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ESTHER SHABOT

 

Gracias a las ventajas que Turquía posee resulta inevitablemente un actor de primera línea en el drama catastrófi-co derivado de la guerra en Siria.

El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, se ha convertido en una figura cada vez más conocida en el mundo por el protagonismo que su país ha tenido a partir de las crisis desatadas por el conflicto en Siria y por el activismo terrorista del Estado Islámico (EI). A lo largo de los 12 años en que Erdogan ha dirigido los destinos de Turquía ha sido notable cómo de forma especialmente oportunista navega entre aguas turbulentas según sopla el viento, sin que necesariamente exista una mínima congruencia entre lo que dice hacer y lo que en realidad hace. Ejemplos no han faltado: dice respetar y promover la democracia y los derechos humanos y al mismo tiempo encarcela constantemente periodistas que le estorban, reduce los espacios para la libre práctica de otras religiones y reprime a la disidencia y a las minorías a veces sutil y a veces brutalmente. Pero en estos últimos meses, esa personalidad maquiavélica en extremo, ha llegado a niveles alarmantes debido a que sus alcances rebasan con mucho las fronteras de la propia Turquía.

Gracias a las ventajas que Turquía posee —su ubicación geográfica estratégica europeo-asiática, su pertenencia a la OTAN, su vecindad con Siria, Irak, Irán, Grecia, Bulgaria, Georgia, Armenia y Azerbaiyán—  además de sus dimensiones demográficas y económicas, resulta inevitablemente un actor de primera línea en el drama catastrófico derivado de la guerra en Siria y sus enredadas consecuencias. Y no cabe duda que el expediente acerca de las acciones turcas a este respecto no puede juzgarse más que como desconcertante, en el mejor de los casos, o como el arquetipo más acabado de una mezcla aberrante de hipocresía y cinismo, en el peor.

Oficialmente, Turquía es miembro de la OTAN y se pliega a sus compromisos; es también un enemigo del régimen de Bashar al Assad al que repudia y quiere ver destruido, y del mismo modo se presenta como parte de la coalición contra el EI, el cual, por cierto, fue responsable de un magno atentado terrorista en Suruc, Turquía, en julio pasado. Sin embargo, existen pruebas cada vez más numerosas de que a pesar de haber abierto su base en Incirlik a Estados Unidos para combatir al EI, los ataques turcos a posiciones de esta salvaje entidad han sido notables por su escasez y su inocuidad. Ello en contraste con la contundencia de los embates de las fuerzas turcas contra de posiciones kurdas, las cuales son, al parecer, el blanco prioritario del régimen de Erdogan, debido a su añejo conflicto con el PKK.

Por otra parte, parecen tener cada vez más sustento las aseveraciones rusas de que Turquía ha estado comprando clandestinamente petróleo al EI y que tal vez eso fue lo que incidió en su decisión de derribar al avión ruso, derribo que generó una crisis más, añadida a la ya de por sí candente situación tras los atentados en París y Mali. Sin embargo, a pesar de las sanciones rusas contra Ankara consistentes en un cese de intercambios económicos y turísticos, Erdogan ha podido mantener el respaldo de la OTAN y no sólo eso. La Unión Europea le acaba de asignar un monto de tres mil millones de euros anuales a fin de contribuir al mantenimiento de los refugiados sirios dentro de territorio turco de tal suerte que con tal ayuda se detenga el flujo humano que desde ahí pretende trasladarse a Europa. Incluso, Angela Merkel le ofreció a Erdogan retomar con seriedad el proyecto de inclusión de Turquía en la Unión Europea, proyecto que ha estado prácticamente congelado durante los últimos años. ¿Quiere decir todo esto que la doblez del régimen de Erdogan a fin de cuentas le redituará positivamente? Por lo pronto, no hay respuesta a ello. En el intrincado escenario prevaleciente, el resultado final es aún incierto, aunque hay cada vez evidencias más claras de que el gobierno turco está jugando con fuego.

Fuente:excelsior.com.mx