IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – El Judaísmo es una religión en permanente evolución. Su capacidad de adaptación a todos los cambios sociales, culturales y políticos que ha sufido la humanidad, es sorprendente. En cierto modo, podemos decir que es la única religión que ha estado presente desde los albores de la civilización.

Por supuesto, la narrativa bíblica no lo ubica de ese modo. El inicio de lo que podríamos llamar inicialmente “religión abrahámica” (luego religión israelita, luego Judaísmo) apenas se refiere hacia los siglos XVIII o XIX AEC, mucho después de que los Sumerios hubieran consolidado la primera civilización.

Pero la Biblia no es una investigación de Historia, y es un hecho que hay antecedentes que no se mencionan en el texto bíblico, pero que hoy conocemos gracias a la arqueología.

Abraham no fue un personaje aislado en su momento. Fue un hebreo, y para entonces los hebreos ya tenían siglos presentes en las dinámicas sociales, culturales, políticas y económicas de la antigua Mesopotamia.

Los antiguos hebreos fueron grupos nómadas o semi-nómadas que siempre manifestaron una nula disposición a adaptarse a lo “civilizado”. Vivían alejados de las zonas urbanas, y fueron uno de los primeros grupos en desarrollar amplias capacidades militares. Primero aprovecharon estas cualidades para dedicarse a la rapiña y el pillaje, y más adelante en la Historia, cuando Mesopotamia había visto florecer a varios reinos que competían entre sí, los hebreos se contrataban también como mercenarios. Los registros documentales nos dicen que generalmente cobraban con ganado, lo que evidencia que como trasfondo a sus actividades belicosas, había una sociedad nómada dedicada al pastoreo.

La característica más interesante de los hebreos es que no fueron una etnia. Ser hebreo era, más bien, tener una mezcla de oficio y vocación. Se ha recuperado suficiente evidencia como para saber que los contingentes principales eran semitas y cananeos, pero también los hubo mitanios e hititas.

Tenían un rasgo muy llamativo: estaban en contra de la esclavitud. Según las normatividades comunes de la zona y de la época, si un esclavo lograba huir pero era capturado, se le regresaba a su condición de esclavo. Excepto que lograra llegar con los hebreos. Ellos nunca se sujetaron a esa disposición.

En el texto bíblico encontramos varios detalles que confirman este perfil de los antiguos hebreos. Por supuesto, el más evidente es el nomadismo de Abraham y su familia. Pero hay otros dos más sutiles e interesantes. Por ejemplo, respecto a la capacidad bélica de los hebreos, lo mismo que a su identidad mixta (semita-cananea en este caso), en Génesis 14 se nos cuenta cómo Abraham rescató a Lot, su sobrino, después de que este había sido tomado como prisionero por un grupo de reyes elamitas que habían invadido y atacado la zona. Un sobreviviente al ataque llegó hasta el Encinar de Mamre, dio aviso a Abraham, y vino el contra-ataque.

Nótese: Mamre y su hermano Eshkol son presentados en este relato como socios de Abraham. Están juntos en el momento de recibir la noticia, y entre los tres arman su propio ejército para atacar a los invasores. Mamre y Eshkol eran amorreos; Abraham, semita. Se corrobora, entonces, que estos grupos eran una mixtura cananeo-semítica.

Más interesante aún: este es el primer pasaje de la Biblia donde a Abraham se le llama “el hebreo”. Justo cuando se nos describe su capacidad de gran militar asociado con cananeos.

El otro pasaje del texto bíblico en donde se resiente fuertemente el antecedente de la idiosincracia de los antiguos hebreos es Deuteronomio 23:15-16, que dice: “No entregarás a su señor el siervo que se huyere a ti de su amo. Morará contigo, en medio de ti, en el lugar que escogiere en alguna de tus ciudades, donde a bien tuviere; no le oprimirás”. Es un claro eco de lo que fue la ética de los antiguos hebreos, heredada a la ética del antiguo Israel.

La historia de Abraham, vista en esta óptica, viene a marcar una especie de ruptura con otros hábitos de los antiguos hebreos. Entendido en su contexto histórico, la promesa que D-os le hace a Abraham respecto a una tierra para él y para sus hijos evidencia que hubo un momento en que los hebreos tuvieron que optar entre continuar con su vida nómada, o sedentarizarse. La evidencia documental todavía nos habla de hebreos nómadas y rapaces hacia el siglo XIII AEC, pero luego desaparecen. Incluso, podemos decir que los únicos hebreos que sobrevivieron y perpetuaron algunos rasgos de su identidad fueron los que se establecieron en la antigua Canaán, y que luego le dieron forma al Reino de Israel.

