IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Todas las religiones tienen sus místicos. En términos sencillos, podemos decir que ese tipo de personas tienen una sensibilidad especial que les permite percibir mucho más de lo que un ser humano común y corriente ve normalmente.

Sería comparable al talento de un gran deportista, que puede hacer cosas que una persona normal ni siquiera soñaría; o un genio de la música, o un gran científico. El místico, simplemente, tiene la capacidad de ver cosas sutiles que se relacionan con las causas y los efectos que todo el tiempo nos rodean y nos conectan en todo el Universo.

Las historias o anécdotas relacionadas con los mísiticos en el Judaísmo son deliciosas. Veamos algunos ejemplos:

El rabino Moisés ben Najmán, también conocido como Najmánides o por las siglas RAMBAN (no confundir con RAMBAM, que fue Moisés ben Maimón o Maimónides) vivió de 1194 a 1270, y fue uno de los grandes místicos cabalistas de su época. En sus obras, explicó ideas sin parangón en su época, y que sólo se vinieron a plantear en el siglo XX como parte del desarrollo de nuestro conocimiento científico.

Por ejemplo, él se adelantó en 800 años a los modernos físicos al explicar que antes de la Creación no existía el tiempo, y que el origen del universo estuvo en la explosión de una partícula pequeña (según él mismo, del tamaño de una semilla de mostaza) en la que estaba concentrado absolutamente todo. Justamente lo que hoy llamamos Big Bang.

¿Cómo lo supo? Imposible saberlo. Hasta donde nuestros datos llegan, simplemente se dedicó a estudiar las fuentes judías, y de allí obtuvo toda esa información.

Otro tipo de místico fue el rabino Israel ben Eliezer (1700-1760), conocido como el Baal Shem Tov y fundador del Jasidismo, una de las formas más importantes del Judaísmo Ashkenazí, particularmente popular en Polonia, Rusia y otros países de Europa del Este.

El Baal Shem Tov fue conocido y reconocido por sus contemporáneos como un místico de enormes proporciones.

Una de sus anécdotas más lindas, recuperada por Martin Buber en su colección de Cuentos Jasídicos, es la del Cantor del Baal Shem Tov. Se dice que una vez que el gran sabio llegó a una sinagoga, un joven se le acercó y le preguntó cómo podría servir de mejor manera a D-os. El Baal Shem Tov lo observó y le dijo: “Serás jazán (cantor de sinagoga)”. El joven se sorprendió, porque no sabía nada de música y ni siquiera sabía cantar. Pero a partir de ese momento empezó a desarrollar su voz, y pronto se convirtió en uno de los cantores más célebres de toda la comarca. Se dice incluso que a veces le pedían que se detuviera, porque su forma de cantar hacía que la gente literalmente sintiera que estaba a punto de dejar este mundo. Debido a esa extraña forma en la que inició su carrera como cantor, le llamaban “el Cantor del Baal Shem Tov”.

Este cantor siempre se hizo acompañar por uno de sus mejores amigos, que tenía una voz grave y le hacía muy bien las armonías. A este lo conocían como “el bajo del Cantor del Baal Shem Tov”. Así pasaron la vida los dos amigos: elevando el espíritu de las comunidades judías por medio de la música.

Al cabo de los años, el Cantor del Baal Shem Tov murió. Esa misma semana, cuando llegó el viernes y había que comenzar con los preparativos del Shabat, el bajo del Cantor llegó a su casa apresuradamente y le dijo a su esposa: “por favor, manda a llamar a la Santa Hermandad”. La “Santa Hermandad” es el grupo de voluntarios en toda sinagoga que se ocupa de preparar adeuadamente el cuerpo de las personas que mueren para que tengan un entierro conforme a las leyes judías. La esposa le preguntó que para qué quería a la Santa Hermandad, y su anciano esposo le contestó: “Hoy en el cielo le han pedido al Cantor del Baal Shem Tov que dirija los rezos de Shabat, y ha dicho que no quiere hacerlo sin mí”. Y después de decirle esto a su esposa, se recostó en su cama y murió.

