El dios Manitú de los nativos estadounidenses escogió a los pieles rojas del barro más fuerte para que fueran su pueblo. Los concibió como hombres superiores, seres casi inmortales capaces de dominar la tierra y crear una fortaleza por encima de todos los pueblos y todas las criaturas. Al igual que Vishnú con los brahmanes, Zeus con los cretenses, pensó en hombres perfectos, hombres invencibles, hombres dignos de su nombre. Éste, no fue el caso del dios de los judíos.

Él escogió primero a un ser débil y defectuoso; capaz de caer ante los engaños del réptil y olvidar la única orden que tenía. Luego, opto por un pueblo de pecadores; hombres que frente a la adversidad le dieron la espalda y se olvidaron de su juramento.

Los escogió así y así los hizo: esclavos, con un cuerpo físico, fáciles de engañar y dependientes de los deseos materiales. Sin embargo, también los hizo sabios, con su aliento sagrado; capaces de superarse y elevarse al nivel de los ángeles; capaces de caerse siete veces y siete veces levantarse. Fueron hombres hechos a su imagen y semejanza, a la imagen y semejanza del único D-os.

Esto es lo que recordamos el 17 de Tamuz; básicamente que somos seres humanos. Es decir, que tenemos un cuerpo mortal que sufre y siente y un alma inmortal que vino de un mundo no material. Que la labor que tenemos en este mundo, la única razón por la que venimos a él, es para unir ambas realidades. D-os nos hizo defectuosos para que a lo largo de nuestra vida nos superáramos, hizo al mundo roto para que fuéramos nosotros quienes tuviéramos el honor de mejorarlo, hizo al hombre separado de la Divinidad para que pudiera sentir la necesidad de buscarla. Finalmente en este mundo, la perfección se logra a través del trabajo, no se nace con ella.

El 17 de Tamuz es el día en que Moisés rompió las Primeras Tablas de la Ley. Las había recibido de D-os mismo en el Monte Sinaí. Contenían los Diez Mandamientos que todos los judíos habían escuchado 40 días antes cuando aceptaron a D-os como su dios y aceptaron la Torá como su ley. La ruptura de las tablas implicaba la ruptura del pacto que se había hecho. Sucedió justo cuando Moisés vio los judíos bailando en el desierto frente al Becerro de Oro, un ídolo hecho por equivocación y miedo. Rompió las tablas y trajo el olvido de Torá al mundo. Nos dice el midrash que en el Cielo dijeron “fue un acto bueno”.

¿Por qué?, ¿qué significa todo esto? ¿Qué implica que las tablas se hayan roto?; ¿cómo algo hecho por D-os, todo perfecto y omnipresente, puede romperse? ¿Por qué fue un acto bueno? y ¿qué relación guardan las tablas con el Becerro de Oro? Trataremos de contestar estas preguntas.

Las primeras tablas y el Becerro de Oro

Empecemos por lo más básico: las tablas representan la unión más fuerte que ha existido entre D-os y el hombre. Eran la materialización física del juramento hecho en el monte Sinaí, la unión absoluta entre el mundo espiritual y el mundo material. Fueron hechas y gravadas por D-os mismo, pensadas para ser el sentido del hombre, el objetivo del Universo. Si no fuera por el Becerro de Oro, el pueblo judío hubiera entrado inmediatamente a la tierra prometida y la Presencia Divina hubiera sido absoluta y constante en todo el mundo. La entrega de las Primeras Tablas fue una de las revelaciones más grandes que han existido en la Tierra.

Sin embargo, a mayor revelación, mayor es la tentación. Los judíos de ese momento no estaban preparados para un regalo tan grande. Al no ver a Moisés en el día 39 temieron que jamás regresaría y construyeron para sí un supuesto intermediario que los vincularía con D-os. El pecado del Becerro de Oro radica en querer llamar a la Presencia divina a gusto propio.

La Torá explícitamente prohíbe hacer imágenes para adorar a D-os, ya sea a través de estatuas, pinturas o cualquier otro objeto. También prohíbe imitar ritos paganos que se usan para adorar otros dioses y prohíbe construir altares fuera del lugar indicado por Él mismo. La relación que guardan todas estas prohibiciones es que el hombre decide llamar sagrado a algo que en esencia no lo es.

La imagen como es construida por el hombre no puede tener vida propia y ser el mensajero de D-os, como lo era Moisés. El altar como fue construido en un lugar que el hombre eligió, sin el proceso que D-os marcó, no puede tener la santidad que Él le otorga a Su Templo. Los ritos paganos no pueden ser usados para adorarlo porque es Él quien marca la forma correcta de honrarlo a través de sus mitzvot. En el momento en que eliminamos a D-os del ritual, no podemos pretender que nos estamos uniendo a Él.

Ese es el principal defecto de la idolatría, que engaña y rompe la posibilidad de una unión entre D-os y el hombre. Elimina por completo el actuar de D-os, en lugar de reconocerlo como el Creador y Dueño de todas las cosas, coloca al hombre o a alguna otra fuerza en ese lugar. Nuestra Torá es sagrada porque fue dictada por D-os, nuestras tradiciones son sagradas porque fue Él quien nos las enseñó. El Becerro era un pecado porque rompe ese compromiso hecho entre las dos partes. Los judíos lo hicieron para buscar a Hashem, sin embargo, les trajo una separación irreparable.

Curiosamente lo construyeron un día antes de recibir el objeto material que mejor iba a cumplir sus objetivos. El único vínculo real y sagrado que D-os les estaba dando. Las Primeras Tablas funcionan como antítesis del Becerro de Oro, ambos objetos trabajan a manera de espejo. Mientras que el Becerro de Oro fue hecho únicamente por el hombre, las tablas fueron hechas únicamente por D-os.

