Mucha gente se queda extrañada cuando lee la Biblia y luego compara lo que allí encuentra con el Judaísmo moderno. Con mucha frecuencia, escucho críticas que señalan que los judíos “hemos abandonado la verdadera Torá”. La Parashá (sección semanal de la Torá) Yitró es un buen pretexto para explicar cómo funcionan algunas cosas.

17 YitroIRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – En la Parashá de esta semana tenemos tres relatos que llaman poderosamente la atención: el primero es el reencuentro de Moshé con su suegro Yitró, sacerdote madianita; el segundo es el nombramiento de jueces (por recomendación de Yitró); y el tercero es la entrega de la Ley en Sinai, cuyo momento emblemático es la presentación de los Diez Mandamientos.

Ahora volvamos a la cuestión que planteamos al inicio: ¿Realmente Israel se ha apartado de la Torá?

Depende de cómo se enfoque esa idea. Si por “apartarse de la Torá” hay que entender que ya no ejecutamos (pena capital) adúlteras, hijos rezongones o gente que viola Shabat, puede decirse que sí; si hay que incluir que ya no aceptamos el esclavismo o la poligamia, también.

Todo eso, nos guste o no, es parte de la Torá. O más bien, parte de la sociedad y la época en la que Moshé presentó la Torá a Israel.

Pero mi pregunta es: ¿Acaso existe algún grupo religioso que, en nombre de la Torá, aplique semejante barbaridad de prácticas? La realidad es que no. Siempre que me topo con alguien que suelta su crítica contra el Judaísmo, le pregunto si él mata adúlteras y defiende el esclavismo, y entonces empieza lo bueno: las evasivas, las respuestas ambiguas, los cambios de tema. Todo con tal de no querer admitir que él tampoco lo hace, porque sabe que le voy a decir “ah, entonces tú tampoco la cumples al pie de la letra; ¿de qué te quejas?”

Al final, por una u otra razón, terminan diciéndome que ellos son parte de algo así como “una nueva manera de entender la Torá” donde todo eso puede quedar excluido. Simpáticos los muchachos: resulta que ellos sí pueden torcer la literalidad de la Torá, pero nosotros los judíos no.

El Judaísmo es una religión que siempre ha entendido que la literalidad no funciona de manera universal. Gracias a ello ha sabido adaptarse a cada momento, y ha resuelto con éxito cada reto impuesto por la evolución de la sociedad. Entiende que lo importante está en la esencia de la Torá, no en la redacción de la letra.

¿Por qué? Porque la redacción obedece a las necesidades de una época que ya quedó atrás por miles de años, y eso no nos resulta útil hoy en día. O peor aún: ni siquiera nos reta a ser mejores.

Paradójicamente, el Judaísmo se resiste terminantemente a que la letra de la Torá cambie. Se aferra a preservar el texto tal y como está porque lo reconoce como “sagrado”.

¿Para qué conservar intacto un texto que ya no se aplica de manera literal porque se admite que su redacción puede resultar anacrónica (como en eso de matar adúlteras o tener esclavos)?

Pongamos un ejemplo: uno de los Diez Mandamientos dice “no codiciarás la casa de tu prójimo, no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo”.

Es una frase que, hoy en día, nos debe parecer terrible. Recalco: nos debe parecer terrible. ¿Por qué? Porque la mujer queda equiparada con “las cosas del prójimo”. Es decir: antes que nada, “mi prójimo” es un varón. Luego, la mujer es propiedad del varón. Por eso no debo codiciar ni la casa, ni la mujer, ni el buey, ni el asno de mi prójimo.

Pero no exageremos. El texto no es brutal. Solamente es… antiguo. Es un texto elaborado en una época en la que toda la sociedad entendía así las cosas. Hombres y mujeres por igual. Esto significa que estamos hablando de una época donde la mujer podía ser usada, intercambiada o manipulada como cualquier objeto.

En realidad, este mandamiento, EN ESE CONTEXTO, representó un punto a favor de la mujer, porque se estableció que la Ley tenía que protegerla, junto con las demás pertenencias del varón.

