IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Acaban de pasar las elecciones presidenciales en los Estados Unidos, y es hora de hacer un recuento de cómo siguen moviéndose los diferentes grupos, ideologías o países en fricción en diferentes lugares del mundo. Claro, los que nos interesan en función de la realidad israelí y sus retos.

Lo más evidente es que sigue ganando la Derecha nacionalista. Lo venimos señalando desde hace años aquí en Enlace Judío, y el triunfo de Trump en las elecciones norteamericanas lo confirma: una serie de coyunturas que no han sabido ser manejadas (y ni siquiera interpretadas) por las izquierdas y otros grupos que se presumen “liberales”, ha permitido el reflorecimiento de los movimientos nacionalistas y generalmente xenófobos. El panorama no es alentador: mucha gente abiertamente racista y que cree en la violencia como modo de resolver problemas se siente ahora justificada y animada a echar hacia adelante su agenda. El mundo se aproxima cada vez más hacia dos grandes y severos conflictos, que mencionaré en breve.

¿Qué es lo que la izquierda liberal y similares no han podido entender? Más que nada, que el mundo no se mueve gracias a sesgos ideológicos. Aún en los más distantes extremos de eso que se llama “izquierda” (como podrían ser el patético y vomitivo gobierno de Nicolás Maduro en un lado, y muchos de los seguidores de Hillary Clinton en el otro) se puede percibir este mismo defecto. Mientras que en el penoso caso venezolano el gobierno y sus seguidores se cierran a la realidad de que el proyeto chavista “bolivariano” fue un absoluto fracaso y se obstinan en soñar con que todo es un complot “del imperio”, en Estados Unidos los seguidores de Hillary piden al Colegio Electoral que cambie el sentido de la votación, negándose a aceptar que la victoria de Hillary se centra exclusivamente en dos estados (Nueva York y California), y que la molesta realidad es que en los otros 48 estados el triunfo de Trump fue claro y contundente. Pedirle al Colegio Electoral un cambio en el sentido del voto para hacer presidente a Hillary significa someter a 48 estados a la voluntad de dos.

Son dos manifestaciones distintas de un problema de fondo que hemos heredado del rancio marxismo que todavía sobrevive, sorprendentemente, en muchas universidades y círculos intelectuales. Su principal dogma es la lucha de clases como filtro fundamental para explicar lo que sucede en el mundo, idea que ha degenerado en la torpe noción de que todo se debe explicar únicamente a partir de intereses económicos o políticos. El principal problema es el desdén hacia las motivaciones religiosas.

La explicación de la realidad a partir de política y economía puede funcionar (hasta cierto punto) a la hora de analizar lo que sucede en la sociedad occidental, que desde finales del siglo XVIII se ha orientado definitiva y contundentemente hacia el laicismo, relegando la religión a un plano individual gracias a la separación de Iglesia y Estado. Pero eso no funciona con las sociedades islámicas, que pasan por la etapa en la que los conceptos teocráticos son la base fundamental para definir las acciones de gobierno y, sobre todo, para regular las relaciones en sus diversas sociedades.

Pero no. Nuestros modernos izquierdistas asumen un negacionismo irracional de esta realidad, y optan por afirmar que “detrás de todo lo religioso –mero pretexto– sólo existen intereses políticos y económicos”, e incluso reciclan el penoso eurocentrismo propio de los siglos de expansión colonial de países como España, Portugal, Inglaterra, Francia y Bélgica.

En aquellos tiempos (siglos XVI al XIX), la idea era simple: Europa tenía el derecho de imponerse y “civilizar” al resto del mundo (por supuesto, eso también incluia la prerrogativa de saquearlo). La idea de hoy es más sutil y aparentemente más amable: los países islámicos no tienen criterio propio, y sólo reaccionan a los estímulos que les llegan desde Europa o, en su defecto, desde la extensión de Europa. Es decir, América.

Así, nos topamos con analistas, filósofos y académicos grotescos que afirman que el terrorismo islámico sólo existe porque los occidentales somos malos. Se rehúsan a ver que el extremismo islámico tiene su agenda propia, sus motivaciones particulares, y lo reducen todo a una perspectiva donde el musulmán literalmente es reducido a la condición de animal. El único –para ellos– que actúa, propone y causa es el europeo. El musulmán sólo reacciona; en el mejor de los casos, como perro entrenado.

