Enlace Judío México.- El Holocausto es, fuera de toda duda, el evento más trascendental y relevante de la Historia Moderna. Las repercusiones que ha tenido a todo nivel son enormes, y pareciera que de uno u otro modo todo gira alrededor del impacto que causó en la civilización occidental.

IRVING GATELL EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO

Esto se debe a muchos factores. El más evidente, a que está directamente vinculado con la Segunda Guerra Mundial, el conflicto bélico más grave de todos los tiempos. El más sutil, que es la culminación en la evolución del antisemitismo europeo, culmen de la xenofobia irracional.

Debido a ello, se magnifica la atrocidad de la Segunda Guerra Mundial: si bien este conflicto dejó un saldo de 55 millones de muertos, todavía podría decirse que, lamentablemente, ese es el saldo de todas las guerras. Muertos y más muertos. La cifra hace de la Segunda Guerra Mundial la peor calamidad cuantitativamente, pero no cualitativamente. Una guerra es, en esencia, tan trágica como cualquier otra guerra.

Pero el Holocausto es algo distinto. Es algo que no tenía por qué suceder. Son alrededor de 17 millones de víctimas mortales (por supuesto, considerando a todas las víctimas no judías que también provocó el nazismo) que murieron simplemente por la intolerancia de un sistema, de una ideología.

En el origen de todo está el antisemitismo o judefobia, encarnación definitiva e insuperable del miedo irracional del ser humano hacia “el otro”. Miedo que tiene muchos matices en la actualidad, pero que sigue teniendo su mejor representación en el odio al judío.

¿De dónde viene esta conducta y actitud irracional y absurda? De una mala comprensión de ciertos paradigmas religiosos del Cristianismo y del Islam. Lamentablemente, el rol que los judíos jugamos en el Nuevo Testamento y en El Corán puede ser fácilmente entendido como el de “los malos”. Lo demás es de sobra conocido: repetidas veces y hasta el hartazgo, esta “maldad judía” (definida solamente a que no quisimos cambiar de religión) fue aprovechada para cualquier cantidad de objetivos turbios por parte de gente igualmente turbia.

A veces se trataba de distraer a la opinión pública de la ineficiencia de los gobernantes. Para ello, culpar al judío siempre resultaba útil. En otras ocasiones, se trataba de desahogar las frustraciones personales, expresadas de un modo religioso pero salvaje, brutal, recalcitrante. Como cuando la plaga de Peste Negra azotó a Europa y exterminó a tal vez una tercera parte de su población, y no faltó quien supusiera que todo era culpa de los judíos.

Siempre, sin evidencias objetivas y sólo con el razonamiento teológico por delante: si los judíos fueron capaces de matar a Cristo, es obvio que serían capaces de envenenar los pozos de agua cristianos.

Qué hundidos estaban los europeos en su propia estupidez, como para no tener ni idea de que la plaga se difundió por culpa de su propia ignorancia. El agente transmisor fue un tipo de pulga propio de los roedores; y la rapidez y magnitud de la epidemia se debió a la abundancia de roedores, causada por el bajo número de gatos. Y todo por la irracional animadversión que el Cristianismo desarrolló contra los felinos, por considerarlos animales “diabólicos”.

Pero ¿a quién le interesaba tanta información, si bastaba con culpar a los judíos?

El paso de los siglos sólo vio incrementar los libelos sin fundamento y los ataques violentos. El clímax llegó de un modo tan torpe como banal, y pese a ello tan nefasto como nocivo.

Primero, el escritor Maurice Jolly escribió una sátira para criticar la política de Napoleón III. Nada que ver con judíos. Llamó a su libro “Diálogo en los infiernos entre Maquiavelo y Montesquieu”. Luego, amplios párrafos de su libro fueron plagiados por un novelista alemán mediocre, llamado Herman Göedsche, que los incorporó a su novela “Biarritz”.

Finalmente, bajo las órdenes de Pyotr Rachkovsky –jefe de la policía secreta rusa en París–, se hizo la compilación definitiva que fue publicada bajo el nombre de “Los Protocolos de los Sabios de Sion”. En ese bodrio impreso se narraban las supuestas reuniones de un grupo de “sabios de Sion” en un cementerio de Praga, y donde se sentaban las bases de una conspiración judía para destruir a la sociedad cristiana y dominar el mundo.

