ALFREDO SERRA

Descendiente de inmigrantes alemanes y de férrea religión bautista, fue uno de los mayores millonarios de su tiempo, pero también uno de los más grandes filántropos del siglo XX.

El apellido Rockefeller es más que una dinastía.

Es un sello. Una marca. Una bandera mundial.

Once letras de origen alemán que no sólo serían sinónimos de inmenso poder e inagotable fortuna: también de pasión por el arte y de filantropía casi sin límites.

Y no es todo. También de fidelidad religiosa al credo bautista, y de severa austeridad aunque llovieran los millones de dólares.

Hoy, a los 101 años, mientras dormía, se apagó la vida de David Rockefeller. Quinto y último hijo de los varones –la sexta fue mujer– del matrimonio de John II y Abby Aldrich.

Nació el 12 de junio de 1915 en la mansión de sus padres: 53th West Street, Nueva York.

En la misma casa que los Rockefeller donarían para que se instalara allí el célebre Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA).

David abrió los ojos en la casa más grande de la ciudad: nueve pisos, salón de música, enfermería… y hasta canchas de squash…

Pero fue criado e instruido, no en la opulencia: en la más severa austeridad.

Porque su abuelo, David John Davison Rockefeller, fundador de la dinastía, se trazó un plan de vida tan rígido como inamovible.

De sus 97 años de vida dedicó la mitad a ser el hombre más rico del mundo, y la otra mitad a derramar su fortuna en obras filantrópicas.

Dinastía e imperio que nacieron de la mezquindad de un patrón.
El joven era empleado de una empresa cerealera.
Detalle: el abuelo obligaba a sus nietos a empezar desde abajo…
Ganaba 600 dólares por año.
Pidió aumento. Se lo negaron.
Y se vengó: creó la sociedad cerealera Clark and Rockefeller.
Y apenas iniciada… estalló el fenómeno que habría de cambiar al mundo en una doble cara: progreso y guerras.
¡El petróleo!

En poco tiempo, David llegó a tener la mayor refinería de Cleveland.
Pero abrigaba otros intereses además del dinero.
Heredó de su madre la pasión devoradora por el arte.
Y antes de sus 30 años logró tener la mayor coleción de pintura impresionista francesa… y universal.

En adelante, la Standard Oil, una compañía fundada por su padre en 1870 –primeros indicios del oro negro–, regida por David, se convirtió en un gigante.

Y el heredero no se quedó esperando, quieto, el alud de dólares. Dueño de ese botón de arranque, invirtió, con la fuerza de un titán, en ferrocarriles, bancos, compañías de seguros, acero…
Pero sin renunciar a sus genes religiosos bautistas.
No edificó mansiones en la Quinta Avenida, como los Astor, los Vanderbilt, los…
Su abuelo y su padre hicieron de su religión bautista un culto a la austeridad.
Y David creció y se formó en la filosofía de “El arte de dar”, y de “Dar sabiamente”.
Ganó la mayor fortuna de su tiempo, pero la redujo a la mitad en “donaciones gigantescas”, como definió mucho después uno de sus biógrafos.

Fundó la Universidad de Chicago.

Creó –como contrapartida del sur ferozmente racista– escuelas para chicos blancos y negros.

En su libro de memorias, escribió: “Nunca olvidamos los ritos de nuestro abuelo y nuestro padre. Oración antes de las comidas, lectura de salmos y pasajes de la Biblia, y ni una gota de alcohol”.

Cursó la escuela primaria en todo lo contrario de una escuela de élite: en la Lincoln de la calle 96…, mixta y popular, a la que iba en patines, rodando por la Quinta Avenida.

Al terminar sus estudios preuniversitarios no recibió un regalo fastuoso: fue un pasaje en barco, clase turista, al Reino Unido, y bajo la promesa de ir en bicicleta… al norte de Escocia (¿?).

Cumple 17 años. Entra a Harvard. Lujos: uno de sus tutores es el gran gurú de la economía liberal, Friedrich von Hayek. Y tiene como compañero a Paul Samuelson, que sería un gurú de no menos peso…

Desde luego, el apellido Rockefeller abría puertas, y hasta estafas: en agosto de 2013, Christian Gerhartsreiter fue condenado a 27 años de cárcel por asesinar a su casero.

Durante décadas se hizo pasar por un Rockefeller (Clark, de nombre), y con esa impostura vivió como un príncipe… hasta que se derrumbó su castillo de naipes.

El hijo de Winston Churchill lo entrevistó para el The Evening Post, y mintió en un párrafo: dijo que David viajó al Reino Unido… ¡para encontrar esposa!

