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RAFAEL NARBONA

El pueblo judío ha construido su identidad mediante un Libro. Es algo insólito y asombroso, que revela la profunda relación entre el ser humano y las palabras. La identidad de cristianos y musulmanes también se ha forjado a partir de un texto, pero siempre existió un espacio geográfico y político que permitía consolidar las creencias y normalizar la vida comunitaria. Por el contrario, los judíos carecieron durante siglos de un suelo y unas instituciones que salvaguardaran su existencia como pueblo. De ahí que la Torá y el Talmud se convirtieran en la patria real y simbólica de una comunidad hostigada, segregada y maltratada, a veces hasta el exterminio. A pesar de la diáspora, los pogromos y la Shoah, el puedo judío ha llegado hasta nuestros días, logrando constituirse como Estado. 

Amos Oz (Jerusalen, 1939) y su hija, la historiadora Fania Oz-Salzberger, han recreado esta inaudita peripecia, señalando que incluso los ciudadanos israelíes escépticos y descreídos -ambos se declaran “ateos del Libro”- no pueden pensar en sí mismos, sin invocar la Biblia hebrea, una obra que interpela con el mismo vigor a ortodoxos, ateos o heterodoxos.

Ser judío significa amar, negar, relativizar o cuestionar las enseñanzas de profetas y rabinos. En el interior de cada judío, hay una biblioteca, salvo que la asimilación voluntaria o forzosa haya borrado su pasado textual. Esa circunstancia no es fruto del azar, sino de “un linaje de alfabetización”. Las familias judías han instruido desde muy temprano a sus hijos, pero no se ha tratado de una educación inflexible y dogmática, sino abierta y discursiva. Amos y Fania no ocultan la carga de intransigencia del judaísmo. De hecho, apuntan que el callejero israelí no incluye el nombre de Baruch Spinoza, excomulgado en 1656 por la comunidad judía de Ámsterdam por atribuir al ser humano y no a Dios la composición de la Biblia.

Sin embargo, los actos de intolerancia no han logrado extinguir la tradición de polemizar con los maestros, retando a su ingenio para resolver paradojas y objeciones. Esa costumbre ha actuado como una garantía de “innovación intelectual”, manteniendo un espíritu dialéctico semejante al de la pregunta socrática, siempre beligerante e insatisfecha. Para los judíos, “el mundo entero es un texto”. Esta frase, que habría agradado a Borges, explica la pasión por saber, desvelar e interpretar. La exégesis es lo genuinamente humano, pues no es posible contender con lo real y textual sin esbozar un ejercicio hermenéutico. Hemos “sustituido la fe por el asombro”, afirman Amos y Fania, evocando el impulso matriz de la filosofía, al menos según las palabras de Aristóteles, que al inicio de la Metafísica proclama: “los hombres comienzan y comenzaron siempre a filosofar movidos por el asombro”. Algunas traducciones prefieren hablar de admiración o perplejidad, pero con independencia de las cuestiones filológicas -en absoluto, menores o despreciables- parece indiscutible que el judaísmo es una incansable búsqueda de la verdad. “¿Por qué razón habría de importarnos que las historias bíblicas sean hechos o parábolas? […] Los buenos relatos encierran su propia forma de verdad”.

Los judíos y las palabras es un libro valiente, agudo e irreverente, que no elude ningún tema. En sus páginas se abordan los aspectos más espinosos de la historia judía: el papel de la mujer, la incontinencia verbal, el humor, el sentimiento de culpabilidad, la neurosis, el sexo. Auschwitz apenas ocupa unas líneas, pero se deja muy claro su carácter de hito trascendental, que destruye la concepción circular del tiempo presente en el Eclesiastés. Después de la Shoah parece obsceno escribir: “nada nuevo hay bajo el sol”.

Se ha dicho que el judío es el Otro, el Extranjero. No es falso, pero Amos y Fania proponen una definición más modesta. El judío es “un hombre de libros, un itinerante morador del mundo”. Creo que es una fórmula feliz y acertada. Solo añadiría una cosa. La idiosincrasia judía no es algo acabado, sino un proceso que continúa y que no excluye a los gentiles, pues como escribió Lévinas somos “rehenes” del existir ajeno y no es posible “escapar a la llamada del prójimo”, sin caer en lo inhumano. Si olvidamos que somos el guardián de nuestros hermanos, desperdiciaremos la enseñanza fundamental del judaísmo.

Fuente: elcultural.es