No sólo quedó demostrado sin problema alguno cada uno de los plagios que se remontaban a la obra de Jolly. Además, el libro incurría en detalles verdaderamente estúpidos, como retratar a ese grupo de rabinos haciendo conjuros en latín (cuando lo obvio es que los habrían hecho en hebreo).

Pero no importó. Pesaba más el odio irracional y atávico heredado de generación en generación, que la lógica y la razón. Los Protocolos fueron aceptados por mucha gente como algo real, y ello dio pie a la justificación para los ataques “preventivos” contra las comunidades judías.

Estas cosas nunca vienen solas. El extremo delirante al que habían llegado los Protocolos era, en pocas palabras, sólo uno de tantos síntomas de que toda la sociedad europea estaba llegando al fondo de su decadencia. La crisis empezó en 1914 con lo que entonces fue llamada “la Gran Guerra”, pero que en realidad fue apenas el inicio del infierno mismo.

Paradójicamente, Hitler fue quien se propuso exterminar a los judíos como una estrategia para “salvar al mundo del origen de todos sus males”, y con ello provocó el segundo capítulo de esta tragedia universal: la Segunda Guerra Mundial.

Con ello, se puso fin a un proceso de desarrollo y evolución que había comenzado desde el colapso del Imperio Romano a finales del siglo V. Desde 1945, la humanidad en occidente se tuvo que reinventar.

¿Por qué afirmo que el Holocausto juega el papel más relevante en este proceso de re-entendernos?

Podríamos compararlo a los extremos de un problema de alcoholismo. Una persona que ha perdido el control sobre su manera de beber va cometiendo errores cada vez más serios. Al principio son las resacas fulminantes que lo hacen prometer que “nunca volverá a beber”. Pero pronto se acostumbra a eso. Está muy lejos de tocar fondo, y su problema sigue avanzando. Luego vienen los pleitos en los bares, el distanciamiento de familiares y amigos, o los problemas de dinero.

Pero ¿Qué pasa cuando despiertas de una borrachera y estás en prisión, y te aparece un abogado a explicarte que provocaste un accidente en el auto que conducías y que tus amigos que te acompañaban murieron?

No sólo es el procesamiento por homicidio. Además, tendrás que cargar para siempre con la expresión de los familiares de tus amigos, que te clavarán sus ojos cargados de rencor para recriminarte por tu irresponsabilidad. Esa mirada te va a perseguir el resto de tu vida. Esa mirada que te obligará a preguntarte todas las tardes, todas las noches, todas las mañanas, por qué no tomaste mejor un taxi.

Mucha gente tiene que llegar a eso, a ese verdadero infierno, para ponerle un alto a su caída libre y empezar a cambiar. Pero eso no significa que, obligadamente, se curen. Muchos –en realidad, la mayoría– se hunden en la depresión y fracasan como seres humanos. Dejan el alcohol, pero no son capaces de reconstruirse desde adentro. Simplemente, se abandonan a la autorecriminación y ese se vuelve el hoyo del que no vuelven a salir en toda su vida.

Algo así sucedió con Europa.

Hablando fríamente, las guerras eran problemas frecuentes y, por muchas razones, inevitables. Pero ¿el Holocausto? Fue una barbaridad, la más atroz de toda la Historia, a la que se llegó meramente por prejuicios sin sentido.

Por eso, con el final del Holocausto y de la Segunda Guerra Mundial vino todo un intento por recomponer lo que quedaba. Se clausuró la Sociedad de las Naciones y se fundó la ONU. Se proclamaron los Derechos Universales del Hombre. Se mejoraron las leyes de guerra y se introdujo el concepto de Crímenes de Lesa Humanidad.

Y se fue más allá: se empezaron a sentar las bases del desmantelamiento de las estructuras coloniales europeas. Medio Oriente fue de los primeros beneficiados: en 1946 se fundaron los modernos estados de Siria, Irak, Líbano y Jordania, y en 1948 fue el turno de Israel.

Pero todo el esfuerzo no culminó en una solución verdadera. Como el alcohólico que ha causado la muerte de sus amigos y se abandona a la depresión, Europa abdicó. Se rindió.

Presa de sus remordimientos de conciencia, Europa en general, y sus sectores izquierdistas y progresistas en particular, se fueron alineando poco a poco a las nocivas ideas del posmodernismo según las cuales lo importante no es construir explicaciones que abarquen fenómenos grandes y complejos. La única “verdad posible” está, según estos postulados de autores como Derrida y Foucault, en las pequeñas explicaciones. O mejor aún: en la impresión inmediata que causan las cosas.

