IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – La semana que inicia nos acaba de sorprender con dos movimientos controversiales en el gobierno de Israel. El primero, la cancelación del proyecto que se había acordado con los movimientos Reformista y Conservador (Masortí) y otros grupos, para hacer del Kotel (Muro Occidental) un espacio inclusivo donde todos los judíos tuviesen su propio lugar; el segundo, la aprobación de un proyecto de ley (todavía falta su aprobación en la Knesset, pero parece difícil que sea detenido) que le devuelve a los rabinatos ultra-ortodoxos el monopolio de las conversiones oficialmente reconocidas por el Estado de Israel.

Las críticas desde los sectores liberales, por supuesto, no se han hecho esperar. Y son lógicas: en realidad, se trata de dos movimientos claramente retrógrados y que no reflejan ni por asomo el sentir del Judaísmo a nivel mundial, ni de la sociedad israelí a nivel local. En realidad, sólo satisfacen a un pequeño grupo de religiosos de tendencias extremistas que viven atrapados en su fascinación por los modos anticuados de vivir.

Y ojo: no me parece que esos modos anticuados de vivir sean malos por sí mismos. Son un modo de ser judío, y tienen su lado encantador (siempre y cuando no se traduzcan en conductas agresivas, machistas, misóginas o hipócritas). Se puede decir que son parte de todo un folclor.

Pero es un hecho que esos modos de vivir no son representativos de la mayoría de la población israelí, ni de la población judía. En realidad, sus adherentes son una minoría. Por lo tanto, resulta irracional que diversas leyes (la de los matrimonios es otra) ajusten sus criterios a esa perspectiva minoritaria, para imponera a una mayoría que no sólo no es partícipe de ese modo de vivir, sino que incluso está en contra (y con esta situación, me atrevo a decir que todavía más en contra).

¿Qué es lo que pasa por la cabeza de Bibi Netanyahu y otros político no religiosos que, pese a su postura laica, han permitido este empoderamiento de la ultra-ortodoxia política?

Evidentemente –ya se dijo– no es que sean partidarios de vivir conforme a normatividades del siglo XIX. Lamentablemente, guste o no, es algo más rudimentario y hasta vulgar: conveniencias políticas.

La Knesset o Parlamento en Israel es un universo sorprendentemente complejo. Tiene 120 escaños, que en la actualidad están distribuidos entre 14 partidos políticos (aunque hay dos coaliciones, una de dos partidos y otra de cuatro).

El bloque que se puede definir como “gobierno” tiene los siguientes escaños: Likud, 30; Kulanu, 10; Beit Hayehudí, 8; Shas, 7; Judaísmo Unificado de la Torá, 6; Yisrael Beiteinu, 6. En conjunto, tienen un total de 67 escaños, suficientes para ser mayoría.

El bloque que se puede definir como “oposición” tiene los siguientes escaños: Coalición Unión Sionista (Laborsitas y Hatnúa), 24; Lista Conjunta de Partidos Árabes (Balad, Hadash, Lista Árabe Unida y Ta’al), 13; Yesh Atid, 11; Meretz, 5. En conjunto, tienen un total de 53 escaños.

La precariedad de la mayoría que tiene la coalición gobernante es la que determina el enorme poder que tienen los partidos religiosos Shas y Judaísmo Unificado de la Torá. En un esquema donde la mayoría depende de 7 votos, el hecho de que estos dos partidos tengan 13 escaños provoca un fenómeno que le resulta molesto a muchos ciudadanos israelíes: un partido con 7 escaños y otro con 6 escaños gozan de un poder desproporcionado, porque sus votos pueden significar la continuidad o el colapso del gobierno. Por lo tanto, los venden caro. ¿Qué tan caro? Bueno, ya se vio: tan caro como el Kotel o como la ley de conversiones.

Lamentablemente, la coyuntura política no le deja demasiadas opciones a Netanyahu y al Likud. La otra alternativa sería disolver la Knesset, convocar a elecciones, y descubrir al día siguiente que los resultados serían muy similares a lo que ya hay. Y entonces todo volvería al mismo punto, sólo que tras el desgaste económico y social de un proceso electoral.

La lectura superficial (y me atrevo a decir que hasta banal) de lo que está sucediendo es acusar a Netanyahu y su grupo más cercano de ceder a la presión de los ultra-ortodoxos.