Entonces, ¿cuál es la esencia del mandamiento, la que debe ser preservada? Hace setenta años se hubiera podido contestar que la esencia estaba en proteger y mejorar las condiciones de vida –sobre todo, el estatus legal– de la mujer.

Pero, cosa curiosa, la sociedad sigue evolucionando y en muchos lugares esa adaptación ya resulta anacrónica. Y es que en muchos países la mujer ha roto todas las trabas tradicionales y legales propias de otras épocas, y tiene acceso a cualquier rol dentro de la sociedad. En otros muchos lugares donde todavía eso es un proceso inacabado, se intenta concientizar a la gente sobre la importancia de la equidad de género.

Así evolucionan siempre las sociedad, al punto de que a las comunidades más liberales en esta materia ya les resulta igualmente anacrónico y desfazado decir que “no hay que codiciar al burro o a la mujer del prójimo varón”, que decir que “hay que luchar para mejorar el estatus legal de la mujer”.

Por eso, las adaptaciones continúan: hoy ya no sólo se trata de mejorar el estatus legal de las mujeres, sino de todos los grupos vulnerables. Y no sólo se trata de ponerle cotos al “codiciar a la mujer de mi prójimo”, sino también –por decirlo de un modo coloquial, y válgase el barbarismo– “codiciar al hombre de mi prójima”. Y los activistas a favor de los derechos lésbico y gays dirán que también “codiciar a la mujer de mi prójima” o “codiciar al hombre de mi prójimo”.

Es decir, todos parejos.

¿Por qué, si al final de cuentas la evolución de la sociedad nos va a obligar a ampliar nuestras perspectivas, nos obstinamos en mantener la redacción más arcaica?

Porque si cedemos a la tentación de “modernizar” el texto de la Torá, habremos cometido el error que se quiere evitar: creer que ya logramos la interpretación definitiva del texto bíblico.

Imagínense si hoy en día un tribunal rabínico dictaminará que el texto de la Torá, en ese versículo, va a cambiar a “no codiciarás a la pareja de tus conocidos o conocidas”. Muchos lo celebrarían, probablemente. Pero también estarían tentados a pensar que hecha la actualización, ya no es necesario volverlo a hacer.

Y les garantizo una cosa: dentro de cien, doscientos o mil años, esa redacción que acabo de proponer va a resultar anacrónica y vetusta, porque las sociedades siempre cambian y evolucionan.

La genialidad de preservar intacto el texto antiguo es que nos obliga, inequívocamente, a adaptarlo a nuestra realidad por su evidente anacronismo.

Mientras el texto no se toque y las sociedades sigan evolucionando, seguiremos perfectamente conscientes de que no existe algo así como “la interpretación definitiva de la Torá”, y que debemos permanecer en el esfuerzo de entender de una manera nueva ese texto aparentemente viejo. Todos los días, todas las semanas, todos los meses, todos los años, todas las generaciones.

La propia Biblia nos da ejemplos de cómo funciona eso y, más aún, de la legítima necesidad de hacerlo. Un caso: la Torá ordenó la construcción de un Tabernáculo portátil. Es decir, desmontable. No dijo nada específico sobre construir un Templo de piedra. Incluso, las instrucciones sobre el Tabernáculo son tan precisas que no hay dudas sobre las medidas que debía tener, ni los materiales con que debía confeccionarse.

Pero David, siglos después de Moshé, aparece con la idea de sustituir el Tabernáculo por un Templo de piedra. Más grande, obviamente. Hecho con distintos materiales. Algo que nunca fue ordenado por la Torá.

¿Qué le contesta D-os? Que no. Pero no rechaza su idea basándose en el razonamiento de que “en la Torá está escrita otra ordenanza”, sino por una cuestión moral inherente a David: ha sido un hombre se sangre, un guerrero; y lo mejor es que la obra del Templo sea construida por un hombre de paz. Por eso se le dice a David que esa misión la cumplirá su hijo Salomón.

Y se hace. Un Templo de piedra, mucho más grande que el Tabernáculo, con materiales distintos, con medidas distintas, con mayor cantidad de utensilios, fijo en un lugar concreto, y sin posibilidad alguna de desmontarlo para trasladarlo en el desierto.

