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BRET STEPHENS

 

Las disputas anteriores entre Washington y Jerusalén fueron por percepciones del Medio Oriente que diferían. Ahora la cuestión es cómo se percibe a sí mismo Estados Unidos.

Las conversaciones recientes con altos funcionarios israelíes están atravesadas por una sensación de incredulidad. Ellos no pueden comprender en qué se ha convertido la política exterior de Estados Unidos.

Ellos no saben cómo hacer cuadrar las promesas de Barack Obama con sus políticas. Ellos no llegan a comprender cómo un presidente que prometió trabajar hacia la abolición de las armas nucleares está presionando un acuerdo con Teherán que garantiza su proliferación. Ellos están asombrados por la indiferencia con la  que la administración accede a los juegos de poder de Irán, o en las victorias de al Qaeda en Yemen, o en el uso continuo de armas químicas por parte del régimen de Assad, o en los éxitos del ISIS en el campo de batalla, o en la decisión de Rusia de vender misiles avanzados a Teherán. Ellos se preguntan el motivo por el cual el presidente es tan solícito con las necesidades políticas de Alí Jamenei, y tan poco solícito para las de Benjamín Netanyahu.

En una palabra, los israelíes no se han dado cuenta aún que hoy Estados Unidos no es lo que era ayer. Ellos tienen que empezar a pensar en lo que sigue a continuación.

El enfoque más tentador es esperar que Obama se vaya y esperar días mejores con su sucesor. Israel y Estados Unidos han pasado malas épocas antes — bajo Ford en la década de 1970, Reagan a principios de la década de 1980, Bush a principios de la década de 1990, Clinton a fines de la década de 1990. La sociedad siempre ha sobrevivido a quienes detentaron cargos públicos.

Entonces, ¿por qué debe ser diferente esta vez? El 70% de los estadounidenses ven a Israel bajo una luz favorable, según una encuesta Gallup de febrero. Los candidatos presidenciales de ambos partidos profesan todos una amistad inquebrantable con el estado judío, y los candidatos republicanos de hecho lo creen. La política exterior  de Obama es ampliamente impopular y probablemente más así a medida que continúan rodando los fiascos.

Sin embargo, esta vez es diferente. Por dos razones, principalmente.

En primer lugar, las abdicaciones meso-orientales de la administración están creando una serie de realidades irreversibles para las cuales no hay respuestas estadounidenses preparadas. Tal vez hubo cosas que un presidente estadounidense podría haber hecho para ayudar a rescatar a Libia en el año 2011, a Siria en el 2013, y a Yemen el año pasado. Eso fue antes que fuera demasiado tarde. ¿Pero qué puede hacer exactamente cualquier presidente con respecto al caos que se está desarrollando ahora?

Shakespeare escribió que había una marea en los asuntos de los hombres “la cual tomada en pleamar, lleva a los hombres a la fortuna.” Barack Obama siempre perdió la pleamar.

Ahora el presidente nos está haciendo marchar más allá del punto de no retorno en un Irán nuclear y desde ahí a un Medio Oriente nuclear. Cuando eso suceda, ¿cuántos estadounidenses estarán dispuestos a que su presidente intervenga en el duelo nuclear de otros? Los estadounidenses pueden amar a Israel, pero en parte eso es porque ni un sólo soldado estadounidense ha muerto jamás luchando en su nombre.

En otras palabras, Obama está legando no sólo un Medio Oriente más peligroso sino también uno que el próximo presidente no querrá tocar ni regalado. Eso deja solo a Israel para lidiar como mejor pueda con una colección de amenazas que se va ampliando: miles de misiles más para Hezbollah, pagados por el alivio de las sanciones para Teherán; el ISIS sobre las Alturas del Golán; un Irán a salvo de cualquier ataque israelí concebible gracias a los misiles rusos.

La segunda razón se deduce de la primera. Las disputas previas entre Washington y Jerusalén fueron principalmente por percepciones del Medio Oriente que diferían. Ahora la cuestión principal es cómo se percibe a sí mismo Estados Unidos.

Comenzando con Franklin Roosevelt, todo presidente estadounidense asumió la visión que la fuerza en el exterior y la fuerza en casa se reforzaban mutuamente; que la seguridad global nos hacía más prósperos, y que la prosperidad nos hacía más seguros.

Entonces llegó Obama con su mantra de “construcción de la nación en casa” y su noción de que una política exterior activista es una amenaza para la democracia social que él busca construir. Bajo su gobierno, la política interna y exterior han sido tratadas como un juego de suma cero: Si quieres más de la primera, haz menos de la última. El resultado es un mundo de desorden, y un Israel que, por primera vez en su historia, debe buscar su seguridad con un Estados Unidos que, diga lo que diga, no respalda a nadie más que a sí mismo.

¿Cómo hacer esto? Recordando lo que fue capaz de hacer durante los primeros 19 años de su existencia, otro período en que Estados Unidos fue un amigo ambivalente y a menudo sospechoso e Israel era más estado advenedizo que una nación de emprendimiento.

Ese era un Israel que estaba preparado para asumir apuestas estratégicas porque sabía que no podía permitirse esperar los acontecimientos. No consideraba que la “legitimidad internacional” era un pre-requisito para la acción porque también sabía lo poco que valía tal legitimidad. Comprendía el valor del territorio y terreno, no menos porque tenía tan poco de él. Construyó su poder de disuasión tomando constantemente la iniciativa militar, no construyendo armas defensivas maravillosas tales como la Cúpula de Hierro. No importaba actuar como un independiente en política exterior, y a veces incluso un pícaro, cuando las circunstancias lo demandaban. “La pequeña Israel valiente” se ganó el respeto del mundo y no le importó, mucho menos rogó, su aprobación moral.

Quizás el próximo presidente estadounidense rescatará a Israel de tener que aprender nuevamente lo que una vez supo. Los israelíes serían sabios en no contar con ello.

Fuente: The Wall Street Journal

Traducido por Marcela Lubczanski para Enlace Judío México