Ambos buscaban crear una unión entre D-os y el hombre. Sin embargo, el Becerro lo intentaba a través del engaño; de brujería, hechizos y bailes. Mientras que las tablas cargaban consigo las mitzvot (mandatos) de Hashem, la única forma real y duradera de conectarse con D-os; de elevar el mundo material al mundo divino.

Desgraciadamente ni uno subsistió hasta nuestros días en la forma que fueron creados, Moisés se encargó de destruir a ambos. El Becerro fue pulverizado por Moisés y bebido por el pueblo para expiar sus pecados. Mientras que las tablas al llegar Moisés frente al pueblo cayeron de sus manos.

Según un midrash las letras mismas que prohibían la idolatría, al ver a los danzantes huyeron para no pasar vergüenza y dejaron las piedras vacías, por eso pudieron romperse, porque aquello que las hacía indestructibles las abandonó. Su santidad se sostenía en el pacto que habían hecho el hombre y D-os y ese pacto acababa de ser roto. El rompimiento de las tablas representa el abandono de la Divinidad. D-os mismo, antes presente, se aleja del pueblo judío.

Encontramos un simbolismo similar con las columnas de fuego y las nubes que guiaban al pueblo judío en el desierto. Durante años D-os se hacía presente con el pueblo judío a través de una columna de fuego que los guiaba por la noche y una nube que los protegía del sol durante el día. Cuando comenten el pecado del Becerro de Oro ambas los abandonan.

Sin embargo, hay una diferencia enorme entre ambos obejtos: el Becerro de Oro fue desechado, mientras que las Tablas rotas fueron conservadas. Moisés juntó uno a uno los pedazos dispersos, y tiempo después los coloco junto a las Segundas Tablas en el Aron Ha-Kodesh (El Arca Sagrada del Tabernáculo), el lugar más sagrado del mundo. ¿Por qué?

El dolor y el ayuno

En honor a esas Tablas es que ayunamos el 17 de Tamuz, ellas son el recuerdo de la debilidad humana, del dolor diario que se vive en este mundo. Las tablas enteras representan el acercamiento que D-os genera hacia el hombre constantemente, y la ruptura de las mismas representa nuestra inhabilidad de recibir esa energía y ese amor. Dicho defecto humano trae al mundo el ocultamiento divino y ese ocultamiento se manifiesta a través del dolor.

Por eso seguimos ayunando en este día, porque vivimos en el Exilio. El 17 de Tamuz no sólo fue el día en que las tablas fueron rotas, también fue el día en que las murallas de Jerusalén cayeron; la Presencia Divina abandonó el Templo; los servicios diarios fueron interrumpidos y los romanos desacralizaron el Santuario de D-os. Se considera al 17 de Tamuz como el inicio del exilio Babilonio y del romano, cuyas cúspides llegan en Tisha B’Av, el día en que se destruyeron los dos Templos. Durante las tres semanas que transcurren en estos días se hace luto por el Exilio. El 17 de Tamuz es el inicio de ese luto.

Ayunamos, no sólo por el dolor de esos días trágicos, sino por el dolor actual que sentimos en este mundo; porque hoy en día seguimos viviendo en el Exilio. En un mundo donde la verdad de D-os no es revelada, donde el hombre en su búsqueda erra, peca y trae dolor a sí mismo. Un mundo donde las Tablas de la Ley fueron rotas y el Monte del Templo convertido en un par de piedras.

Sin embargo, también vivimos en un mundo donde el segundo par de Tablas fueron recibidas. El 17 de Tamuz, las Tres Semanas y Tisha B’Av, también son la antesala a Yom Kipur, el día en que obtuvimos el perdón divino y Moisés volvió a bajar con las Tablas de la Ley. En ese día también ayunamos, pero es un día de alegría. Finalmente las segundas tablas resistieron el pasar del tiempo porque fueron hechas por Moisés bajo instrucción divina. Representan una unión más fuerte entre D-os y el hombre, ya que fueron hechas en un trabajo conjunto.

El mismo día que el pueblo de Israel vuelve a aceptar las tablas, la nube y la columna de fuego vuelven a bajar, en señal de que la Presencia Divina mora entre ellos nuevamente. Las nuevas tablas finalmente representa el pacto del Sinaí vuelto a hacer, pero ahora, desde el conocimiento. Si en Shavuot aceptamos la Torá por amor, sin saber que estaba escrita en ella, en Tamuz conocimos lo que era separarse de ella. Los judíos de ese momento supieron lo que se sentía el abandono de la Divinidad y la separación de Su ley, y en Kipur enmendaron su error.

La ruptura de las tablas fue un acto bueno porque la separación de D-os permitió al hombre buscarlo; construir unas tablas bajo su guía. El olvido de Torá es bueno porque impulsa a la persona a involucrarse intelectualmente con la Divinidad. El dolor en el hombre es bueno porque le ayuda a encontrarse: le ayuda a ver el mundo que lo rodea y dedicarse a mejorarlo; le ayuda a verse a sí mismo cuando se encuentra perdido y le enseña la verdad, la realidad moral a la que debe adherirse. El 17 de Tamuz nos enseña a escuchar nuestro dolor.

Por eso debemos conservar ambas tablas, las tablas rotas y las tablas duraderas. Porque nuestro D-os nos escogió con defectos para que conociéramos el dolor y enmendáramos nuestros propios errores, cayéramos siete veces y siete veces nos levantáramos.