ARNOLDO KRAUS De mis padres heredé el Holocausto. Por ese legado aprendí a vivir sin más familia que mis padres y hermanos. Casi todos los posibles Kraus y Weisman fueron asesinados en Polonia. Todos eran muchos: sin nazismo yo hubiese podido jugar en la calle con algunos primos y gozar las festividades con familiares cuyos apellidos hubiesen sido los míos. En casa aprendí los sinsabores del destierro, las lacras de abandonar hogares, escuelas, amigos y el concepto “ser judío”.

Abandonar todo por la fuerza arruina la vida. Ser despojado del pasado, de la historia, de las tumbas, e incluso, en el caso de mi padre, del uniforme del ejército polaco, hiere. Dejar de ser quien eres, no pertenecer más a la tierra donde tu madre y tu abuela parieron, no pronunciar el himno del país que te vio nacer, y esconderte en bosques o chiqueros al lado del calor de los cerdos para enterarte, una vez que terminó la guerra que de todos los tuyos, el único superviviente fuiste tú, siembra heridas imperecederas.

En la casa paterna aprendí también la infinita gratitud hacia México. En la calle, en la escuela, y en la organización judía “de izquierda” a la cual pertenecí durante mi infancia y juventud, entendí ideas fundamentales como solidaridad, compasión, empatía. La pobreza era uno de los temas de esa organización. Por eso conocí el Valle del Mezquital. Ahí comprendí la crudeza de la vida y la responsabilidad hacia el otro. En esa organización discutimos el concepto de identidad, entuerto perenne para los judíos, y sus posibles implicaciones.

Los izquierdistas “de corazón” proponían dos caminos: o te asimilas y luchas desde la izquierda por México o te vas a vivir a un kibutz, a la postre, el mejor ejemplo de socialismo sano. Los izquierdistas “no tan izquierdistas” zanjamos sin problemas el intríngulis de la identidad: no existía conflicto entre ser mexicano y judío. Al contrario: ambas condiciones se retroalimentaban.

La “conflictiva judía” —el término es mío—, emerge cuando el ambiente se satura de clichés antisemitas y le recuerdan al judío que es judío y a los no judíos les aviva el atávico concepto de que los judíos son los responsables de todos los males del mundo, empezando por su supuesta adicción para matar y beber la sangre de niños cristianos (recomiendo leer El reparador, de Bernard Malamud), siguiendo con la idea, repetida hasta el hartazgo de que los judíos son los dueños del mundo (en la actualidad hay mil 300 millones de musulmanes, muchos con petróleo y 13 millones de judíos incluyendo a los israelíes), sin olvidar el culmen del antisemitismo, el líbelo Los Protocolos de los sabios de Sion (1902), traducido y reeditado más veces que el mejor libro de literatura.

Hoy la red y la opinión pública, a raíz del tristísimo enfrentamiento entre Israel y Hamas, se ha saturado nuevamente de imprecaciones contra los judíos. Israel es el actor más visible de la “conflictiva judía”; el resto son todos los judíos del mundo. El judío, sobre todo el laico —yo soy laico—, sólo es consciente de ese conflicto cuando se lo recalcan. En el israelí no fanático su ser judío se multiplica cuando el islamismo pretende borrar a su país del mapa.

Ernesto Sábato, escritor, no judío, admirable luchador social, definió con cordura lo que yo denomino “conflictiva judía”. En Apologías y Rechazos, en el ensayo, Judíos y Antisemitas, escribe “Como bien dice Sartre, el antisemitismo es una pasión, pero ningún antisemita admitirá que procede sino por razones. No obstante, y violando el principio de contradicción… el antisemita dirá sucesivamente —y aún simultáneamente— que el judío es banquero y bolchevique, avaro y dispendioso, limitado a su ghetto y metido en todas partes. Es claro que en esas condiciones el judío no tiene escapatoria. Cualquier cosa que diga, haga, o piense caerá en la jurisdicción del antisemitismo”.

Lo que hoy sucede en Gaza y en Israel es terrible. Condeno el exceso del ejército israelí y la matazón de gazatíes, cuya responsabilidad comparten los islamistas de Hamas. Me duelen por igual todos los muertos. Cada muerto es una vida truncada y cada niño debería ser como un hijo propio. Todo fanatismo enferma, todo fanatismo destruye. Detesto a los ultras de ambos mandos, aunque, paradójicamente, entiendo sus sinrazones: el odio alimenta todo.

Por mi pasado, por ser transterrado, porque simpatizo con el dolor de los deudos, porque comprendo la humillación de los palestinos, quienes, al igual que mis padres perdieron sus hogares, favorezco la creación de un Estado Palestino independiente, libre de israelíes y de Hamas. Lo que no entiendo es la adicción hacia el antisemitismo y el regodeo antijudío en las redes debido a la interminable guerra entre israelíes e islamistas.

Fuente: El Universal