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SARA SEFCHOVICH

En dos casos recientes, Michoacán y Guerrero, se ha quitado del poder a gobernadores a quienes se les acusa de corrupción, de desatención a los problemas de sus estados y hasta de estar coludidos con la delincuencia (ellos mismos, sus subordinados y/o sus parientes), y en su lugar se ha colocado para sustituirlos, a funcionarios universitarios: un rector y un secretario general.

¿Por qué? ¿No se supone que para gobernar se requiere de experiencia, la cual sólo se consigue después de muchos años de participar en los distintos niveles de la administración pública?

Lo que estas selecciones indican es que precisamente lo que se busca es lo contrario: que quienes gobiernen tengan la menor relación posible con la estructura del poder establecido, pues ello no solamente los aleja de la cadena de complicidades y corrupción, sino que les asegura la confianza de los ciudadanos, algo que tiene, según los que la analizan, como Norbert Lechner y Francis Fukuyama, un peso determinante “en la cohesión social y en el bienestar económico de una sociedad” y es incluso “un lubricante para la cooperación.”

En efecto, las universidades públicas en nuestro país son instituciones confiables. Mientras que los diputados y senadores, sindicatos y partidos políticos, toda “la clase política” y toda la policía no cuentan con esa confianza (ni siquiera el Presidente de la República se salva), a las universidades se les otorga una alta calificación: “El más alto índice de confianza entre los mexicanos es el de las universidades públicas” afirma una encuesta levantada por el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, y algo similar resulta de una encuesta encargada por la Cámara de Diputados.

Escribe Javier Marías: ”Una de las más graves sensaciones que los ciudadanos tienen en las sociedades actuales es que tanto las autoridades como las empresas los están siempre estafando, o como mínimo, aprovechándose de ellos y eso crea a su vez una sensación de malestar e indefensión máximas que lleva a ver como enemigos a los políticos”.

La poca (o de plano nula) confianza que se tiene en las autoridades lleva en ocasiones a situaciones muy graves. Por ejemplo, la decisión de las personas de resolver sus problemas haciendo justicia por la propia mano, pues la policía nunca llega a tiempo cuando se la necesita, o la no obediencia a las leyes porque se considera que los legisladores solo las hacen para beneficiarse a sí mismos y a sus grupos políticos.

La confianza en las universidades públicas se ha ganado a pulso, a pesar de los esfuerzos de la derecha por desprestigiarlas y de los casos de varias de estas instituciones que desde el radicalismo de izquierda han hecho por sí mismas acciones que las han desprestigiado. Pero a pesar de esto, dentro del panorama nacional, son instituciones en las que hay ética (“un carácter, una forma de ser” dice la definición clásica) y moral (“costumbres, reglas que se aplican, normas que guían la conducta”), lo cual significa que, con todo y sus fallas, con todo y que es imposible considerar que se libran del todo de la corrupción, de la injerencia de intereses ajenos a ellas y hasta de la violencia, siguen siendo los mejores ejemplos de honestidad, trabajo y hasta pureza en lo político con que contamos en el país.

De allí que a sus miembros, por el hecho de serlo, se les atribuya ética y calidad moral, con lo que eso implica para la resolución de los problemas, porque como afirma Thomas Michael Scanlon, un profesor de Harvard que ha estudiado estas cuestiones, la dimensión moral afecta de manera significativa en lo que se permite y lo que no, en lo que se acusa y lo que se perdona y en el sentido que se le da a las acciones y a las palabras. Ojalá así sea en los casos citados porque urge.

Escritora e investigadora en la UNAM.
[email protected]
www.sarasefchovich.com

Fuente:eluniversalmas.com.mx