GABRIEL ALBIAC

El único aspirante a candidato republicano que podría hoy vencer a Trump se llama Clinton-Rodham.

¿Tiene algún contrincante serio Donald Trump para ser el candidato republicano? Sí: Hillary Clinton. La boutade se ha convertido en tópico en estos meses. Y suena más a axioma que a chiste. Clinton-Rodham es el último político republicano presentable.

Obama deja tras sí una devastación de difícil arreglo. Si su política económica ha sorteado la emergencia recesiva, su política exterior fue desastrosa. Ni siquiera el desbarajuste promovido por Jimmy Carter, tras entronizar a Jomeini en Teherán, es comparable a lo de ahora. En ocho años, los Estados Unidos han abandonado Oriente Próximo y Mediterráneo; han cedido la iniciativa a una Rusia que parecía inerme tras la caída de la URSS; han asistido, indiferentes, al desmoronamiento de Europa y al ascenso yihadista… Es una política suicida, que nadie, después de las elecciones, va a prolongar. Demócratas como republicanos saben que de la rectificación de ese infantilismo depende la hegemonía mundial. Sanders iría aún más lejos en el abandono. Pero Sanders no es más que un espejismo; su triunfo en las primarias demócratas garantizaría la  derrota demócrata en las presidenciales.

A inicio de los años sesenta, Bernie Sanders era un joven socialista admirador de E. V. Debs, patriarca del Partido Socialista de America cuyos discursos él editaría en los setenta: lo de “no soy un soldado capitalista, soy un revolucionario proletario”, no es algo que suene excesivamente bien al oído estadounidense. A inicio de los años sesenta, la joven Hillary Rodham se inicia con 17 años en política, integrada en el equipo del republicano Goldwater, quintaesencia del conservador radicalmente liberal en economía. Pasó el tiempo. La joven Rodham mutó en la madura Clinton: abogada brillante, influyente cónyuge presidencial, aún más influyente secretaria de Estado. Le queda ser presidenta. Puede serlo ahora. Sólo. Es su última oportunidad. Hace ocho años, perdió un envite muy igualado. Envite, más que político, histórico. Estaba en juego el acceso a la presidencia de uno de los dos arquetipos de lo excluido: mujer o negro, Clinton u Obama. La historia se decantó por reparar la más hiriente de las tragedias norteamericanas. Y es lógico que así lo hiciera. Aunque, en la seca política, la mayor experiencia de Clinton hubiera evitado algunos errores fatales de estos años.

¿Puede solventarse aquel paso en falso ahora? Puede. No es seguro. Se ha cruzado en el camino una irregularidad no prevista: Donald Trump hubiera sido un pintoresquismo sin recorrido, hace ocho años. Hoy, todo está de su parte. Tras la caída en el vacío que siguió a la gran recesión de 2007, ningún discurso político es ya creíble. En ningún sitio. Es la hora de los populismos. Con todos sus riesgos. El Partido Demócrata está inhabilitado ante el elector después de Obama. Los republicanos ganarán ineluctablemente. Y el único aspirante a candidato republicano que podría hoy vencer a Trump se llama Clinton-Rodham. Pero es ya tarde para volver a los orígenes.