AARON DAVID MILLER

Israel no quiso ser parte. Y ni los israelíes ni los palestinos estaban programados para asistir. Sin embargo, el Secretario de Estado John Kerry permaneció optimista antes de la conferencia de paz del Medio Oriente del viernes en París que ciertamente no llegaría a ninguna parte. “Lo que estamos buscando hacer”, dijo él, “es alentar a las partes a ser capaces de ver un camino a seguir para comprender que la paz es una posibilidad.”

Yo reconozco ese sentimiento: querer permanecer animado aún mientras se sabe que las probabilidades van para largo. Durante mucha de mi carrera de 24 años como analista, negociador y asesor en Medio Oriente para el Departamento de Estado, mantuve la esperanza de que era posible un acuerdo de paz que termine el conflicto. Yo tuve fe en las negociaciones y pensaba que Estados Unidos podría arreglar una solución integral. Creí en el poder de la diplomacia estadounidense.

Pero para la época en que dejé el gobierno, era un diplomático desilusionado y un negociador de paz con serias dudas acerca de lo que podría lograr Estados Unidos en el Medio Oriente. Ahora me doy cuenta que, como Kerry, estaba luchando contra molinos de viento. La paz negociada por Estados Unidos en el Medio Oriente es una búsqueda quijotesca. Y cuanto más intentamos y fracasamos, menos credibilidad e influencia tenemos en la región.

Mirando hacia atrás ahora, el punto culminante de mi optimismo probablemente fue en 1991, el año en que orquestamos otra conferencia de paz del Medio Oriente, más productiva en Madrid. Recuerdo que en uno de los nueve viajes que llevaron a la conferencia, una gran mosca abordó el avión con nosotros en la Base Andrews de la Fuerza Aérea y zumbó en forma molesta por todo el compartimiento del personal. Yo estaba intentando golpearla en vano cuando el Secretario de Estado, James Baker, pasó para informar a la prensa en la parte posterior del avión. Horas después, mientras redactaba puntos de conversación, sentí una presencia sobre mi hombro y me di vuelta justo cuando la gran mano de Baker dejó caer la mosca sobre mi bloc amarillo.

Eso más o menos resume la forma en que yo pensaba acerca de nuestra diplomacia por entonces: Con buena sincronización y liderazgo estadounidense asertivo (algo menos de fuerza bruta trituradora de moscas), podríamos resolver problemas enconados de una vez por todas. Mis memorandos en la época tenían un margen de ‘sí, podemos.’

El momento parecía propicio para un avance en el Medio Oriente facilitado por los Estados Unidos. Nuestra influencia en la región estaba en un punto histórico máximo. El ejército de Estados Unidos acababa de expulsar a Saddam Hussein de Kuwait, y los israelíes y árabes estaban desequilibrados — en el caso de Jordania, Siria y los palestinos, estaban buscando formas de congraciarse con Estados Unidos. Éramos respetados, admirados y temidos en la región en un grado en que no lo hemos sido desde entonces.

Baker, mientras tanto, era probablemente el mejor negociador estadounidense para hacer frente al Medio Oriente desde que Henry Kissinger negoció tres acuerdos de desconexión a raíz de la guerra árabe-israelí de 1973. Yo observé a Baker engatusar, presionar y amenazar con retirarse tanto a Itzjak Shamir de Israel como a Hafez al-Assad de Siria, y lo vi agruparse con los palestinos como un entrenador de fútbol para alentarlos a asistir a la conferencia de paz. Ayudó que él tuviera el respaldo pleno del Presidente George H.W. Bush — su amigo cercano a quien le importaba la paz meso-oriental y estaba cumpliendo una promesa a Arabia Saudita de que él se haría cargo de la cuestión árabe-israelí después de la Guerra del Golfo Pérsico.

La conferencia de Madrid produjo las primeras negociaciones directas bilaterales y éxito del proceso de paz entre israelíes y árabes — sirios, jordanos y palestinos — desde el acuerdo egipcio-israelí 12 años antes. Me deleité en nuestro logro y me maravillé por lo que podía lograr la diplomacia estadounidense cuando era dura, tenaz y estratégica.

