Enlace Judío México.- Se viene Pésaj, festividad en la que celebramos el relato fundacional del Judaísmo. Y vale la pena comenzar a reflexionar en el tema analizando la importancia que tiene como paradigma de identidad nacional.

IRVING GATELL EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO

Una lectura superficial del texto bíblico nos remitiría a una conclusión tan chata y simple como convencional: la identidad del pueblo de Israel está basada en su línea genealógica originada en Abraham, Itzjak y Yaacov.

Pero no. El texto bíblico es más sutil y agudo que algo tan elemental, y nos queda claro en el hecho de que aún la descendencia de Abraham e Itzjak incluye a personajes que no son parte de la identidad nacional de Israel, como Ismael y Esav. Es decir, que el asunto no se define a partir de vínculos genealógicos, sino de algo más.

Lo primero que hay que resaltar es la voluntad. Itzjak es el heredero de Abraham (no sólo de sus bienes, sino también de su identidad) porque desea serlo; y lo mismo sucede con Yaacov. Hay un acto de voluntad por parte de ellos, un esfuerzo por preservar a costa de lo que sea ese algo abstracto que los conecta con sus ancestros, y que se resume en la idea de un pacto con D-os.

Esa voluntad individual en el caso de Itzjak y Yaacov para heredar el pacto hecho con Abraham, se vuelve colectiva en el relato del Éxodo. La escena en Sinaí es donde todo un pueblo decide, acepta por deseo propio, ser la continuidad de esa herencia. Por eso, el Éxodo es el evento en el que realmente se define la identidad de toda una nación, y por eso Pésaj se convierte en la festividad fundamental para el pueblo judío.

Lo interesante es esto: en términos históricos, es una identidad compleja, porque es una identidad heredera del polifacético universo que fueron los clanes hebreos.

Los hebreos nunca fueron –ni remotamente– una etnia o algo similar. Los registros documentales recuperados de Sumeria, Akad, Egipto, Hatti, Mitani, Canaán, Asiria y Babilonia demuestran que fueron hordas o clanes mixtos, cuyo factor de identidad común era más bien el modo de vivir: seminómadas que se dedicaban un tanto a la rapiña y al pillaje, otro tanto al pastoreo; y ya para épocas más tardías, al comercio.

Tras muchos encuentros y desencuentros, los hebreos lograron fundar una nación: el antiguo Israel. Y esa es parte de la fascinación del texto bíblico, ya que nos cuenta –desde una perspectiva más bien doméstica– cómo fue el proceso para que un clan hebreo asumiera el liderazgo en este proceso que, en realidad, abarcó no sólo a los integrantes de ese clan, sino a muchos otros grupos aledaños que, eventualmente, también pasaron a formar parte de Israel.

¿Cómo lograr la unificación emocional de toda esta gente? Respondiendo de manera simple, con el relato del Éxodo. Pero yendo un poco más a fondo, hay que señalar que es un relato que deja una puerta abierta para todos aquellos que no fueran descendientes del clan hebreo original. Ahí mismo encontramos la referencia de que muchos egipcios quisieron integrarse al pueblo de Israel, y luego hay abundantes instrucciones sobre cómo debe tratarse al extranjero que llega a residir a tierras israelitas. Incluso, uno de los más hermosos libros bíblicos se centra en el relato de una mujer moabita que decide convertirse en israelita (Rut).

El relato del Éxodo se trata del inicio de una aventura –atravesar el desierto para llegar al lugar donde podemos construirnos como nación–, pero de una que es inclusiva. Cierto: el que inicia el viaje es un grupo que ya se identifica como “un pueblo”, pero que está dispuesto a recibir a todos los que quieran unirse.

La historia confirma esa vocación: en realidad, los antiguos cananeos no fueron exterminados por los israelitas. Sus naciones desaparecieron más bien a causa de las invasiones asiria y babilónica. Y sus sobrevivientes se asimilaron al grupo más sólido de la zona: el israelita. Sucedió lo mismo con un reducto de hititas que lograron huir del colapso de su civilización y se establecieron en territorio cananeo. Y es altamente probable que los últimos filisteos también hayan hecho lo propio.