Pero hay otra anécdota enfocada en el Baal Shem Tov que nos da una idea de su gran capacidad para ver aquello que normalmente no se ve. Se dice que en una ocasión llegó a una población para visitar a sus jasídicos, y un hombre rico que tenía mucha curiosidad por conocerlo lo invitó a su casa. Ya adentro, el Baal Shem Tov le preguntó al hombre rico qué deseaba saber. Este no preguntó nada en específico. Sólo le pidió al sabio rabino que le dijera lo que quisiera. El Baal Shem Tov aceptó y comenzó a hablar:

“Hace mucho tiempo, hubo dos amigos. Se querían como hermanos. De pronto, uno tuvo una serie de reveses y quedó en la miseria; pero le pidió ayuda a su amigo, y este no se la negó. Lo apoyó en todo momento, y la suerte le cambió al necesitado. Pronto, fue otra vez un hombre próspero. Luego, el segundo amigo también tuvo una serie de reveses, y entonces recurrió a su amigo a quien antes había ayudado, pero –sorprendentemente– este le negó la ayuda, comportándose como todo un ingrato. El tiempo pasó, y la suerte volvió a cambiar: el amigo que estaba en la ruina volvió a enriquecer, y su amigo ingrato volvió a perderlo todo. Apenado y arrepentido, buscó a su viejo amigo para pedirle ayuda, y este no se la negó. Se reconciliaron y todo volvió a ser como antes. Pero luego las cosas volvieron a cambiar: el buen amigo volvió a arruinarse, y el mal amigo arrepentido a enriquecer. El amigo pobre buscó a su amigo rico para pedirle ayuda, y en un nuevo gesto de ingratitud, otra vez se la negó. La crisis fue tal que el amigo bueno murió en la pobreza. Al cabo del tiempo, el amigo rico también murió, y cuando se enfrentó al juicio del Altísimo, el decreto contra él era de condenación. Pero aún en el juicio delante de D-os, su buen amigo intercedió por él y le pidió a D-os que le diera una oportunidad de corregirse. D-os aceptó, y los dos volvieron a nacer en este mundo: el amigo bueno como un hombre pobre, y el amigo ingrato como un hombre rico. Llegó el momento en que las cosas se tenían que corregir, y el hombre pobre llegó a la casa del hombre rico para pedirle ayuda. Estaba enfermo y necesitaba dinero para su esposa y sus hijos. Pero el hombre rico nuevamente se la negó y con ello selló su propia condenación. El hombre pobre se retiró y esa misma noche murió a causa de su enfermedad”.

Cuando el Baal Shem Tov terminó su relato, el hombre rico que lo había invitado estaba deshecho en lágrimas, y sólo atino a decirle: “Es cierto. Todo eso es cierto. Lo he recordado absolutamente todo. En mi vida anterior traicioné a mi amigo dos veces, y en esta me negué a ayudarlo. Estoy perdido. ¿Qué puedo hacer para corregir mis errores?” Y el Baal Shem Tov le contestó: “Hazte cargo de la manutención de la viuda y los huérfanos de tu amigo”. Y así lo hizo.

Uno de los más grandes místicos judíos de las épocas recientes fue el célebre Rebbe Menahem Mendel Schneerson, conocido simplemente como “el Rebbe”, y séptimo líder de la dinastía de Rebbes de Lubavitch. Su liderazgo a lo largo de todo el siglo XX fue un parteaguas en la evolución del Judaísmo Jasídico, y el movimiento Jabad Lubavitch es uno de los que más importancia han cobrado a nivel mundial.

Sus enseñanzas siempre fueron muy valoradas dentro y fuera de su grupo jasídico, y aún entre ortodoxos no jasídicos o judíos no ortodoxos, gozó siempre de un gran aprecio. Cada semana miles y miles de personas hacían fila durante todo el día para poder conversar con él un minuto, y el Rebbe siempre los despedía obsequiándoles un dólar que debía dedicarse a alguna acción altruista.

Hubo un caso muy especial que puso de manifiesto la dimensión mística del Rebbe Schneerson. Se trató de una pareja de judíos franceses, que hasta antes del nacimiento de su único hijo –al que llamaron Emanuel– se habían mantenido completamente indiferentes hacia la religión. Cuando el niño era pequeño comenzaron a reconocer su sensibilidad espiritual, y pronto entraron en contacto con el Beit Jabad de París. Comenzaron a asistir a los rezos y a otras actividades, y pronto empezaron a descubrir el deleite de la espiritualidad judía. Su vida empezó a enriquecerse de un modo que nunca habían imaginado, y pronto se convirtieron en judíos observantes de Shabat y Kashrut.

Y entonces vino la crisis: el hijo empezó a tener problemas de salud muy graves, y cuando se le hicieron los análisis pertinentes se detectó un tumor cerebral sumamente agresivo que estaba creciendo a pasos agigantados y que ponía en serio riesgo la vida del muchacho. La pareja sometió a su hijo a todo tipo de estudios y tratamientos médicos, pero no hubo respuesta: el tumor siguió creciendo y el niño pronto se vio en riesgo de una muerte próxima.

Alguien les recomendó que buscaran apoyo en la sinagoga. Hablaron con su rabino y este les dijo que podían pedirle ayuda al Rebbe Schneerson, que tenía fama de hacer milagros. La pareja escribió de inmediato una carta a las oficinas del Rebbe en Nueva York, pero no recibieron respuesta.

