Enlace Judío México.- Iba a salir temprano hacia Eilat desde Tel Aviv. El boleto de avión en Arkia, la aerolínea israelí de cabotaje, me pareció carísimo, sin que yo entendiera el porqué. Aunque aquí en Israel es todo taaaaan caro que no debí sorprenderme.
De modo que a las seis de la mañana, mientras el sol crecía muy rojo y redondo sobre los tejados de Tel Aviv, viajamos mi amiga Dana la uruguaya, que es tan linda e inteligente que hasta la arena del desierto se da vuelta para mirarla, y yo, hacia la estación de autobuses de la ciudad, metidas en nuestra propia bruma de pensamientos y silencio.

SHULAMIT BEIGEL PARA ENLACE JUDÍO

Me despedí de la ciudad que alguna vez fuese mía, y nos acurrucamos atrás en una hilera de asientos que estaban vacíos, para dormir todas torcidas las cinco horas que nos faltaban para llegar a nuestro destino.

En abril del 2007, mi hermana llegó de México y organizó un pequeño grupo de familiares y amigos para viajar a Jordania. Yo, lo confieso, nunca había tenido interés en conocer de cerca ningún país árabe. Camellos y arena no eran algo que llamaran mi atención. Y sin embargo lo acepté, y el viaje que emprendimos en aquél entonces aún navega en mi recuerdo con las claridades de un sueño.

Nuevamente estaba viajando a Ákaba, y otra vez haría una escala en Eilat, donde nos quedamos a dormir, pensando preocupadas que tal vez sería la última vez que veríamos esa ciudad del sur de Israel, así que nos deleitamos con pescados y mariscos en el mismo restaurante donde habíamos cenado mi familia y yo hacía unos años, llamado en hebreo Hamiklat Haajarón, que se traduce curiosamente como El último Refugio, casi en la frontera con Egipto, con el Sinaí.
En aquella ocasión durante la cena nos dio un ataque de risa contagiosa, nerviosa tal vez, que recuerdo hasta hoy, explotando a carcajadas ante cualquier tontería que alguno de nosotros decía. Esta vez no fue así, y la cena transcurrió en un silencio preocupante.

Dana y yo nos levantamos muy temprano a la mañana siguiente, y llegamos a la frontera denominada Puente Rabin, en honor del político israelí que hiciera La Paz con Jordania en 1994. Después de pagar un impuesto de salida que nos pareció muy caro, empezamos a caminar los pocos metros que separan a Israel de Jordania, arrastrando nuestras pequeñas valijas. Nos llamó la atención que los primeros 15 metros eran de un buen asfalto, pero a medida que avanzamos, como a la mitad, el camino comenzó a mostrar un pavimento con agujeros un tanto destartalado. Pero estos detalles no tenían importancia, ya que mis fantasías románticas más exacerbadas me aseguraban que cuando terminaría el asfalto vería aquel lugar exótico que recordaba, más exótico que Londres, más caluroso por supuesto también y menos aburrido.

En aquella ocasión estaba segura que muy pronto encontraría hombres con turbantes, pantalones baggy de terciopelo negro y bigotes al mejor estilo Mustafá, reclinados sobre palmeras de dátiles, y mujeres con velos de lentejuelas, mientras que sus leales camellos estarían ahí a su lado, todo ello en una atmosfera pintoresca, mientras que a lo lejos se vería una espectacular puesta de sol.

De niña había leído Las mil y una noches, libro que me hiciera tener una fascinación por el desierto. Genios saliendo de una botella, el Ladrón de Bagdad y Aladino, eso era lo mío, y seguramente me estarían esperando ahí. Ungüentos, aceites, perfumes y aromas exóticos desconocidos. El mundo del desierto me parecía un lugar de una sensualidad absoluta. Pero ahora sabía que no era así pues ya había estado ahí, y que nunca tendría la posibilidad de explorar mis fantasías infantiles. No en Jordania. Aunque sus esbeltas montañas incentivan a la imaginación de cualquier mortal.

Nuevamente e igual que en entonces, mi primera impresión fue la foto del rey Abdalá. Me hizo pensar en los afiches que había visto años atrás en Cuba, de Fidel y el Che Guevara, al igual que en Venezuela con el culto a la personalidad de Hugo Chávez.

En esta ocasión, en la frontera nos esperaba un guía llamado Mujamad, nombre que se repetiría muchas veces durante el paseo con distintos personajes que iba conociendo, y que nos condujo en una camioneta a la ciudad de Ákaba. Quien ha vivido en Israel y en un pasado estuvo presente durante las distintas guerras, de repente encontrarse ahí y que no pasara nada, y que más bien nos recibieran con una amplia sonrisa, pues es algo que siempre me ha parecido extraño y emocionante.

