Enlace Judío México.-El austriaco no solo escribía sus artículos a toda prisa en agobios de última hora que se convertían en rachas de inspiración. También sus novelas más ambiciosas las escribió así.
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Durante la mayor parte de su vida adulta, Joseph Roth vivió en los hoteles y escribió en los periódicos. La vida en el hotel equivale en su provisionalidad a la escritura en el periódico. En el hotel se vive unos días o unas semanas y no se tiene más equipaje que el que cabe en una maleta. Lo que se escribe para el periódico se hace con cierta rapidez, durante periodos tan breves como estancias de hotel, y una vez publicado deja de existir de inmediato. Viviendo en hoteles de ciudades europeas durante toda la segunda mitad de su vida, Joseph Roth tenía una continua sensación de precariedad que se le fue agudizando con la pobreza y con la proximidad creciente de una catástrofe que él había sido uno de los primeros en vaticinar. En los primeros años veinte, en un artículo sobre un balneario para turistas en el Báltico, ya se fijó en las banderas con esvásticas que empezaban a ondear sobre las quintas y los paseos marítimos. Escribiendo en los periódicos a destajo, con las urgencias y los sobresaltos habituales del medio, sentiría que su vocación literaria no llegaba a cuajar en un proyecto sostenido. Uno imagina que las grandes novelas son el resultado de la calma y de la lentitud: los novelones majestuosos que publicaba, por ejemplo, Thomas Mann por aquellos mismos años en los que Joseph Roth vivía y escribía a salto de mata, de hotel en hotel, con la prisa de la hora de cierre, con la alarma de encontrar un teléfono desde el que dictar un artículo, o una oficina de teléfonos abierta, o una estafeta de correos desde la que enviar las páginas recién escritas en un sobre con un sello de urgente.
Pero no eran solo artículos lo que Joseph Roth escribía a toda prisa, en agobios de última hora que se convertían de pronto en rachas de inspiración. También sus novelas, incluso las más ambiciosas, las escribió así, y las vio primero no en el papel y en la tipografía respetables de los libros, sino en las hojas como sábanas de los periódicos de entonces, los que se leían en el barullo de los cafés y no en el silencio de un cuarto de lectura. Lo escrito en las pocas cuartillas de una crónica y lo elaborado en la imaginación a lo largo de meses acababan desprendiendo un mismo clima de provisionalidad y derrumbe, de convulsión y desgracia, de paréntesis de serenidad y deslumbramiento en los que a pesar de todo se podían gozar las perfecciones de la vida.
Las novelas las escribía Joseph Roth con una unidad de inspiración y propósito, y los artículos, muchas veces, en el impulso de un momento. En el primer caso, Roth era consciente del libro que tenía entre manos. En el segundo, más o menos se dejaba llevar, con la liviandad de espíritu del que no siente que esté jugándose mucho. Pero la voluntad explícita controla una parte del trabajo mucho menor de lo que parece. Sin que Joseph Roth se diera mucha cuenta, aquellos centenares de artículos que fue escribiendo y publicando a lo largo de los 20 años de su vida peregrina por los hoteles, los que olvidaba o rompía una vez entregados, iban formando otro libro suyo, una crónica en varios volúmenes, casi tan extensa como otras novelas leviatán y novelas río de aquella época: la intrahistoria de la Europa descoyuntada que salía de la Primera Guerra Mundial y se dirigía hacia la Segunda, según Joseph Roth intuyó con fulminante desolación antes que nadie. En febrero de 1933, solo unos días después del nombramiento como canciller de Hitler, Roth le dijo a Stefan Zweig en una carta que aquella noticia era el anticipo de una monstruosidad que acabaría en otra guerra.
Un escritor muere y la parte viva y desorganizada de su obra parece que cobra forma por sí misma, casi siempre con la ayuda de un editor apasionado. Poeta en Nueva York y el Libro del Desasosiego son libros más valiosos aún porque siguen haciéndose y modificándose según las lecturas de los investigadores. Michael Hoffman, que viene haciendo por Joseph Roth en el ámbito de la lengua inglesa algo parecido a lo que hace Miguel Sáenz con Thomas Bernhard en la española, lleva publicados varios volúmenes de artículos de Roth, entresacándolos de la edición alemana de sus obras completas. Lo hace con tal destreza, con tal conocimiento del autor, de su imaginación, de su mundo, que cada volumen adquiere la solidez de un libro soberano. No parece que Hoffman haya puesto juntos los artículos de Roth, sino que solo ha facilitado su agrupamiento natural, la atracción magnética de sus afinidades interiores.
Algunos de esos tomos —Los judíos errantes— los ha publicado Acantilado en español. El más reciente es en apariencia el más misceláneo, y quizá por eso el que yo prefiero, por el aire de libertad vagabunda que circula en sus páginas, incluso en las más sombrías. Se titula The Hotel Years, porque su hilo temático es ese, la vida en los hoteles, la trashumancia de un corresponsal de periódico todavía no malogrado por el desarraigo, justo en la época en la que los viajes se han vuelto mucho más accesibles y también más confortables para quienes pueden pagárselos. Entre 1919 y 1939 Joseph Roth anduvo de un lado a otro de Europa, con frecuencia muy bien pagado por grandes periódicos alemanes, residiendo en buenos hoteles, fijándose en todo, en los amputados de guerra que pedían limosna y en los potentados que se enriquecían con la especulación financiera, paseando por las grandes capitales donde ya había atascos de tráfico y anuncios luminosos, y también por los sitios más apartados y más extravagantes, los campos petrolíferos de Polonia, el palacio presidencial de Tirana, donde el presidente de la República, a punto de proclamarse rey con el nombre de Zogu I, le concedió una entrevista. Visitó la Rusia soviética pocos años después de la Revolución y los paisajes de escorias minerales del Ruhr sumergidos en los humos de las fábricas como en un crepúsculo perpetuo. A veces es como un Josep Pla igual de capacitado para la observación y la perspicacia aunque mucho menos para la indiferencia. Perteneció a la primera generación sometida a la burocracia patriótica de las fronteras, y por eso añoró más la benévola libertad de movimientos del imperio austrohúngaro. Perdido aquel país, ya no se asentó en ningún otro. Decía que ya solo los hoteles despertaban su lealtad patriótica.
Fuente:elpais.com
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