El ejemplo en el que más se puede percibir esta actitud es Israel. En la lógica que se impuso durante mucho tiempo en Europa y, últimamente, en la administración de Barack Obama, Israel siempre tiene que ceder, aún a costa de arriesgar su existencia misma. ¿Por qué? Porque Israel es la punta de la lanza occidental que “agrede” a los musulmanes. Por lo tanto, es la causa de fondo del terrorismo islámico. Margot Wallstrom, la poco inteligente canciller sueca, llegó a afirmar que los atentados terroristas en París cometidos por el Estado Islámico eran causados por “la frustración generada por el maltrato de Israel a los palestinos”. Incluso, la ONU llegó a decir que “los varones palestinos golpean a sus mujeres porque se frustran por la ocupación israelí”.

Es el imperio de los imbéciles.

Los resultados están a la vista: Israel mantiene con bastante eficiencia sus medidas de seguridad, mientras que Europa y Estados Unidos se han visto sacudidos por atentados terroristas imposibles en cualquier ciudad israelí (como la masacre de San Bernardino, California, o del Bataclán en París).

¿Por qué? Es simple: si no entiendes la realidad, no puedes prepararte para enfrentarla.

Naturalmente, el problema no se queda allí. Va mucho más lejos. Esa modorra europea contagiada a Barack Obama según la cual no hay que hacer enojar a los musulmanes y, como gesto de solidaridad, hay que seguir fastidiando a Israel, sólo da un mensaje: Europa y Obama siempre ceden. Por lo tanto, se les puede atacar. ¿Por qué? Porque los musulmanes integristas no están reaccionando a lo que hacen los europeos o Barack Obama. Tienen su agenda propia, y es violenta. Y si ven debilidad en lo que ellos consideran su enemigo natural, atacarán más.

Eso, naturalmente, ha generado dos grandes cambios en las sociedades actuales. Uno opera en occidente, y otro en los países musulmanes.

En occidente estamos viendo el auge de las derechas. En los países musulmanes, el cohesionamiento del mundo Sunita moderado.

La negativa europea a decir las cosas como son y enfrentarlas como se debe (concretamente en el caso de los problemas generados por el islamismo extremista), ha provocado que poco a poco los grupos de derecha e incluso de extrema derecha vayan reposicionándose en diferentes países. Lo señalé hace tiempo: el riesgo no es la islamización de Europa. Eso nunca va a suceder. El riesgo (ya no lo es; es una realidad) es la derechización del continente, a cargo de grupos o partidos políticos que no van a tocarse el corazón para lanzarse contra todo aquello que consideren “peligroso” (ya sea justificadamente o no). Los discursos de “derechos humanos” no les afectan, porque su premisa es que la seguridad e integridad “de la nación” está por encima de los Derechos Humanos de los inmigrantes musulmanes o sus descendientes.

Mientras tanto, la negativa estadounidense a ver esta misma realidad ha provocado que la enorme potencia quede relegada de los grandes conflictos internacionales. Lo que Estados Unidos opine o haga en situaciones difíciles como la israelí-palestina, la guerra civil siria o los conflictos en Yemen, prácticamente se ha vuelto irrelevante.

A nivel global, el gran ganador de esta situación ha sido Vladimir Putin. La economía rusa sigue en el filo del riesgo. Petrolizada desde hace mucho, el declive de los precios del petróleo puso al Kremlin en un verdadero predicamente, pero Putin ha sabido negociar dos alternativas bastante buenas para su gobierno.

Una es Irán. A cambio del apoyo a las tropas de Bashar el Assad en la guerra civil siria, Rusia está literalmente saqueando a la nación persa. Apenas esta semana se anunció un nuevo paquete de ayuda militar por 10 mil millones de dólares. Y es que es obvio: Rusia no regala su apoyo. No es afinidad ideológica ni simpatía personal lo que hace que Rusia mantenga vivo a Assad. Si fuera eso, Rusia ya habría intervenido con la suficiente fuerza como para ponerle fin a esa guerra, y Assad habría recuperado mucho de su poder.

Pero no. Rusia necesita que esa guerra continúe, porque en la medida en la que se extienda, Irán seguirá endeudándose (y es que a Irán sí le resulta indispensable hacer que Assad sobreviva, porque de lo contrario perderá el corredor de influencia que había creado en la zona norte del Medio Oriente, y Hizballá quedará completamente aislada en el Líbano, expuesta a una derrota contundente en cualquier conflicto con Israel). Por ello, la ayuda rusa se limitará a darle oxígeno a Assad; la guerra seguirá hasta donde sea posible, y Putin seguirá enviando pingües facturas a sus cada vez más presionados amigos Ayatolas.