Ákaba es, para quien no lo sabe, la ciudad costera que termina en el sur de Jordania, que estuvo poblada desde 4000 años antes de la era cristiana. Estratégicamente importante por la conjunción de las rutas de comercio entre Asia, África y Europa, es el único puerto del país, y es la ciudad más grande en el Golfo de Ákaba. Los primeros que la poblaron fueron los Edomitas, mencionados en la biblia, como Anshei Edom, los hombres rojos de la zona y más tarde por los nabateos, -que no eran los hombres nabos-cien años antes de la era cristiana.

Lo único que yo sabía de este lugar era que Lawrence de Arabia había mantenido una revuelta aquí en la famosa batalla de Ákaba. Pero siempre pensé que todo eso era producto de la imaginación del director de la película, donde el actor británico Peter O’toole representó a Lawrence. Y aunque quería ver el lugar donde Lawrence había estado, lo que más me interesó en un comienzo era poder ver por primera vez cómo se veía Eilat desde el otro lado, desde Jordania.

La ciudad fue entregada a los ingleses como protectorado de Transjordania en 1925, terminando así la permanencia del imperio Otomano en la zona, pero los israelíes no tenían la posibilidad de visitar ese país hasta que se firmó el Tratado de paz entre el Estado de Israel y el Reino hashemita de Jordania, el 26 de octubre de 1994, que normalizó las relaciones entre ambos países, resolviendo sus disputas territoriales, que comenzaron en la Guerra árabe-israelí de 1948 y que luego se agravaron en la Guerra de los Seis Días en 1967.

Así que finalmente estaba aquí otra vez, en Ákaba. Y aunque sabía que no encontraría hombres con pantalones anchos de terciopelo negro, hombres con pantalones en general, pues los de aquí usan unas largas batas, o genios saliendo de una botella para cumplir mis deseos más ocultos, estaba feliz de encontrarme aquí nuevamente, aunque mis hombres imaginarios no aparecieran en escena. La ciudad que mi familia y yo habíamos descubierto hacia unos años, era una ciudad de hoteles de lujo, playas desde donde el paisaje que se veía era Eilat, muchos cafés y restaurantes, ofreciéndote una maravillosa comida como Mansaf y Knafeh, y además, eso sí, muchos baños turcos, algunos muy antiguos, que fueron construidos alrededor del año 306 de la era cristiana. En realidad pensé que estar en Akaba era como estar en Eilat, solo que del otro lado. Las mismas diversiones, las mismas playas, los mismos hoteles, solo que una parte de esta manzana partida en dos era moderna, Eilat, mientras que la otra es musulmana, menos moderna pero muy acogedora y mucho más barata.

Para los israelíes Akaba no es interesante, porque tienen lo mismo en Eilat, y porque las cosas que pueden comprarse aquí las pueden conseguir en Jerusalén oriental. Algunas agencias turísticas se quejan de que el turista israelí viene por un solo día, no compra nada, no come nada y se trae sus tortas y bebida de Israel, cómo lo hacía la señora Honig la vecina de mi casa natal en la Colonia Condesa. Visitan Petra y regresan el mismo día. Desde Akaba puede uno ir por mar en ferri a los puertos egipcios de Taba y Nuweiba, y de ahí llegar a Sharm el Sheikh, pero bastante asustadas estábamos ya de estar en Jordania como para lanzarnos a más aventuras.

A casi diez años de mi primer viaje a Jordania, mi memoria se empeñó en recordar siempre Wadi Rum, el lugar hacia donde continuamos Dana y yo, después de un rápido recorrido por Ákaba. Ese lugar y ese momento fue y nuevamente se reiteró en esta visita, como el más hermoso sitio de nuestro paseo. Pocos lugares que he visto pueden ofrecer un espectáculo de infinitud y grandeza equivalente al del Wadi Rum, o Valle de la Luna, el desierto como una meseta, alzada sobre varios cañones profundos, donde se pierde la vista, dispuesta a encontrarse con un cielo terso y límpido, sobre ese espacio donde encontramos dormitando, casi invisibles, hombres, animales y piedras, esculpidos interminablemente a través de largas generaciones.
En aquella ocasión fue ahí donde conocimos a nuestro guía beduino de nombre Mujamad, otro Mujamad más, quien nos enseñó la planicie desértica en que había nacido y crecido, aparecida como un milagro.

Wadi Rum es una realidad potente y provocativa, difícilmente descrita con palabras. Paisajes exquisitos y bellos que jamás había visto. Si para nosotros el mundo árabe se presentaba como una fantasía, para ellos, los beduinos del lugar, la fantasía era Europa, Israel, México, Estados Unidos de Norteamérica. Lo que aprendí durante ese viaje y lo que seguramente aprenden ellos cada día a través de los turistas que los visitan, es que la fantasía y la realidad no siempre van juntas.