¿Cuál es la reacción de D-os? En definitiva, no es la de un fundamentalista. Al contrario: promete su presencia en ese Templo porque, a fin de cuentas, lo importante es quién va a usar el santuario. Su pueblo.

Entonces, está claro que se vale adaptar el texto bíblico a las nuevas realidades. Hay una esencia que no se pierde en esas adaptaciones. Esa es la esencia que siempre debemos buscar, aunque no es una labor fácil. Esa es la parte difícil del estudio de la Torá: detectar que es aquello sutil, apenas perceptible, que nunca cambia.

Justamente, de eso se trata el relato anterior a los Diez Mandamientos: de que Moshé, literalmente, se volvía loco todo el tiempo explicándole a la gente eso, la esencia de la Torá. Cuando Yitró, su suegro, le cuestiona sobre su labor como líder espiritual, Moshé le dice que se la pasa “juzgando al pueblo” porque ellos vienen con él para que les explique las ordenanzas de D-os.

Y es cierto: Moshé es el profeta. Es el hombre que puede hablar directamente con D-os. Por lo tanto, asume que es quien debe explicar la Palabra de D-os al pueblo de Israel.

Pero Yitró, viejo lobo de mar (por decirlo de algún modo) que se las sabe de todas todas, simplemente le dice: estás mal. Te vas a volver loco.

Y le propone una idea revolucionaria: instituye un aparato judicial. Jueces que se encarguen de diez, de cien, de mil. Que ellos atiendan los casos rutinarios y a ti sólo lleguen las cosas verdaderamente difíciles.

Así es como el Judaísmo ha entendido, desde siempre, que deben funcionar las cosas: el asunto no gira en torno a un iluminado por D-os que nos declare cuál es la interpretación definitiva de las cosas, sino alrededor de toda una estructura colectiva que, entre todos, se dedican a ENTENDER LOS PROBLEMAS DE LA GENTE.

Lo que nos dice Yitró es tremendo: el papel de Moshé como profeta no tiene sentido alguno si toda esa revelación no se adapta a las necesidades de la gente, y es un hecho definitivo que el profeta, por sí solo, no tiene la capacidad de entender cómo debe hacerse esa adaptación. El profeta tiene bastante ya con eso de estar escuchando lo que le dice D-os. Por eso, Moshé es presentado en este párrafo como alguien abrumado, alguien a punto de enloquecer.

¿Qué hay que hacer? Su suegro, una persona con mucha experiencia ya en el manejo de los oficios sagrados, le explica: democratizar la autoridad religiosa por medio de una corte. Eso que, en tiempos más recientes, se llamó Sanedrín.

Y aquí hay un detalle muy significativo: ¿Qué fue primero: los Diez Mandamientos o el Sanedrín?

El Sanedrín, el colegio de jueces encargados de entender la problemática de la gente. Antes de darnos el código legal propio de la Torá, D-os llevó a Moshé a instituir el aparato legislativo-judicial del pueblo de Israel.

¿Por qué? Porque los Diez Mandamientos no hubieran llegado muy lejos SIN LA ESTRUCTURA HUMANA. Se hubieran quedado como mera teoría.

Todo esto sólo sucede en una religión dinámica que entiende que lo más valioso es el ser humano, no la lectura literalista de textos antiguos.

En ese sentido, el más amplio y consciente de la naturaleza, sus causas y sus efectos, podemos decir seguros al cien por ciento que el Judaísmo no ha abandonado el camino de la Torá.

Al contrario: ha perseverado y se ha mantenido fiel a los que se nos enseñó desde el principio. No que la mujer sea un objeto propiedad del varón, sino que debemos tener sabios, maestros, jueces, rabinos competentes que sean capaces de entender la problemática de la gente para ofrecer respuestas puntuales, asertivas, que nos sigan retando a ser mejores, tal y como estas ordenanzas aparentemente antiguas y vetustas lo lograron cuando fue presentadas por Moshé al pueblo de Israel en Sinaí.

Por eso está escrito en los Salmos: la Torá del Señor es perfecta, y transforma el alma.

El Judaísmo lo sabe, lo entiende y lo aplica a su realidad día con día. No es una labor sencilla, por supuesto.

Pero, fuera de toda duda, es una labor hermosa.