sopranos mexicanos que hoy día son figuras de este género. Asimismo, la Alameda Central cuenta con 16 fuentes (cuatro agregadas el año pasado) esculturas y monumentos como el dedicado a Beethoven.

Con el tiempo, por insuficiente mantenimiento, la contaminación atmosférica y la falta de civilidad de los visitantes, se deterioró severamente la emblemática Alameda. En 1967 tuvo un remozamiento mayor con motivo de los Juegos Olímpicos. Sin embargo, paulatinamente su conservación se abandonó; tuvieron que pasar 45 años para una nueva “restauración” a fondo del parque, donde se aplicaron tecnologías modernas en materia de iluminación, y de riego, y se llevó a cabo una amplia reforestación del mismo. No obstante, en nuestra visita a la Alameda en domingo, nos quedamos desilusionados ante la abundancia de basura, incluso la había en una fuente; había también vendedores ambulantes y la gente retozaba en el pasto maltratándolo. La otrora elegante Avenida Juárez, centro de atracción del turismo internacional en los cuarentas, cincuentas y principios de los sesentas, ahora presenta un aspecto desagradable; los bellos edificios de los veintes y treintas fueron substituidos por construcciones sin el mínimo toque artístico, e incluso algunas de ellas, con un aspecto “monstruoso”, como la del edificio de la Secretaría de Relaciones Exteriores. En resumen la Avenida Juárez no encaja con el entorno del Centro Histórico que la rodea.

Recuerdo con nostalgia la Avenida Juárez con sus tiendas para turistas; en una de ellas trabajó mi hermana mayor en los cincuentas; se trataba de un establecimiento que vendía artículos finos de piel; era propiedad de una familia judía religiosa, cerraban la tienda los sábados. El hijo de esa familia, León, fue condiscípulo mío en la escuela Yavne, y más tarde se convirtió en rabino de la comunidad judía en la Ciudad de México; hoy día reside en EUA.

Recientemente se anunció que en el Centro Histórico de la Ciudad de México se instrumentaría un nuevo programa para revitalizarlo bajo la batuta financiera del empresario Carlos Slim; espero que se corrijan todos los atropellos que le han causado las incultas e ineficientes administraciones del PRD.