La debilidad del alma occidental fue seducida por esta puerta de escape falsa. Comprensible, aunque no justificable: el horror del fondo tocado con la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto era demasiado para encontrarle explicaciones. Así que mejor huir.

El resultado es lo que marca los problemas de hoy: por un lado, la reaparición del antisemitismo; por el otro, la incapacidad de lidiar con la amenaza del terrorismo extremista islámico.

El antisemitismo volvió exactamente igual que el alcohólico deprimido vuelve al licor. Pero es que sin referentes morales ni conciencia histórica alguna –resultado inevitable de dejarse seducir por el posmodernismo francés–, era lógico. La culpa podía apaciguarse volviendo a lo mismo de siempre: la acusación contra el judío. El motivo, el tema, es lo de menos. Lo importante es el desahogo que ofrece.

El extremo de ese posmodernismo llegó con el revisionismo histórico, y ahora tenemos hordas de gente ignorante y nada rigurosa que jura que el Holocausto ni siquiera existió. Que fue un montaje de la propaganda judía para todavía no sabemos exactamente qué, porque resulta que si Israel existe es porque así lo han querido los núcleos de poder judío que dominan al mundo, pero si hay terrorismo anti-israelí también es porque esos mismos núcleos así lo quieren, porque por alguna razón también les conviene. Lo mismo pasa si tiene auge el Capitalismo: los judíos dominantes se benefician. Si tiene auge el Comunismo, también.

Es el complot más extraño. O más estúpido.

El Holocausto es el evento mejor documentado de toda la Historia. Su montaje a propósito para engañar a la humanidad sería imposible. A los nazis les tomó años armar toda la infraestructura luego descubierta por las tropas aliadas; es obvio que en apenas unos meses los aliados no habrían podido crear semejante falsificación.

La única posibilidad para ceder a la tentación de negar su historicidad es esa debilidad tan generalizada en el mundo occidental de hoy, donde todo es relativo, subjetivo, y lo único que importa es el posicionamiento “políticamente correcto” que, en realidad, sólo es la capitulación ante el afán islamista extremo de expansionismo.

El europeo, sobre todo, se dobla ante los terroristas musulmanes aquejado por sus remordimientos de conciencia. Pobre terrorista, en realidad él es la víctima y yo el victimario, parece decir una debilitada Europa.

El riesgo, por supuesto, no es que el viejo continente cristiano sea derrotado por el Islam. El verdadero riesgo es la ya inminente resurrección de la otra Europa, la de la derecha irracional, racista y xenófoba, militante y combativa, que puede ser la protagonista del próximo Holocausto (que esta vez no será de judíos, sino de musulmanes). Pero parece inevitable. Los líderes otrora progresistas, todos ellos vinculados a la izquierda histórica, se han hundido en su ineptitud.

De ese modo, el Holocausto ha venido a partir la Historia en dos y a dibujar el panorama contemporáneo. En un extremo, los que han sido incapaces de asimilar el mal trago, y han optado por la evasión y el remordimiento, hoy prefieren negar el evento atroz, o rendirse ante las agresiones del Islam colonialista y extremo. En el otro extremo, quienes hemos decidido preservar la memoria de los que murieron injustamente, somos quienes no hemos renunciado a llamar las cosas por su nombre. El racismo es racismo, el terrorismo es terrorismo, el antisemitismo es antisemitismo, y la intolerancia es intolerancia. Y se tienen que combatir.

Lo que sobreviva del moderno Occidente, acaso la civilización más avanzada en la Historia de la humanidad, dependerá prácticamente de la postura que cada uno tome ante el Holocausto.

D-os ha puesto delante de nosotros dos caminos. El de la vida y el de la muerte. El de la vida pasa por enmudecer ante el crimen más atroz de toda la Historia, recomponer el alma para rendir homenaje a las víctimas, y levantarse para decir “nunca jamás”.

El de la muerte pasa por la negación y la evasiva. Paradójicamente, esos que tanto conflicto tienen con el Holocausto, serán los causantes de que puede suceder un nuevo genocidio de proporciones nunca antes vistas.

Escoje, nos dice D-os, el camino de la vida para que vivas, tú y tus hijos.