Moisés es otro parte-aguas fundamental en la evolución de estos clanes hebreos. Los más antiguos (estamos hablano de hebreos mil años anteriores a Moisés) se dedicaban a la rapiña y el pillaje y rechazaban la vida civilizada. Muy seguramente, eran gente de pocas leyes, acaso sólo las básicas para garantizar su coexistencia, pero muy lejos de lo que podía ser una vida enmarcada en la legalidad.

Con Moisés se da el cambio definitivo en ese aspecto: el hebreo no sólo ha dejado de ser nómada; ahora, sin perder valores fundamentales como el respeto a la libertad, se convierte en un pueblo de leyes. Con ello, queda definitivamente superada la vocación de rapiña y pillaje.

Moisés también representa el triunfo de una perspectiva religiosa revolucionaria para su época. Los hebreos no tenían una religión en particular. Siendo clanes integrados por gente de muy diverso origen, tenían muy diversas prácticas religiosas. De hecho, ese es el trasfondo histórico de las frecuentes quejas en la Biblia Hebrea contra las prácticas idolátricas a las que algunos israelitas se aferraron hasta tiempos muy avanzados. No es nada más que “las naciones vecinas fueran idólatras” y contaminaran la fe de los israelitas. Es que los antecedentes religiosos de los antiguos hebreos iban en esa misma dirección politeísta.

La única saga épica hebrea que sobrevivió y llegó a nuestras manos es la Biblia Hebrea, es decir, la producida por el antiguo pueblo de Israel. Eso significa que los clanes hebreos politeístas terminaron por sucumbir ante los avatares de la Historia, y que el único grupo hebreo que sobrevivió fue el monoteísta.

Pero el asunto no fue nada más ser monoteísta. Los conceptos de la Torá van mucho más allá de reducirlo todo a “sólo existe un D-os”. En los Diez Mandamientos, la ordenanza no es “creer sólo en un D-os”, sino “no hacernos imagen” de Él. Lo cual implica, incluso, que debemos renunciar a imaginarlo. Se trata de una apuesta por el pensamiento abstracto, algo sorprendente para esa época.

Nuevamente, la arqueología nos da mucha información sobre cómo fue este proceso: los antiguos pueblos mesopotámicos tuvieron muy arraigada la creencia de que existía algo que los especialistas han llamado “el concilio de los dioses”. Básicamente, en todas las mitologías de la zona existe un relato donde una deidad primigenia y dominante es destronada por alguno de sus hijos, que entonces viene a convertirse en el rey de los dioses (el último gran eco de esta noción está en la mitología griega, cuando Zeus destrona a su padre Cronos).

Según la evidencia recuperada de las antiguas culturas cananeas, antes de la conformación del antiguo Israel ya existía la creencia de que había una deidad primigenia llamada El, y que sus hijos eran los Elohim. Y uno de ellos era Yavé, que luego aparece asociado con su esposa Astarté (nótese: estoy hablando de las creencias del antiguo Canaán).

En una lectura simplista de esta mitología, pareciera que los israelitas sólo fueron el pueblo que eligió a Yavé como el dios que eventualmente destronó a su padre El, para convertirse en el rey de los dioses.

Pero no. No fue así. En primer lugar, el texto de la Torá no le da ninguna importancia a la posibilidad de identificar a Yavé como el D-os de Israel. Cuando Moisés le pregunta, frente a la zarza ardiente, “cuál es tu nombre”, la respuesta no es “Yavé”. La respuesta es “yo soy el que soy”. Cierto: en el texto bíblico se usa como Nombre Sagrado una palabra de cuatro letras que podría leerse “Yavé”, pero hay que decir que los especialistas tienen sus dudas al respecto.

Y es que hay otro detalle: la teología que podemos recuperar de los textos bíblicos nos demuestra que los antiguos israelitas abandonaron la noción de que había un dios llamado El, que fue padre de otro dios llamado Yavé. Si en la mitología cananea aparecen como dioses distintos, en la Biblia no. En la teología hebrea, son uno y el mismo.