Medio Oriente siempre ha sido un delicado equilibrio de poderes regionales y globales. Por ello, todo lo que ha perdido Estados Unidos por culpa de la torpe política de Obama, ha sido ganado por Rusia. Y eso se traduce en un nuevo factor favorable: los nuevos amigos.

Obama, sin que a ciencia cierta sepamos por qué (pudo ser afinidad ideológica o simple estupidez) le invirtió mucho al empoderamiento de Irán. Le redujo las sanciones y le regaló –literalmente– dinero en efectivo. Eso, naturalmente, provocó la furia de los antiguos aliados locales de los Estados Unidos: Arabia Saudita, Egipto, Jordania y, sobre todo, Israel. Pero a Obama no le importó. Se montó en su burro y se fue con él hasta las últimas consecuencias (al mencionar al burro, me refiero a Kerry).

La consecuencia lógica es que ahora Rusia se ha acercado a esas naciones, que además se han acercado entre ellas mismas. Israel ya tenía vínculos oficiales con Egipto y Jordania, pero lo sorprendente de los últimos tres años han sido los vínculos no oficiales, cada vez más sólidos, con Arabia Saudita (que se extienden en automático a todos los Emiratos Árabes). Por ello, aunque Rusia ha dado el suficiente apoyo a Irán para mantener vivos a Hizballá y a Bashar el Assad, no lo ha hecho de tal modo que entre en conflicto con Israel, Egipto, Jordania y Arabia Saudita.

Estos últimos tres países tienen su propio conflicto con Irán: desde la fundación del Islam, se dio la división entre chiítas y sunitas. Desde entonces (milenio y medio), hay una pugna por el control ideológico y espiritual de la segunda religión más grande del mundo. Particularmente desde que en 1979 se impuso la revolución de los Ayatolas en Irán, los ataques contra el dominio Saudí –guardianes de Medina y La Meca– han sido frecuentes y crecientes.

La última estrategia iraní fue tomar el control del Yemen, país ubicado al sur de Arabia Saudita. Además, ello le hubiera permitido cerrar una especie de pinza que hubiese abarcado Líbano, Siria, Irán, amplias zonas de Irak, Yemen y Sudán, y de ese modo cerrar un cerco contra Egipto e Israel.

El plan reventó por la guerra civil en Siria, que puso en jaque el dominio iraní en la zona. A eso siguió la agresiva camapaña militar saudita en Yemen para desmantelar las redes de apoyo iraní, con lo cual todo el proyecto de los Ayatolas simplemente se fue a hacer gárgaras.

En medio de todo este conflicto apareció el Estado Islámico, sunita por tradición, pero portador de un nivel de extremismo tan peligroso para Arabia Saudita como el chiísmo iraní. La torpeza estadounidense para lidiar con ese nuevo reto empeoró las cosas. Se rumora –y aclaro: sólo es rumor– que el Estado Islámico recibió apoyos indirectos provenientes de Obama y Hillary Clinton. Más allá de lo acertado que sean esos rumores o no, lo cierto es que pudiendo hacer más para evitar el éxito inicial de este proyecto extremista, Estados Unidos se perdió en su inacción y el problema se agravó. Con ello, le dio a Putin el pretexto perfecto para intervenir a favor de Assad en la guerra civil en Siria: si Assad caía, el Estado Islámico se apoderaría del país (cosa que, lamentablemente, era completamente cierta).

Las amenazas iraníes, las amenazas del Estado Islámico, la participación contraproducente de Estados Unidos, y la absoluta inoperancia europea, provocó que Israel, Arabia Saudita, Egipto y Jordania se redescubrieran como socios estratégicos. Se han cohesionado a tal punto que, en realidad, hoy por hoy representan el mayor polo de estabilidad en Medio Oriente. Rusia, por supuesto, ya sabe que los buenos negocios van a estar allí dentro de algunos años, y ha aprovechado al máximo la ausencia estadounidense.

Obama, en todo momento, ni siquiera se dio cuenta de lo que estaba pasando. Europa tampoco.