Y le llegaron propuestas… hasta de Nigeria.
Se doctoró con una tesis que es una definición de su vida, y la de sus ancestros: “Recursos no usados y desperdicio económico”.
¡Qué bien vendría en nuestras playas!
Su credo: moneda sana, salud fiscal a rajatabla, y protección de necesidades humanas elementales.
¿Alguien en su sano juicio llamaría a eso “capitalismo salvaje”?
A pesar de su fortuna y la inmunidad que suele dar el gran dinero, después del artero ataque japonés a Pearl Harbor se alistó como soldado raso.
Duro entrenamiento. Jinetas de cabo. Oficial. Y pase a Inteligencia militar.
De vuelta a la vida civil se inclina a la carrera bancaria.
Vicepresidente senior del The Equitable Trust Company, lo fusiona con el Chase Manhattan Bank … de esa operación nace el segundo banco más grande del mundo.

En sus 35 años en el Chase visitó 103 países –algunos, hasta 40 veces–, asistió a 10 mil comidas de negocios, y fue recibido por más de 200 jefes de Estado.

En 1973 fundó la Comisión Trilateral (Estados Unidos-Europa-Japón).
Continuó la monumental obra del Rockefeller Center de Nueva York, fundado por su padre… y fue uno de los mentores del World Trade Center, las torres gemelas derrumbadas por el terrorismo islámico el trágico e inolvidable 11 de septiembre de 2001.

Y hacia 1964 empezó su muy especial relación con la Argentina.
La llave fue José Alfredo Martínez de Hoz, nombrado presidente de la sección local del Consejo Interamericano de Comercio y Producción.
La primera reunión fue en Nueva York… y David presidía la sección de su patria.
En 1965 llegó a Buenos Aires con Peggy, su mujer, y saludó al presidente Arturo Umberto Illia en audiencia especial.
Y casi al instante, él y Martínez de Hoz trabaron una amistad que sería duradera.

El hombre que sería ministro de Economía del golpe militar Videla-Massera-Agosto lo invitó con su mujer a pasar un fin de semana en la estancia familiar Malal-Hue, cerca de Mar del Plata.

Los dos eran amantes de las cabalgatas a campo traviesa: uno de los factores que, según Martínez de Hoz en un capítulo de uno de sus libros, “determinó que David quisiera conocer a fondo nuestro país”.
Ambos se invitaron a sus casas con frecuencia.
El todopoderoso Rockefeller le pidió a Martínez de Hoz que integrara el Consejo Internacional Asesor del Chase Manhattan Bank.
No era poca cosa: tuvo como compañeros a Giovanni Agnelli (Fiat), Henry Ford II, y Henry Kissinger…
Llega noviembre del 72. Se aleja de la Casa Rosada el general Alejandro Agustín Lanusse.
Vuelve Juan Domingo Perón.
Y vuelve David Rockefeller.
Quiere oír opiniones del sector privado sobre el futuro del país. Esa eterna neblina…
Martínez de Hoz le organiza un almuerzo con quince personalidades que dan, cada una, su diagnóstico.
Y después, en su departamento del edificio Kavanagh, una reunión con políticos.
Secreta.
Pero publicada, aunque con escasas precisiones, por el diario La Opinión, de Jacobo Timerman.
El dueño de casa no se explica la filtración.
Que años después sería moneda corriente: ¡teléfonos pinchados, micrófonos ocultos!

En ese capítulo, el primer ministro de Economía de la última dictadura militar reconoce que David Rockefeller ¬–nada menos– lo apoyó para la recuperación económica y la modernización del país.

Que estaba frente a una parálisis general. Peligro de desocupación. Industria sin insumos. Banco Central sin fondos para pagar al contado.

Pero más allá de los consejos y de las cifras, el nieto de la leyenda Rockefeller tendió una mano de “sincera amistad con nuestro país”, como definió Martínez de Hoz.

Para entonces, habitué a la mansión de David en Pocantico Hills.

Y amigo también de muchos argentinos notorios.

¿Dos nombres?: Amalita Fortabat y Domingo Cavallo.

Y un deslumbramiento: su visita a las Cataratas del Iguazú…

Además de comprar, con puntualidad casi religiosa y en cada viaje, cuadros de pintores modernos argentinos.

Según Martínez de Hoz, “impresionaba su actitud de comprensión y tolerancia frente a todo. Su humanismo. Su equilibrio”.

Esa vida que se apagó serenamente, es un nombre grabado para siempre en la historia del siglo XX.

 

 

Fuente:infobae.com