Unas semanas más tarde, consternados porque no se le había atendido, volvieron a preguntar a su rabino qué hacer, y acordaron llamar directamente a las oficinas del Rebbe por teléfono. Contestó su secretario, y el padre del niño enfermo le explicó que habían enviado una carta en relación a un niño que estaba muriendo por un tumor cerebral, y que querían ayuda del Rebbe. El secretario le pidió al hombre que esperara en la línea mientras consultaba al Rebbe, y cuando regresó sólo le dijo: “el Rebbe va a orar por su hijo cuando visite la tumba de su suegro”. Y allí terminó la conversación.

El atribulado hombre no sabía qué pensar de todo esto. Su rabino le explicó que cada semana el Rebbe visitaba el panteón de Lubavitch, y que hacía sus rezos frente a la tumba de su suegro, que había sido el Rebbe anterior. Por supuesto, eso no consoló a la pareja que sólo veía cómo su hijo cada vez estaba peor. Dos semanas más tarde, el tumor seguía creciendo y el niño estaba a punto de entrar a una fase crítica de la que probablemente ya no se recuperaría.

La pareja volvió a hablar con su rabino, y decidieron llamar nuevamente a Nueva York por teléfono. Volvió a contestar el secretario, volvieron a recordarle el caso del niño con un tumor cerebral, volvió a comentar el asunto con el Rebbe, y la pareja volvió a recibir la misma respuesta: el Rebbe oraría por el niño enfermo cuando fuera a visitar la tumba de su suegro. Nada más.

Unos días después, el desafortunado padre llegó a su casa después del trabajo y de pronto se dio cuenta del desastre de vida que tenían él y su esposa. Había cajas de comida rápida tiradas por todos lados, y revistas médicas con artículos sobre tumores infantiles o tumores cerebrales por aquí y por allá. Se sentó en un sofá y empezó a quitarse los zapatos; tenía que desvestirse para darse una ducha y luego ir al hospital para susituir a su esposa en el cuidado del pequeño Emanuel. Justo cuando se quitaba un zapato, volteó hacia el televisor y vio la foto del Rebbe que tenían allí. No pudo soportar su rostro sonriente que parecía indiferente a todo el sufrimiento de la familia. Sin poder controlarse, lanzó el zapato que golpeó directamente la foto; esta calló al piso y el cristal que la protegía se rompió.

El desdichado padre hizo lo que tenía que hacer. Se bañó, se cambió, fue al hospital y allí se quedó esa noche mientras su esposa iba a descansar. Al día siguiente, volverían a esa rutina desgastant que ya no parecía tener remedio.

Pero no. Sucedió lo inexplicable: unos días después los médicos les comunicaron que el tumor había dejado de crecer. Semanas más tardes, Emanuel empezaba a dar síntomas de mejoría y el tumor había perdido tamaño. Esto siguió durante los siguientes meses, hasta que la recuperación fue total. El tumor se fue tan misteriosamente como había llegado. Los médicos no pudieron ofrecer una explicación precisa del caso.

Tiempo después, la familia organizó sus vacaciones para visitar Nueva York. Uno de los destinos eran las oficinas del Rebbe. Estaban dispuestos a esperar todas las horas necesarias en la fila con tal de saludar aunque fuera sólo un minuto al Rebbe, y expresar su agradecimiento a D-os por la recuperación del muchacho. Así pasaron una buena parte de la mañana: Emanuel ansioso por conocer al Rebbe, y su padre intentando escoger las mejores palabras para decir todo lo que quería decir en apenas un minuto que dispondrían.

Cuando por fin llegaron, el abrumado hombre ni siquiera sabía cómo preguntarle al Rebbe si acaso recordaba al niño con un tumor cerebral; menos aún, cómo contarle de la recuperación milagrosa y absoluta. Sin embargo, para su sorpresa, cuando por fin llegaron frente al Rebbe Schneerson fue este quien empezó a hablar:

– ¡Ah! El pequeño Emanuel. ¿Ya está completamente recuperado?

El papá de Emanuel sólo pudo asentir. No tenía idea de cómo los había reconocido, porque nunca le mandaron fotos de nadie de la familia al Rebbe ni a nadie de sus asistentes en Nueva York. El Rebbe sonrió, le dedicó una bendición a Emanuel, y luego le dio un billete de un dólar y le dijo: “haz un acto de altruismo a nombre del Rebbe, por favor”. Emanuel sonrió, agradeció y guardó el billete.

Era hora de despedirse. Así de rápido había sido el contacto con el Rebbe, y así de desconcertante. Pero las sorpresas no habían terminado. Justo cuando estaban por avanzar, el Rebbe tomó del brazo al papá de Emanuel y le dijo sonriendo:

– Oye, ese zapatazo todavía me duele de cuando en cuando.