Es cierto que eso es lo que está sucediendo, pero hay una razón de fondo: Netanyahu necesita esos votos. ¿Por qué? Porque de lo contrario, su proyecto político principal se podría hundir.

Y volvemos al eterno conflicto: ¿cuál es el principal proyecto político de Netanyahu? La seguridad de Israel frente a los retos que representan Irán, el Estado Islámico, Hizballá y los palestinos.

Y aquí es donde el asunto se vuelve más complicado: lamentablemente, la oposición (laboristas, sobre todo) han evidenciado una terrible miopía política que ni siquiera les permite ver lo que está sucediendo en el terreno. La extrema izquierda (Meretz, concretamente) están todavía más lejos, en la irrealidad y la irresponsabilidad absoluta.

La línea generalizada de estos partidos ha sido la de hacer concesiones. Un ejemplo: Barack Obama estuvo al frente de la política más anti-israelí que se haya visto en la Historia de los Estados Unidos. Llegó más lejos que Jimmy Carter (y eso es bastante). En momentos críticos como la última guerra en Gaza (2014), la administración Obama tuvo el descaro de exigir la rendición de Israel. En las pseudo-negociaciones con Irán respecto a su tratado nuclear, la gente de Obama –John Kerry, principalmente– descaradamente mintió y se comportó con Israel del modo más hipócrita posible.

Obama fue un presidente que, en términos prácticos y objetivos, hizo del Medio Oriente en general un lugar más peligroso. Y para Israel, en particular, la situación fue doblemente adversa.

Sorprendentemente, los líderes laboristas siempre insistieron en que Netanyahu era el culpable de la crisis con los Estados Unidos. Repitieron hasta el cansancio que “la necedad” del Primer Ministro estaba aislando a Israel (cuando en realidad sucedía lo contrario: gracias a la ineptitud o mala leche de Obama, Israel y Arabia Saudita empezaron a reforzar sus lazos y, hoy por hoy, Israel está mejor posicionado en muchos terrenos de la arena política internacional).

Inevitablemente, personajes como Isaac Herzog o Tzipi Livni dejaron la sensación de que ellos sí se hubieran rendido a las exigencias de Obama, bajo el falso y delirante concepto de que “si Israel cede ante los palestinos, se impulsará el diálogo para la paz”. Eso es una tontería. Los palestinos ya demostraron todas las veces que les fue posible que no les importa quién esté en el gobierno israelí, si los laboristas o el Likud. Su estrategia es la violencia y su objetivo es la destrucción de Israel. Incluso, el hecho objetivo fue que el más grande episodio de violencia palestina en toda la Historia del conflicto, se dio cuando el poder lo tenían los laboristas, y justo después de que Ehud Barak como Primer Ministro hiciera la oferta más arriesgada que jamás se le haya ocurrido a un líder israelí. Arafat, para sorpresa de Bill Clinton, simplemente contestó que no y regresó a su mukata para organizar la Segunda Intifada, que se saldó con más de 7 mil muertos y una estruendosa derrota palestina, cuyos líderes al final de cuentas no obtuvieron nada. Absolutamente nada.

Pero eso no cuenta para la izquierda israelí. Insisten en que se debe seguir explorando la misma ruta que nunca le funcionó a los laboristas (y eso, desde los tiempos de David ben Gurión): hay que ceder, hay que complacer a la opinión internacional y hay que hacer concesiones a los palestinos.

Duele decirlo, pero lo que hace que personajes como Zeev Jabotinsky le resulte odioso a muchos, es que él tuvo la razón en su interpretación del problema. Visto en perspectiva, resulta claro que su análisis de la realidad fue más objetivo que el de Ben Gurión.

Jabotinsky señaló que el conflicto con los árabes era inevitable, y por eso fue llamado fascista. Menajem Begin, Itzjak Shamir, Ariel Sharón y Benjamín Netanyahu sólo han seguido esa interpretación molesta pero realista, y también les han llamado fascistas.