Si las cosas en Europa empiezan a cambiar un poco, será porque siguen comportándose de un modo servil hacia los países árabes debido a todo el dinero que invierten allí. Y es que la postura de los países árabes ha cambiado notablemente. Son ellos los que están abandonando su tradicional política anti-israelí, y ello se notó en que la última propuesta palestina, tramitada por medio de los países de la Liga Árabe en la UNESCO, y según la cual los sitios sagrados de Jerusalén no tienen valor para el Judaísmo, no fue apoyada por ningún país europeo. De hecho, ha sido prácticamente un estertor de la vieja diplomacia árabe, y en última instancia era un movimiento intrascendente, porque la UNESCO carece de formas de imponer sus criterios en Israel.

En cambio, Arabia Saudita tiene más de medio año que no suelta un sólo centavo en apoyos económicos para la Autoridad Nacional Palestina. Los rumores son que los grandes jeques árabes están ansiosos por quitar del panorama a Mahmoud Abbas, un líder tan corrupto como inútil. Claro, Abbas dice que no tienen por qué interferir en los asuntos palestinos, aunque chilla y exige que le regalen dinero. Mucho dinero.

¿Qué sigue?

En Medio Oriente, el conflicto en Siria no tardará tanto en concluir. En realidad, a nadie le interesa resolverlo (menos a Rusia, que es quien gana dinero). Pero conforme la cifra de muertos se acerque a los 500 mil, el escándalo obligará a ponerle fin a este, el peor conflicto actual por donde se le guste ver.

El conflicto israelí-palestino no tiene para dónde moverse. Si en otras épocas ya estaba estancado porque los países árabes –ni siquiera con el apoyo europeo y luego con el de Obama– estaban en condiciones de doblegar a Israel, ahora que han empezado a dejar abandonados a los palestinos, la situación es peor para Abbas en Cisjordania o Hamas en Gaza. Y es que le han apostado a todos los perdedores: primero a Irán, luego al Estado Islámico, luego otra vez a Irán. La negociación con los palestinos ha dejado de ser prioridad para Israel. Si acaso Netanyahu y compañía aspiran a una solución a ese conflicto, ya no pasa por el diálogo entre Jerusalén y Ramalá, sino por el fortalecimiento de los vínculos con Arabia Saudita. Más bien, será desde Ryad donde se imponga la política a seguir en los territorios últimamente llamados “palestinos”.

El mayor riesgo a mediano plazo sería un conflicto sunita-chiíta, que sería la versión oriental de lo que hace cuatro o tres siglos fueron los conflictos católicos-protestantes en Europa: dos versiones de la misma religión luchando a muerte por imponerse una sobre otra. El resultado, por supuesto, es muy probable que sea el mismo: después de años, décadas y tal vez hasta siglos, de desgastarse y fastidiarse sin beneficio para nadie, los musulmanes terminarán por entender que la mejor solución es el laicismo y se dirigirán hacia el sano criterio de separar Iglesia y Estado.

Es un conflicto que se puede evitar. El requisito es la debacle iraní, que no se ve tan lejana. Ha perdido su fuerza en Siria y Líbano, se sigue endeudando con Rusia, y está amenazada por Pakistán (potencia nuclear) en caso de que se lance a una guerra con Arabia Saudita.

Europa es el territorio donde el riesgo es mayor, casi inevitable. Como se señaló al inicio del artículo, allí es donde el auge de la derecha y la extrema derecha van a poner sobre la mesa la terrible alternativa de la violencia como solución al problema con el Islam extremista, falazmente equiparado por estos grupos al problema de los refugiados.

Conforme vayan ganando terreno, estos extremistas tendrán más libertad y alicientes para imponer soluciones agresivas: primero, reducción de los derechos legales de los inmigrantes y de los musulmanes; luego, deportaciones masivas; finalmente y en el peor de los casos, exterminios.

Ya sucedió hace 100 años con los judíos, pese a que eran un enemigo ficticio.

¿Qué es lo que falta para que quede pavimentada la ruta hacia esta catástrofe? En términos simples, el triunfo de Marion LePen en Francia, mismo que se ve altamente probable gracias a la penosa ineptitud de Francois Hollande y al inesperado triunfo de Donald Trump en Estados Unidos.

Parece que está en manos de Sarkozy salvar o, por lo menos, posponer el cataclismo. Si logra ganar las próximas elecciones en Francia, Europa tendrá un último respiro, acaso la última oportunidad para no hundirse en la violencia. Si pierde ante LePen, será cuestión de tiempo para que el polvorín estalle.

Lamentablemente, los votantes andan últimamente muy extraños. Le dan su confianza a cada tipo, que no queremos saber lo que puede pasar.