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ESTHER SHABOT

Enlace Judío México | Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, el nacionalismo árabe estuvo en ascenso. Fundada en 1945, la Liga Árabe, como organismo representativo de los Estados árabes que se iba consolidando, fue expresión de un eje de identidad compartida entre los pueblos de lengua y tradición árabes. Si bien nunca dejó de haber conflictos y hasta confrontaciones bélicas de alcances limitados entre sus 22 miembros, por mucho tiempo prevaleció la suficiente solidaridad interna como para sostener una agenda mínima común de cara al devenir político internacional. Sobre todo fue el no reconocimiento del derecho de Israel a existir —y por ende la hostilidad contra el Estado judío— el cemento que mantuvo la unión de los diversos regímenes árabes estructurados, ya sea como repúblicas o como monarquías hereditarias, plagadas ambas modalidades de prácticas dictatoriales, represivas y antidemocráticas.

El mayor auge en la vida del nacionalismo árabe se localizó sin duda en la época del presidente egipcio Gamal Abdel Nasser, quien se convirtió en el más destacado abanderado del panarabismo luego de la nacionalización del Canal de Suez y la efímera erección de la República Árabe Unida (RAU), que fusionó en un solo Estado a Egipto y Siria, y que duró de 1958 a 1961. El panarabismo encarnaba entonces una ideología y un proyecto que aspiraba a la paulatina unión de los diversos países árabes, a fin de formar un bloque más o menos homogéneo, capaz de convertirse en un formidable polo de poder regional e internacional.

Sin embargo, los sucesivos fracasos económicos, políticos y militares que aquejaron a los regímenes en cuestión empezaron a erosionar poco a poco el ímpetu del nacionalismo panárabe. Las derrotas en diversos frentes y los intereses encontrados profundizaron las fisuras preexistentes. En 1979, Egipto, el gran conductor del proyecto, fue expulsado de la Liga Árabe en razón de su acuerdo de paz con Israel, siendo readmitido sólo hasta 1987. Por su parte, los países petroleros del Golfo perseguían su propia agenda, que hacia fines de la década de los ochenta encontró en el Irak de Saddam Hussein a su más acérrimo y amenazante enemigo. La emergencia de aspiraciones hegemónicas regionales de la República Islámica de Irán, nación no árabe, generó, por su parte, mayores divisiones en el mosaico árabe. Las alianzas tradicionales quedaron así rotas y trastocadas, al tiempo que la disolución de la URSS y del tradicional esquema bipolar del mundo generó nuevas turbulencias.

Echar una mirada al estado de cosas actual en el conglomerado árabe indica que hoy por hoy, prevalece un caos de intereses e ideologías que ha demolido la frágil unidad que alguna vez presentó el proyecto del nacionalismo árabe. El derrocamiento de los añejos regímenes de varios de los países de la zona, a raíz de la llamada Primavera Árabe, la incertidumbre consecuente, la emergencia del islamismo jihadista en sus versiones sunnita y chiíta, y las guerras abiertas donde grupos armados con banderas políticas y religiosas contrapuestas se masacran sin piedad, son ahora las realidades que aquejan a pueblos enteros. La madeja está más enredada que nunca y los grandes poderes internacionales, guiados en parte por sus propios intereses, no aciertan en desactivar esos polvorines, cuya complejidad crece continuamente. Basta observar la confusa dinámica de la Conferencia de Ginebra II, que trata actualmente el tema sirio, o el infernal crecimiento del terrorismo en Irak, para confirmar que cualquier remanente de aquel nacionalismo árabe de hace medio siglo ha desaparecido, tragado por las contradicciones, fanatismos y fracasos de la mayoría de los regímenes árabes de las últimas décadas.

Fuente:excelsior.com.mx