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JOAN B. CULLA I CLARÀ

Resulta llamativo que, cuando la sangre de las víctimas aún no había sido limpiada del todo, surgiera otra vez la beata cantinela: “¡sobre todo, no caigamos en la islamofobia!”

La magnitud de las matanzas va en aumento, pero la pauta de las reacciones sigue siempre el mismo patrón. De entrada, bajo la conmoción, hay una condena unánime y una solidaridad sin paliativos: en enero, Je suis Charlie; ahora, Je suis Paris. Pero luego, muy pronto, empiezan a surgir desde determinadas franjas de opinión o de análisis los matices, las salvedades, las reservas, las reticencias: después de todo, esos dibujantes corrosivos de Charlie Hebdo eran unos provocadores y unos irresponsables capaces de herir los sentimientos religiosos de cientos de millones de personas, de modo que Je suis pas Charlie; en cuanto a los muertos del supermercado Hypercacher, se trataba de judíos, ¿no? Pues de algo serían culpables, como mínimo de simpatizar con Israel…

En los ataques del pasado viernes, los objetivos fueron indiscriminados…, aunque puede que no tanto. Entre todos los locales parisinos (discotecas, salas de fiestas, bares musicales, etcétera) repletos de gente a aquella hora, ¿por qué fue escogido el Bataclan? ¿Tal vez porque ha sido durante cuatro décadas —y hasta hace dos meses— propiedad de judíos y, como tal, blanco de los reiterados escraches de grupos antisionistas? ¿Quizá porque el grupo musical en cartel, Eagles of Death Metal, había actuado en Tel Aviv el pasado julio contraviniendo las consignas de boicot? A saber.

En cualquier caso, lo significativo no es que, al iniciar su asalto a la sala Bataclan, los terroristas gritasen “os vamos a hacer lo que vosotros nos hacéis en Siria”. Lo inquietante es que, a las pocas horas, voces respetables sostuvieran la misma tesis. Por ejemplo, el inclasificable filósofo Michel Onfray escribía: “Francia debe poner fin a su política islamófoba. Derecha e izquierda, que han sembrado internacionalmente la guerra contra el islam político, cosechan nacionalmente la guerra del islam político”.

¿Es el ISIS el islam político? En vez de combatirle militarmente, ¿deberíamos reconocerle e intercambiar embajadores con él? Resulta bien llamativo que, cuando la sangre de las víctimas aún no había sido limpiada del todo, surgiera otra vez la beata cantinela: “¡sobre todo, no caigamos en la islamofobia!” No, no caigamos en ella. Pero, para evitar tal riesgo, ¿es preciso cerrar los ojos a la realidad y sostener —como han hecho ya algunos presuntos expertos y ciertos corresponsales de diarios de orden— que la religión apenas tiene nada que ver con ese terrorismo, puesto que la gran mayoría de los yihadistas poseen una pobre formación doctrinal en materia de islam? ¿Acaso para asesinar en nombre de Alá se requiere ser teólogo diplomado por la Universidad de Al-Azhar?

Esta tendencia reiterada a buscarle al terror islamista sólo causas socioeconómicas (la tasa de paro, la situación en las banlieues…), personales (familias desestructuradas, jóvenes mal integrados) o incluso psiquiátricas refleja lo que el recién desaparecido André Glucksmann llamaba “el miedo a hablar mal del mal”. La masacre de París muestra una vez más la dificultad del grueso de las comunidades musulmanas en Europa para aceptar que el mal anida en su seno —en ciertas mezquitas, en determinados predicadores…— y, una vez admitido eso, para contribuir a aislarlo, denunciarlo y extirparlo de ahí.

La tragedia del 13 de noviembre evidencia también las graves dificultades de alguna izquierda europea para entender que no todos los males del planeta son culpa de Occidente, y que no todo cuanto surge del mundo araboislámico, aunque parezca antiamericano, y anticapitalista, y antisionista, y…, es bueno y digno de simpatía. Ya han visto la reacción del líder de Podemos, Pablo Iglesias: nada de pacto antiyihadista, admonición a no caer en la “venganza” y una referencia a la invasión de Iraq, como si el espectro del “trío de las Azores” justificase cualquier cosa, desde Madrid 2004 a París 2015.

Permítaseme añadir que la fascinación izquierdista hacia el islamismo radical tiene mérito. No sólo moral, visto el grado de barbarie que primero Al Qaeda, y después el ISIS, han mostrado tanto en sus ataques contra Occidente como en sus atrocidades en Oriente Medio. También mérito cultural: basta leer el comunicado de Estado Islámico reivindicando “la muerte de no menos de cien cruzados” en París, la mayor parte en la sala Bataclan, “donde cientos de apóstatas se habían reunido en una fiesta de prostitución y libertinaje”. Que ese integrismo medieval merezca la indulgencia de gentes pasadas por el marxismo, es algo que escapa a mi capacidad de comprensión.

Joan B. Culla i Clarà es historiador

Fuente:elpais.com