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Devastada por la corrupción, la FIFA se enfoca en Israel.

Hay pocas cosas en el mundo que amo tanto como la Copa Mundial. Cada cuatro años me enloquezco y evito cualquier otro compromiso humano. Recito los nombres del capitán de Camerún o del medio-campista de Croacia como si fueran mantras y aúllo mientras que los titanes del fútbol bloquean y se abren paso hacia la eterna gloria.

Pero este año es distinto.

Aún seguiré los partidos, gritaré, me emocionaré, pero cada patada me recordará que lo que veo es un espectáculo dirigido por una organización sumamente corrupta, que sacrifica su integridad, el espíritu deportivo y la santidad de la vida humana para ganar cuatro billones de dólares.

Recientemente, el New York Times reveló la existencia de un sindicato que arregló más de quince partidos antes del campeonato de 2010 en Sudáfrica. La organización con el nombre de Football 4 U International logró sobornar a una de las asociaciones de fútbol, contratando a sus propios árbitros para regir los partidos de manera que se consigan los resultados deseados por los pagadores.

Esta corrupción es mínima en comparación con lo que se espera en la Copa Mundial de 2022 que se celebrará en Qatar. La decisión de proporcionarle al emirato el privilegio de ser la sede del mayor torneo de fútbol es sumamente insensata, pues Qatar carece de tradición futbolista o de mínimas libertades civiles para realizar un evento deportivo de ésta índole. Su clima y condiciones políticas matan a los trabajadores migratorios encargados de construir los grandiosos estadios. Así, 184 inmigrantes de Nepal han perecido sólo en este año, y otras 4,000 personas están destinadas a morir hasta que suene el silbato del primer partido en ocho años más.

Entonces, ¿cómo es que Qatar tendrá el privilegio de ser la sede de la Copa Mundial? Muy sencillo. La respuesta está en los cinco millones de dólares en sobornos, según el reporte del Sunday Times de Gran Bretaña, incluyendo 1.6 millones a Jack Warner, ex vice presidente de la FIFA y transferencias en efectivo destinadas a por lo menos 25 altos funcionarios de este organismo internacional.

Sepp Blatter, presidente de dicha organización, ha ignorado estas y otras acusaciones de corrupción sistemática. Tampoco ha tenido mucho que decir sobre Rusia, que será la cede del Mundial en 2018 luego que el mismo Vladimir Putin hospedó a un grupo de altos ejecutivos de fútbol en su casa de campo, mientras defiende la causa de su país y el racismo se prolifera en los estadios rusos. La invasión a Crimea, condenada por la comunidad internacional por lo menos debería de representar una pausa para la FIFA. Así como las leyes contra homosexuales vigentes en Rusia, que oprimen a la sociedad civil, los Juegos Olímpicos de Invierno en Sochi, comprobando que independientemente de cuanto presupuesto se desperdicie, Rusia es incapaz de construir la infraestructura necesaria para un campeonato mundial. Pero nada de esto influye en Blatter.

¿En qué piensa entonces el presidente del fútbol? En Israel, claro. En su mejor personificación de John Kerry, este mes Batter viajó a Jerusalén y Cisjordania para reunirse con funcionarios israelíes y palestinos a fin de resolver una disputa que se inició cuando estos últimos reclamaron que los atletas no pueden asistir a sus entrenamientos debido a las restricciones impuestas por los israelíes. Israel negó estas alegaciones y afirmó proveer concesiones de viaje a los palestinos. Sin embargo, Blatter citó a ambas partes en Sao Paulo antes del inicio del campeonato para finalizar este conflicto.

¿Será esto una broma, o simplemente un reflejo de la dinámica de la diplomacia mundial? La bien establecida línea de argumentación se refleja en el fútbol como metáfora para la globalización, sólo que ésta metáfora raramente ha sido tan negra. Corrupción, malicia, incompetencia y la inevitable obsesión con los judíos. No hay mucho que celebrar, dentro o fuera del campo de fútbol.

Fuente: Liel Leibovitz, Tablet