Pero los hechos allí están: la política palestina tiene como objetivo la destrucción de Israel. Cuentan como apoyo con el régimen iraní y su esbirro, Hizballá. No existe una verdadera disposición a negociar la paz. Afortunadamente, la situación ha cambiado en otros frentes: ya se mencionó el caso de Arabia Saudita. Amenazada también por Irán, la monarquía saudí ha empezado a estrechar lazos con Israel, y eso se ha traducido en una mejor posición internacional para el Estado Judío, reforzada por la no siempre prudente administración de Donald Trump, pero que por lo menos puso fin a la política anti-israelí de Obama.

En la ONU también se están reflejando los cambios: todavía subsiste la política irracional anti-israelí a ultranza en organismos como la UNESCO, pero por lo menos Antonio Guterres, el nuevo Secretario General, ha asumido un compromiso real para combatir el abierto racismo judeófobo de la ONU, a diferencia de su predecesor Ban Ki-Moon, que sólo se limitaba a quejarse pero sin tomar cartas reales en el asunto.

El paso de los años ha hecho evidente que las autoridades palestinas no están dispuestas a negociar la paz, y eso se ha traducido en muchas ventajas para Israel.

Lamentablemente, en el universo interno la situación es diferente: todavía hay 53 parlamentarios en la Knesset que quieren hacer rodar la cabeza de Netanyahu y regresar a los tiempos en los que la política oficial de Israel era hacer concesiones. Inútiles, pero concesiones a fin de cuentas (no me pregunten qué lógica tiene eso, porque no la tiene). Incluso, se sabe que 13 de esos parlamentarios (los de la coalición árabe) podrían estar felices si todo el Estado Judío despareciera.

Vamos poniendo los puntos sobre las íes: somos muchos los judíos que queremos ver un Kotel inclusivo, abierto para todos; los mismos que queremos que las conversiones reconocidas por el Estado de Israel dejen de ser un monopolio del sector religioso más radical; los mismos que, ya entrados en el tema, quisiéramos ver una verdadera separación entre religión y estado (existe en el papel, pero no en la práctica); y de una buena vez, los que quisiéramos ver que el gobierno israelí por fin establece el matrimonio civil, y este aspecto de la vida también deja de ser monopolio de grupos ultra-ortodoxos.

Pero entonces tenemos que resolver otro problema de fondo: la división política en la Knesset. Y ahí es donde empiezan los verdaderos problemas, porque de todos los que quisiéramos ver menos influencia ultra-ortodoxa en ciertas decisiones del gobierno, muchos quisieran ver una política de rendición y más concesiones hacia los palestinos.

Por eso no está funcionando el asunto.

Si se regresa a la política de concesiones unilaterales sin exigir que, en términos reales, los palestinos también hagan sus concesiones, la política israelí seguirá dependiendo de frágiles coaliciones para evitar el colapso de la legalidad. Y eso le seguirá dando mucho poder, más del que merecen, a los partidos pequeños pero cuyos votos pueden significar la diferencia.

Y con ello me estoy refiriendo, específicamente, a los partidos religiosos.

Hoy por hoy, resulta fácil quejarse de las medidas adoptadas por el gobierno de Israel, pero hacerlo como si fueran una situación aislada, sin contexto, sin causas concretas y complejas.

Por supuesto, en ese contexto frívolo e irreal, ya se han levantado voces (desde Meretz, desde dónde más…) que en su intento por ir más lejos en el análisis del conflicto, insisten en que todo se resolverá cuando “pongamos fin a la ocupación”. Porque es la ocupación la madre de todos los conflictos: sin ocupación, israelíes y palestinos viviremos felices y entonces no será necesario concederles tanto poder a los religiosos.

Por supuesto, sigo sin conocer a un judío (incluyendo los de Meretz) que me expliquen qué es la ocupación, porque conforme a la normatividad internacional no existe ninguna ocupación de “territorio palestino”, porque de hecho no existe algo definible legalmente como “territorio palestino”.

Y la molesta realidad –esa que en Meretz no quieren ver– es que si Israel se retira de los puntos de control que conserva en Cisjordania, va a suceder lo siguiente:

1. Los palestinos seguirán insistiendo en que hay una ocupación, porque su concepto de “ocupación” es la existencia misma de Israel. Sólo dejarán el tema en paz cuando ya no exista Israel.
2. La Autoridad Nacional Palestina y Mahmoud Abbas van a perder el control y el poder, y serán fácilmente sustituidos por Hamas, con lo que la Franja Occidental quedará bajo control iraní.
3. Tal y como ya se demostró con la desconexión israelí de Gaza hace doce años, el proceso de paz no se va a reactivar. Sólo se incrementará la violencia y el terrorismo.
4. A mediano plazo, Israel no va a tener más alternativa que invadir militarmente Cisjordania, y regresaremos a una situación muy parecida a la de 1967.