El fenómeno se repite con Astarté: en la mitología cananea ella era la esposa de Yavé. En la Biblia Hebrea ella está completamente censurada. ¿Machismo extremo? No. En realidad, es otra cosa: la deidad suprema del texto bíblico es asexuada. No es un varón, en realidad, sino una suma absoluta de lo masculino y femenino. Así lo enfatiza Génesis 1:26 cuando dice que el hombre fue “creado a imagen y semejanza de D-os: varón y hembra”. Es muy clara la idea de que lo masculino y lo femenino, disociado en el ser humano, está integrado en D-os. Luego entonces, la exclusión de Astarté en la religión israelita no fue por excluir lo femenino, sino porque lo femenino y lo masculino se fusionaron en un solo D-os. Lo grave de rendirle culto a Astarté era que se regresaba a la perspectiva disociada de D-os, donde lo masculino y lo femenino otra vez estaban en contraposición.

Es en esa lógica que se debe entender la ordenanza de “no te hagas imagen”. El D-os de los israelitas no es el dios El de los cananeos, un padre. O el dios Yavé de los cananeos, un hijo que destrona a su padre; o un dios con esposa, como Yavé y Astarté. El de la Biblia es uno que no tiene imagen, que no puede ser reducido a ninguna categoría humana (padre, hijo, esposo, esposa, masculino, femenino, etc.).

Por ello, el Tetragramatón deja de ser entendido como una alusión al nombre de esa deidad antigua, y pasa a convertirse en un acróstico de las conjugaciones del verbo ser: el que fue, el que es, el que será. Con una peculiaridad extra: en el idioma hebreo, el verbo ser no se escribe en presente. Es decir, si yo quiero decir “hola, yo soy Irving, yo soy músico”, solo digo “hola, yo Irving, yo músico”. En cambio, si lo quiero decir en pasado o en futuro, entonces si uso el verbo: “hola, yo Irving, yo fui músico”.

Ese es el D-os abstracto de la Biblia, del que no debemos hacer imágenes: no lo vemos en el presente, pero lo vemos en el pasado y en el futuro. Es, por lo tanto, el D-os que se manifiesta en la Historia.

Lo sorprendente de la teología del antiguo Israel fue que no se trató de un esfuerzo enoteísta, como el del antiguo Zoroastrismo. Es decir, de imaginar que de entre todos los dioses, sólo uno era el único al que se le debía rendir adoración. Fue un esfuerzo por entender que todo aquello que se relacionaba con cada dios (la vida, la muerte, el agua, el fuego, el aire, la tierra, las cosechas, lo que gusten) en realidad era parte de un único Ser Supremo. No se trató, por lo tanto, de otra historia donde un dios se levanta contra su padre y lo destrona. Por eso en el texto bíblico semejante noción no existe de manera explícita, y si hoy podemos entender el contexto, sólo es porque hemos recuperado la evidencia arqueológica que nos cuenta cómo eran estos mismos conceptos en el antiguo Canaán.

Bien: llegados a este punto, ya tenemos un pueblo que entiende la libertad humana como el mayor valor, que ha dejado la vida nómada y rapaz para convertirse en un pueblo de leyes, y que ha dejado de imaginarse a D-os como un súper-hombre.

¿Qué vino después en este proceso de evolución? El período que va desde la destrucción del primer Templo hasta la destrucción del Segundo (años 587 AEC a 70 EC) enmarca las grandes controversias sobre cómo se tenía que entender la relación entre el ser humano y la ley.

Surgieron varias propuestas: un pragmatismo fundamentalista apegado al texto escrito de la ley, como el de los Saduceos; en contraste, un relativismo abierto a reinterpretar toda la ley a la luz del mundo “moderno”, como el de los Helenistas; y en otro tipo de extremo, dos grupos tradicionalistas que creían que el sentido de la ley estaba íntimamente relacionado con la pureza. Uno de estos grupos, extremista, jerárquico y obsesionado con sujetar la conducta humana al concepto de pureza. Fueron los apocalípticos de Qumrán, que nos heredaron los Rollos del Mar Muerto. El otro, un grupo convencido de que las circunstancias cambiantes de la vida obligan al ser humano a replantearse todo su modo de proceder. Fueron los Fariseos.

Le destrucción del Segundo Templo en el año 70 vino a marcar el contexto que provocó que sólo una de estas ideologías sobreviviera. ¿Cuál? Obvio: la única que estaba hecha para adaptarse a una nueva realidad: la de los fariseos.

