JACOBO KÖNIGSBERG

CAPITULO V
Paseo en Metro

Al bajar rumbo a la calle se alegró de su decisión de informarle a Cuca que comería en casa. Sabía que se esmeraría en cocinar algo que a él le gustaba. Estaba contento de dejar de comer en los restaurantes que elegían sus parientes para exhibirse y codearse con los más poderosos industriales y eventualmente, algún político municipal o estatal.

Con los años, Cuca cocinaba con el mismo sazón que había aprendido de su esposa, Esther. Adquirió las costumbres de no mezclar vajilla y cubiertos, lácteos con cárnicos y jamás comía puerco o mariscos. Pensó que habría que aumentar el gasto para el mandado pero valía la pena.
En la calle caminó sin rumbo, dudando ¿Qué hacer hasta la hora de comer? En Tlalnepantla no lo dudaba. Fue entonces que se le ocurrió hablar a “Rodamientos” para informarles que no asistiría al trabajo. Tomó el celular de su funda ensartada en su cinturón y se comunicó a la empresa. Lacónicamente le pidió a la secretaria que informara a sus sobrinos que no asistiría al trabajo. Cuando guardó el aparato se imaginó a sus parientes brincando de alegría.

En la avenida Horacio divisó los venados y el anuncio del metro.

– Jamás he viajado en metro- se dijo, y se encaminó hacia la entrada con el logotipo del sistema y el letrero “Polanco”. Bajó desconfiado las escaleras y vio la taquilla, donde había una pequeña fila de personas comprando boletos. Al llegar a la ventanilla, sacó de la bolsa del pantalón su dorado chip porta billetes. Pellizcó uno de veinte pesos y lo entregó a la empleada. Mientras se guardaba el resto.

– ¿Cuantos? – preguntó ésta.
– Los que alcancen – Fue la respuesta, y Simón recibió una tira de boletos y un par de monedas.

Arrancó uno de éstos y guardó los demás en la bolsa de su saco. Inseguro siguió a algunas personas rumbo a los andenes. Introdujo el boleto y pasó al torniquete. Un trecho más adelante siguió bajando y llegó al andén que indicaba el rumbo de “Barranca del Muerto”. Unos minutos más tarde, llegó el tren, el cual ascendió empujado por la gente.

Asombrado, sintió el arrancón del Convoy y la alta velocidad que alcanzó en segundos.

Apretujado sintió el calor humano. Un magnavoz procedente del fondo del vagón reproduciendo trozos de canciones fue acercándose a él, hasta alcanzar un volumen ensordecedor. Entre empujones llegó un vendedor ciego. Pregonaba el disco con los últimos éxitos. La canción que decía más o menos:

“Abre los ojos
Goza la vida
Mira el cielo
Alegra tu vida”

Cuando éste se alejó apareció otro vendedor, desde las profundidades, con un maravilloso medicamento y luego otro y otro más. Algunos gritando de viva voz y otros a través de altavoces.

Pasada la primera estación, se desocupó un asiento. Se sentó pensando que “No sería mala idea pedir un año sabático y recorrer la ciudad que me es desconocida”.

Rápidamente se sucedieron las estaciones y pronto llegaron a “Barranca del Muerto”. Los pasajeros se apuraron a dejar los vagones y Simón al llegar a la puerta fue bajado a empellones.

Mecánicamente siguió a la gente rumbo a la salida. Llegaron a una escalera eléctrica y al pisar el primer escalón, miró hacia arriba y se maravilló cuán larga era. “¿A qué profundidad estaremos? ¿Treinta metros? – Se preguntó. ¿Y si llegara a fallar, subir esta altura a pie?”

Remontaron al final de la escalera y unos pasos más adelante ascendieron por una escalinata al nivel de la calle, deslumbrado por la claridad, que entraba por la amplia puerta.

Salió y caminando entre puestos de vendedores ambulantes llegó a la acera enfrente a una amplia avenida. A su diestra había otra no menos ancha. A lo lejos entre construcciones de desigual altura vio una cúpula y el campanario de una iglesia que le parecía conocida, cuando su mirada se topó con un rótulo que decía “Avenida Revolución”. Inmediatamente se ubicó.

– Estoy entre Mixcoac y San Ángel – Pensó.

Y caminó rumbo al norte. Recorrió varias calles mirando las edificaciones nuevas, sintió sed y al llegar a una miscelánea entró a pedir un refresco. Al meterse la mano a la bolsa para buscar el clip con los billetes. No lo encontró. Aturdido, comprendió cómo se lo extrajeron, cuando sintió los empujones. Automáticamente se buscó en las demás bolsas. Tenía la cartera con las tarjetas de crédito y el celular. Lo cual lo tranquilizó un poco pero no le quitó el sentimiento de frustración, impotencia y enojo ante el despojo que había sufrido. – ¡Desgraciados! ¡Ojalá se pudran! El enojo se volvió hacia él: ¿Cómo pude ser tan estúpido al sacar los billetes frente a todos? Los autoreproches fueron seguidos de una sensación de laxitud.
Palideció, sintió que las piernas le flaqueaban, mientras la rabia lo invadía. Se apoyó en el mostrador de la tiendita, mientras respiraba profundamente e hizo un esfuerzo por calmarse. Al meter la mano a la bolsa del saco palpó los boletos del metro y eso lo tranquilizó.
– “Menos mal ¿Te imaginas regresar a pie? “Es hora de volver a Polanco”. Dijo algo más tranquilo, mientras se disculpaba ante la señora del tendejón,

– -Perdone, pero me robaron en el metro.

Y salió de regreso a la estación “Barranca”.

Descendió en la escalera mecánica, sintiendo que entraba al infierno, rumbo a los andenes, mientras acariciaba los boletos.

Reprochándose el haberse dejado robar los quinientos y pico de pesos, esperó impaciente la llegada del tren. Le urgía llegar a su casa para sacar un cheque e ir al banco a proveerse de efectivo, por si Cuca le pedía algo para el mandado. Afortunadamente el vagón al que subió venía casi vacío y ocupó un lugar a su gusto. Pronto se llenó el vagón de gente ensimismada, vocerío, pregones y música de altavoces.

Todo el trayecto fue pensando en los robos… recordó al gringo con el que comieron hará unas semanas y que preguntó: ¿Qué es lo que más roban en México? A lo que su sobrino Abraham respondió con sorna: ¡Todo! – Algo que a él, Simón, lo molestó mucho y más cuando Nacho contó que según la Lloyd’s de Londres, México estableció un record cuando alguien robó el tablero de un avión cesna. “Felicidades México” anunciaron. Tienen una primicia mundial. Nadie, en ninguna parte del planeta ha robado un tablero de avioneta”. Ahora, en medio de su furia les daba la razón. Hasta las leyes defienden a los cacos. – Se decía – Si nuestros legisladores son puros ladrones, se protegen a sí mismos. Con estos pensamientos llegó a la estación Polanco y se apuró a salir, cuidándose las bolsas, “después del niño ahogado… se tapa el pozo”.