Duele admitirlo, pero la única solución viable es la derrota palestina. La derrota verdadera, absoluta, que los obligue a renunciar de una vez y para siempre a toda su demagogia, detrás de la cual está en todo momento el objetivo de destruir a Israel.

Por supuesto, dicha derrota no pasa por un victoria militar israelí. En realidad, la única forma razonable para que se logre esa derrota sin grandes daños humanos, es que Arabia Saudita asuma su rol de liderazgo en el mundo árabe y aplaste al corrupto liderazgo palestino que ha servido para absolutamente nada en Cisjordania, al tiempo que aísle por completo al liderazgo terrorista de Hamás en Gaza para obligarlo a dimitir o cambiar su rumbo.

Pero eso sólo será posible en la medida en la que Israel y Arabia Saudita refuercen su entendimiento mutuo, asunto que va bastante bien, aunque todavía requiere de más trabajo.

Pero para que siga ese trabajo, se requiere que el gobierno de Netanyahu pueda contar con la mayoría en la Knesset y funcionar adecuadamente.

Pero para que eso suceda, se necesita el apoyo de los partidos religosos.

Pero…

No es una situación sencilla. Y lo que menos sirve en este momento es el análisis superficial que se reduce al cliché y a la consigna de “todos unidos contra Netanyahu”.

¿Quieren soluciones? Ni modo. Hay que poner a los palestinos en su lugar. De hecho, hay que desmantelar a las autoridades palestinas, que en casi 25 años no han hecho absolutamente nada por su propia gente.

Para exigirle al gobierno de Israel que se comporte de manera normal (en términos políticos eso significa que ponga a un lado las agendas religiosas, porque Estado y Religión deber ir por separado; y ojo: eso no es invento mío, sino de la Biblia, el primer libro que dejó en claro que debían existir dos linajes mesiánicos, uno sacerdotal –el de Aarón– y otro de la realeza –el de David–, porque sacerdocio y realeza son dos cosas diferentes), debe haber circunstancias normales. Y eso significa que los palestinos deben pacificarse, lo cual implica que deben renunciar a sus exigencias fuera de lugar como el “derecho al retorno” (es insano que un grupo exija un país propio para luego mandar a sus ciudadanos a vivir a otro país), y el “fin de la ocupación” (cuento demagógico para seguir luchando en pro de la destrucción de Israel).

Diría que es hora de derrotar a los palestinos, pero la realidad es que ya era hora de eso desde 1982. Ariel Sharón confesó alguna vez que de lo único que se arrepentía era de no haber liquidado a Yasser Arafat en esa, la Primera Guerra del Líbano.

Pero ya saben cómo se dieron las cosas: Israel aplastó a la OLP en Beirut, y la opinión internacional intervino –como de costumbre– a favor de los terroristas palestinos. La ONU y muchos otros organismos presionaron a Sharón para que permitiera que Arafat y los cabecillas de la OLP se trasladaran a Túnez.

Israel cedió. Se apegó a esa política amable de hacer concesiones sin recibir nada a cambio.

¿Resultado? Esto. Lo que tenemos en las narices.

Dicen los empresarios exitosos que si quieres resultados diferentes, hagas cosas diferentes. Si volvemos a la tentación de seguir con las concesiones unilaterales hacia los palestinos (como pide la gente de Meretz, por ejemplo, o muchos otros que hoy se rasgan las vestiduras por el poder político de los partidos religiosos), dentro de 20 años, 30 años, 50 años, seguiremos chocando con la misma realidad que tenemos hoy por hoy frente a nuestras narices.

De hecho, si tomamos como punto de partida los acuerdos de Oslo (1993), ya llevamos casi un cuarto de siglo así. Si tomamos como punto de partida ese momento en que Sharón cedió y no liquidó a Arafat, llevamos 35 años en las mismas.

Como que va siendo hora de cambiar.