Mi error estuvo en creer que Madrid, la cual produjo en verdad sólo un avance procesal, crearía necesariamente una base para el progreso en las cuestiones sustanciales. Yo pensaba que si sólo manteníamos el proceso andando, si estábamos comprometidos y éramos creativos, de alguna forma encontraríamos nuestro camino al acuerdo entre los israelíes y los palestinos con respecto a Jerusalem, fronteras y refugiados, junto con el acuerdo entre los israelíes y los sirios acerca de las Alturas del Golán. Pero nunca llegamos allí. El proceso no puede ser sustituto de la sustancia.

Mantuve mi optimismo durante la administración Clinton. Sentado con mi familia en el Jardín Sur de la Casa Blanca en septiembre de 1993, viendo al Presidente Bill Clinton presidir el histórico apretón de manos entre el primer ministro israelí Itzjak Rabin y el presidente de la Organización para la Liberación de Palestina, Yasser Arafat, creí en lo que habría de ser uno de los errores de juicio más asombrosos de mi carrera, que el proceso de paz se había vuelto irreversible.

Los israelíes y los palestinos, sin participación de Estados Unidos, habían alcanzado un acuerdo sobre reconocimiento mutuo y una declaración de principios que se suponía los llevaría a conversaciones sobre los grandes temas. Yo realmente pensé que ellos habían asumido la posesión de sus negociaciones y se dedicarían a defender los Acuerdos de Oslo.

Durante las crisis de los siguientes siete años del proceso de Oslo — ataques terroristas palestinos, actividad de asentamientos israelíes, el asesinato de Rabin por parte de un extremista israelí opuesto a Oslo — mantuve la fe en que el todopoderoso proceso de paz finalmente tendría éxito. Me convencí que con mayor urgencia de Estados Unidos, la creación de confianza y las medidas provisorias esbozadas en el acuerdo de Oslo podrían ser puestas a funcionar y allanar el camino para las negociaciones en las cuestiones centrales. A principios de 1997, literalmente abajo, sobre mis manos y rodillas en la ciudad cisjordana de Hebrón midiendo el ancho de una calle que figuraba en forma prominente en las negociaciones, me sentí a la vez pequeño y ennoblecido. Esto era importante, y yo haría cualquier cosa para mantener vivo el proceso.

Mi compromiso, y las ilusiones que lo sostuvieron, me llevarían todo el camino hasta la mal asesorada, mal sincronizada y mal preparada cumbre de Cam David de julio del 2000: un intento de último momento para salvar el proceso de Oslo. Durante una información una semana antes, Clinton recorrió la habitación pidiendo a todos que midieran las perspectivas de la cumbre. Y todos, desde el asesor en seguridad nacional al secretario de estado, dijimos más o menos lo mismo: Había una posibilidad; Ehud Barak y Arafat tomarían decisiones sólo en el calor de una cumbre; el presidente se lo debía a la causa y a sí mismo buscar la paz antes del fin de su mandato. La evaluación que todos debimos haberle dado fue que no habría ningún acuerdo o siquiera un acuerdo marco que terminaría el conflicto, porque ni Barak ni Arafat estaban preparados para pagar el precio, y era improbable que el presidente cerrara las brechas. Pero yo puse a un lado mis dudas y me hice eco de los otros. Una parte de mí estaba preocupada por agobiar a todos los demás en el salón. Las invitaciones a Arafat y a Barak ya habían sido emitidas, así que la información realmente era una formalidad. Pero parte de mí todavía quería creer que podíamos hacer la paz.

El presidente pensaba que si sólo podía tener a los israelíes y a los palestinos en la habitación, podría de alguna manera llevarlos a un acuerdo, construyendo sobre lo que Barak estaba preparado a ofrecer y usando los famosos poderes de persuasión de Clinton. Pero no teníamos ninguna estrategia, coordinamos muy estrechamente con los israelíes, y no teníamos ningún compromiso árabe en cuestiones tales como Jerusalem ni alguna señal de que los palestinos quitarían sus demandas centrales. No manejamos la cumbre; la cumbre nos manejó.

Cuando pienso nuevamente en ese período fatídico, tiemblo. Con las mejores de las intenciones, en ocho meses, planificamos tres negociaciones presidenciales (dos en la pista siria y una en la palestina) y fracasamos en las tres.