Los fariseos entendieron mejor que nadie que la ley judía –la Torá– no es algo que pueda aplicarse a rajatabla. En primer lugar, porque se redactó en un contexto muy lejano en el tiempo, cuando la realidad de los israelitas era muy distinta. En segundo, porque sus conceptos reflejan un nivel de pureza que, en términos prácticos, no existe en el mundo. Luego entonces, lo que había que buscar no era la aplicación de una legalidad basada en una pureza todavía no alcanzada, sino buscar el cómo llegar a ese nivel de pureza. Por ello, los sabios de esta tradición no le tuvieron miedo a la discusión casuística.

¿Cuánto puede cambiar nuestro modo de obedecer la Torá? Puede depender de cuánto cambien nuestras circunstancias. En ese vastísimo universo de discusiones que es el Talmud, se convirtieron en los grandes maestros del cómo analizar cada situación desde todos los puntos de vista posibles, aunque fueran contradictorios. Así, paso a paso, lograron depurar nuestra percepción de lo que es la ley, demostrando que tan importante como el texto escrito, es lo que no está escrito. Ellos le llamaron Torá Oral, si bien nuestros modernos tecnicismos le llamarían, simplemente, jurisprudencia.

Su mensaje para las futuras generaciones fue claro: si el ser humano no debe ser esclavo del ser humano, menos lo debe ser de la ley. La Torá no es para someter al ser humano. Al contrario: es para liberarlo. Así, poco a poco, la paciente labor de los sabios judíos de la era post-talmúdica fue consolidando otro concepto que vino a convertirse en el perfecto equilibrio entre la necesidad de vivir sujetos a una ley, y la importancia de entender que la ley es la que sirve al ser humano y no al revés.

Ese concepto es el de Halajá, literalmente, la manera de caminar.

Pareciera otro código de leyes, pero hay una diferencia sustancial: no es punitivo. Es decir, los castigos mencionados por la Biblia para quien no cumpla con cietas leyes referidas en Éxodo o en Deuteronomio, no se mencionan para aquellos que no guardan –por ejemplo– la pureza alimenticia (kashrut) correctamente.

¿Por qué? Porque la Halajá no es una estructura jurídica, sino una comprensión ética. ¿Una comprensión ética de qué? De todo lo que un grupo revolucionario, inquieto y siempre inconforme empezó a descubrir desde la época de los Sumerios.

Primero, que la esclavitud no tenía razón de ser. Fuimos humanos sólo en el momento en que vimos el rostro del otro y descubrimos que era humano. Y que, por lo tanto, no podía ser sometido a la servidumbre a otro.

Luego, que la vida nómada y caótica no tenía razón de ser. Había algo mejor, más adecuado para respetar –justamente– esa condición humana: la vida sedentaria y con leyes.

Más adelante, que lo divino es algo completamente diferente a lo humano, y es un error proyectar en “dios” o “los dioses” nuestras propias pasiones y nuestros múltiples defectos. Con ello, empezamos el lento proceso de abandonar las imágenes de D-os, y nos consagramos al pensamiento abstracto. ¿Para qué? Nuevamente, para liberar al ser humano. Ya se le había liberado de otros seres humanos al rechazar la esclavitud; ya se le había rechazado de una vida caótica y violenta al someterlo a la legalidad; ahora, se le estaba liberando de sus propios demonios internos, de aquello que nos esclaviza desde lo más íntimo de nosotros mismos.

En el camino, descubrimos lo difícil que era mantener el equilibrio entre legalidad y libertad. ¿Qué es prioritario? ¿La obediencia al marco legal que garantiza el bienestar de la colectividad? ¿O el respeto a la condición del ser humano como hombre libre?

El Judaísmo construyó su respuesta: las dos cosas son igualmente importantes, y encuentran su equilibrio en la Halajá, que no es otra cosa sino la capacidad de superar la comprensión estrictamente jurídica de la Torá, para lograr su comprensión ética. Quien lo entiende, hace el bien para sí mismo y para los demás no porque haya una ley que lo imponga, o porque haya un D-os que es Juez Severo que lo obliga. Lo hace, simplemente, porque es lo bueno.

Eso es lo que nos hace humanos.

Y, aunque no me lo crean, eso tiene como 5777 años que lo empezamos a descubrir.