MAURICIO MESCHOULAM
Nací al final de los sesentas. Llegué con el invierno de un año en el que todo sucedía: Hey Jude y Yellow Submarine, la Primavera de Praga, Vietnam en su pico, las marchas de Martin Luther King, el lunes sangriento de las protestas estudiantiles en Paris, el asesinato de Warhol y de Robert Kennedy. Nací con la sangre de Tlatelolco y los juegos olímpicos que pretendieron ocluirla solo 10 días después. Nacimos en un entorno en el que todo era movimiento, rock, protesta e inconformidad con lo establecido.
Unos pocos años después, lo establecido se impuso y todo se calmó, al menos eso es lo que sentí cuando era niño. Y esa, la calma, no la protesta ni el cambio, es lo que recuerdo de mi infancia.
Recuerdo mañanas de Parque México, tardes de café con leche. Recuerdo que el tranvía aún funcionaba en Insurgentes. Recuerdo paredes pintadas de PRI en un sistema político en el que ese partido contendía solo consigo mismo. “¿Para qué pintan las paredes…”, le preguntaba yo a mi padre, “…si solo hay un candidato?” Recuerdo a López Portillo llorando en sus discursos, inflamado en su propia retórica. Y recuerdo no haber sentido compasión alguna por sus lágrimas de papel.
Nos llaman la generación equis y quizás alguien pensaría que eso tiene que ver con la pasividad que marcó nuestra niñez, con el contraste entre nosotros y los grandes movimientos de la generación que nos precede. Y sí, de pronto, nos sentíamos viviendo a la sombra de los sesentas. Nos sabíamos todas las canciones de artistas que ya no cantaban o se habían muerto. Recitábamos teorías, corrientes, historias pasadas. Teníamos una especie de hippiemanía combinada con beatlemanía revolucionaria, una nostalgia aspiracional.
Mi mundo, sin embargo, un día se empezó a transformar de raíz, y toda la calma y las certezas quedaron atrás. Vivimos el terremoto del 85 en plenitud. No solo el fenómeno natural, sino el social. Fuimos los semáforos humanos que dirigían el tránsito. Fuimos repartidores de medicinas, preparadores de tortas y despensas. Visitamos las zonas destruidas en busca de algo qué hacer por los vecinos en desgracia. No nos importaba la escuela, ni lo que nos dijeran en casa acerca de dónde nos metíamos. Algunos dicen que en esa época nació la sociedad civil mexicana como tal. Si eso es verdad, entonces mi generación no solo la vio nacer. Mi generación es la sociedad civil que nació.
Somos la generación de la Perestroika y la Glasnost. Vimos el muro de Berlín completo, con todo su grafiti cargado de angustia. Y vimos también los mazos que lo derrumbaron. Atestiguamos con emoción los cambios en Polonia y en Hungría. Vimos con preocupación la sangre de Rumania. Nos amanecimos con el fin de la URSS, con el “Nuevo Orden” bushiano y sus bombas inteligentes.
Vimos al PRI caer y lo vimos también sobrevivir. Estuvimos cuando Salinas nos llevó al primer mundo, y estuvimos también cuando nos regresó, directo y sin escalas, al tercero. Vimos a Cuauhtémoc Cárdenas marchar incansable decenas, quizás cientos de veces. Estuvimos el día en el que Muñoz Ledo interpeló a De la Madrid, el día en que el PAN ganó su primera gubernatura y años después la presidencia, el día que nació el PRD, el día que ganó sus primeras elecciones y el día en que nos enseñaron las ligas y los billetes en vivo por televisión.
Escuchábamos a Gutiérrez Vivó cuando en la radio las mesas políticas no estaban aún de moda. Leíamos a Lorenzo Meyer en el Excélsior. Vimos nacer y crecer a La Jornada y años después al Reforma, su conflicto con los voceadores y a Germán Dehesa vendiendo periódicos en las calles. Estuvimos ahí, en la última transmisión de 24 Horas de Zabludovsky.
Crecimos con teléfonos de disco, en un mundo en el que no había teléfonos móviles, en el que las citas se respetaban o se perdían. Pero también nos tocó el nacimiento de la calculadora electrónica, y los juegos de futbol americano con maquinitas en las que los jugadores eran rayitas y las pelotas puntitos. Aprendimos a programar en BASIC computadoras Radio Shack de 64K y a imprimir a velocidades de 10 páginas por hora, lo que nos parecía simplemente fascinante.
Y un día también, vimos nacer la Mac, el Internet, el Yahoo y el “You’ve got mail” de AOL, luego el ICQ, el Google, el chat de Hotmail, el Facebook y el Twitter. Nos tocó jugar con los primeros celulares que existieron. Esos que hoy nos parecen tabiques y yunques, y que en su momento nos parecían espectaculares máquinas del futuro hechas realidad. En unos pocos años pasamos del acetato y el cassette al CD y al DVD. Poco después ya estábamos en el MP3 y en el iPod.
Mi generación es testigo y en buena medida también autora del cambio cultural que sobrevino por esos inventos, por la revolución de la información, de la tecnología, por la revolución de los medios. Estuvimos antes de todo. Estamos también ahora.
Muy a pesar de nosotros, la edad se nos vino encima. Crecimos y nos hicimos adultos. Paulatinamente el cabello se nos pinta de blanco. Somos madres, padres y nos desbordan las responsabilidades. Aún escuchamos la música que nos marcó, y pagamos oro por ir a conciertos donde un viejo grupo o cantante, además de seguir cantando maravillas, nos recuerda que ya no tenemos 25 años.
Así que unos dicen que somos el sándwich, otros dicen que somos el factor transformador. Yo no sé si es lo uno, lo otro, o un poco de las dos cosas. Lo que sí sé es que estamos en esa edad en la que inescapablemente nos tenemos que dar cuenta que el mundo no es otra cosa que lo que hemos hecho de él. Con todas sus virtudes y todos sus defectos. Ya no funciona el pretexto de culpar a nuestros padres por todo lo que anda de cabeza. Tampoco es aún el tiempo de abandonar las tareas que hemos empezado. Este planeta, lo sepamos o no, sigue estando en nuestras manos.
Fuente: Arenas Movedizas
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