Lo que yo debí haberme dado cuenta todo el tiempo fue que la fuerte mediación estadounidense no puede compensar el liderazgo débil de las partes de una negociación. No podemos hablarles para que obtengan control sobre sus electorados políticos. Y no podemos esperar que nuestro entusiasmo los persuada de invertir en soluciones, asumir los riesgos necesarios o reconocer que un acuerdo negociado es de su interés (y no sólo nuestro).

En marzo del 2002, durante el apogeo de la segunda intifada, el enviado especial para el Medio Oriente del Presidente George W. Bush, Anthony Zinni y yo fuimos enviados a negociar un cese del fuego entre Arafat y el primer ministro israelí, Ariel Sharon. Pero esa fue la idea del gobierno de Bush de una broma cruel o sólo un punto de conversación desechable antes del quiebre final con el líder de la OLP.

Esa semana, un atacante suicida palestino se había volado en un seder de Pesaj en Netanya, matando a 30 israelíes e hiriendo a 140. Las fuerzas israelíes respondieron con la Operación Escudo Defensivo, entrando a la Margen Occidental e imponiendo cierres en la mayoría de las principales ciudades y pueblos palestinos.

Nunca olvidaré la escena en el complejo de Arafat. El lugar olía a aire viciado, olor corporal y muy pocos retretes funcionando. La única luz, en lo que había sido en mejores días una sala de conferencias razonablemente bien iluminada, llegaba de velas y un poco de sol que se las arreglaba para colarse a través de las ventanas que estaban casi completamente selladas por temor a los francotiradores israelíes. Y allí en la penumbra se sentó un Arafat satisfecho de sí, su ametralladora negra exhibida ominosamente sobre la mesa, dando una perorata acerca de cómo él preferiría ser martirizado que rendirse a los dictados de Israel.

Ya no hubo más ninguna manera que yo racionalizara la importancia del proceso sin dirección, de las negociaciones sin sustancia o inclusive del uso de la palabra “paz.” Nuestro optimismo inflado en exceso en Camp David había tenido costos reales. Después de crear expectativas no podíamos cumplir, culpamos a Arafat por el fracaso de la cumbre, y eso hizo más fácil para él, a raíz de la visita provocativa de Sharon al Monte del Templo sagrado, acceder a y alentar la violencia que se convertiría en la segunda intifada.

La diplomacia estadounidense puede ser eficaz cuando tenemos socios dispuestos a tomar decisiones, cuando todas las partes sienten una urgencia de tomar esas decisiones y cuando las brechas que separan a las partes pueden ser salvadas. El acuerdo nuclear con Irán, aunque enormemente defectuoso, es un ejemplo. Tuvo éxito porque no fue un acuerdo transformacional sino uno transaccional, un acuerdo de control de armas de duración altamente detallado y alcance discutiblemente limitado, que tanto Estados Unidos como Irán querían por sus propias razones.

Pero en lo que hace a cuestiones que cortan van al centro de las identidades de la gente — tal como Jerusalem o los refugiados palestinos, o la ingeniería social requerida para terminar la guerra civil de Siria — o crear un resultado en Irak o Libia que produzca estabilidad y buena gobernancia, Estados Unidos no tiene los caballos para tirar de la carreta. La realidad inconveniente es que nunca tendremos una mayor participación en esta región, o más fuerza para remediar sus males, que los que viven allí.

No he renunciado a la esperanza de diplomacia estadounidense inteligente y oportuna. Pero he abandonado mis ilusiones de precisamente cuánto es capaz y está dispuesto a hacer Estados Unidos para reparar un Medio Oriente muy deshecho, cruel e implacable.

Los estadounidenses tenemos dificultades en aceptar que no podemos resolver conflictos cuando los involucrados en forma directa no están dispuestos o no pueden hacerlo. Pero a veces tiene más sentido que nuestros diplomáticos se queden en casa en vez de verse débiles e ineficaces mientras buscan soluciones a problemas que ellos simplemente no pueden resolver.

Aaron David Miller es vicepresidente en el Woodrow Wilson Center en Washington. Se desempeñó en el Departamento de Estado desde 1978 al año 2003.

Fuente: The Washington Post