MAY SAMRA PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO

Tel Aviv, 1 de julio 2014- Dicen que los hijos se quieren por el sufrimiento invertido en ellos. En este sentido, Eyal, Naftali y Gilad fueron nuestros hijos por unos días.

Nosotros, los  del Pueblo Judío, y muchos de nuestros amigos, deseamos, quisimos, añoramos que volvieran a casa sanos y salvos. Gritamos sus nombres en las sinagogas y los pronunciamos en voz baja en nuestras casas. Rezamos. Respondimos “amén” a las plegarias. Cantamos tonadas en las cuales somos salvados de manos del enemigo. Leímos salmos. Rezamos. Bendita plegaria del impotente, grito a Quien es más fuerte que las manos, más grande que el cuchillo, más potente que el dolor. Clamor a Quien puede poner compasión en el ojo del tirano, para que sea clemente; porque cuando un niño está amarrado y amordazado, ya no es nada.

Aún así, era obvio. Diez y ocho días eran demasiados días. Los tres niños habían sido secuestrados y no había prueba de vida, ninguna organización clamaba responsabilidad por ellos, nadie pedía nada a cambio. Se escuchó un balazo en la grabación de la última llamada que hizo uno de ellos a la policía. Era obvio que estaban muertos. En el encuentro de periodistas judíos en Jerusalem, Maxine Dover, periodista israelí basada en los EE.UU, me lo dijo: “Los israelíes están buscando cadáveres”. Pero los soldados iban de casa en casa. Quizás escondieron a los niños en Hebrón o sus alrededores, en algún sótano inmundo. Quizás.

Y la madre de Naftali, Rachel Frenkel. Su sonrisa, su fuerza levantó los ánimos del pueblo. Admirable. Los días pasaban y ella, incólume, daba la pauta: nuestro amor los sostiene, volverán.  Y quisimos creerle. En la manifestación masiva en la Plaza Rabin, donde 80,000 personas llegaron de los lugares más recónditos de Israel, le dijimos: “Nuestra Comunidad está rezando por ellos”. Respondió: “¡Gracias México, no los olviden!”.

Ayer, encontraron a los muchachos. Pero sin alma.  Y nos quedamos con los brazos caídos, con la plegaria a medio decir.

Sí, nos unimos, ¿y qué?

Sí, fuimos uno, ¿y qué?.

Sí, olvidamos por unos días nuestras diferencias, ¿y qué?

Ni el amor de un pueblo sin fronteras, ni el grito de cientos de miles de bocas pudo cambiar la determinación de un solo hombre , educado en el odio y con la consigna de matar. Unos niños fueron esta noche asesinados por ser judíos. No por ser soldados, ni militantes. Por ser el Otro, el Otro cuya sola presencia nos carcome el alma, el Otro que no cabe en mi espacio vital.

Hay quien encontrará una lección, un aprendizaje en el asesinato de los niños que fueron nuestros unos días. Hay quien lo utilizará e interpretará para otros fines. Para mí, como madre, no hubo moraleja. No aprendí nada que no sabía sobre la bestialidad del hombre. Sólo quedó en mí un vacío abismal. Un silencio parecido al que rodeó la tumba improvisada y secreta de los niños. Un terror súbito como el que sus ojos expresaron antes de la muerte. Una desorientación cerrada al milagro, a la risa, a la esperanza, o esperanza tan dulce e engañosa que hace sonreír a las madres que llorarán mañana.

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