No es sencillo tomar a tantos grupos tan disímiles (nótese: israelitas y cananeos eran originarios de la misma zona, pero los hititas tenían un antecedente cultural completamente diferente, y los filisteos eran de origen griego), y lograr cohesionarlos en una sola identidad. Más aún, no es sencillo lograr que esa identidad perdure hasta el día de hoy (de hecho, el israelita es el único caso en toda la Historia).

¿Cuál fue el secreto, la receta para semejante proeza humana?

Creo que quien mejor me lo explicó en algún momento de mi vida, fue el Rabino Leonel Levy de la Comunidad Bet El de México: contar historias. “El grandísimo secreto de nuestra identidad judía ha sido que somos un pueblo que siempre cuenta historias. Sus historias”.

La orden ya es específica en el propio relato del Éxodo, pues se da la instrucción precisa de que cuando nuestros hijos nos pregunten el porqué de la celebración, se les cuente todo lo que sucedió en Egipto.

De allí se deriva el formidable concepto de Hagadá (literalmente, narración o discurso), que es una ampliación del relato del Éxodo, y que se repite año tras año durante las cenas de las primeras dos noches de Pésaj.

No se trata sólo de un requisito protocolario. La Hagadá de Pésaj ha venido a convertirse en el modelo de conducta familiar del pueblo judío a lo largo de la Historia, y por eso todas las familias judías cuentan no sólo la Hagadá, sino sus propias historias.

Hay ciertos factores que facilitan esta dinámica. El más evidente es que todos los judíos estamos emparentados con inmigrantes. Somos hijos, nietos o bisnietos de gente que atravesó el mundo para llegar a un nuevo hogar, generalmente sin dinero y sin hablar el idioma. Muchos tenemos familia que murió o sobrevivió al Holocausto. Otros tienen conocidos o parientes que estuvieron en Israel en el momento de su refundación, o en las Guerras de los Seis Días o Yom Kipur. En América, es muy común que muchos sean nietos o bisnietos de judíos pobres que apenas llegaron con un puñado de dólares, pero que en una tierra con mayores libertades de acción y sin las persecuciones características que había en Europa, prosperaron y se convirtieron en personas acomodadas y ricas.

Y a nosotros nos encanta contar sus historias. Es lógico: crecimos acostumbrados a la importancia que tiene esa noche que es diferente a todas las noches, en la que se reúne toda la familia y todo gira alrededor de contar una historia.

Por ello, no resulta extraño que cada vez que se puede reunir la familia (aunque no sea toda la multitud que llega a casa de la abuela para el primer Séder) el ambiente se torna festivo, se procura que haya abundancia de comida y bebida, y cada uno empieza a contar sus nuevas historias. Primero es lo de rigor, lo que podría escucharse en cualquier casa: el trabajo, la novia, algo de deportes. Pero luego vuelven las viejas historias, la del bisabuelo que llegó a Veracruz y sin saber una palabra de español empezó a trabajar de abonero, vendiendo de puerta en puerta cualquier cantidad de productos, en yiddish o en árabe, y cómo logró juntar el dinero suficiente para traer a la esposa y los hijos que se habían quedado en otro continente. O a los hermanos y a los primos, y luego cómo consiguió esposa aquí. O tal vez cómo llegó a Ellis Island (Nueva York) en una época en la que Estados Unidos rechazaba a todo aquel inmigrante que no tuviera familia que lo esperara, y que para salvarse de la deportación recibió ayuda de una familia que venía en el mismo barco y que lo presentó como “novio de alguna de las hijas”; y, oh sorpresa, que para evitar ese tipo de trampas, las autoridades de Nueva York tenían listos a algún rabino en la zona de migración para celebrar la boda allí mismo, y que por eso el bisabuelo se casó así, repentinamente, sin siquiera conocer a la novia. Y ahí están sus descendientes, cenando y riéndose de todo.

O la historia de la tía que se salvó de Auschwitz porque el médico del campo había sido amigo del papá en la Universidad y la reconoció, la sacó escondida en un tambo de ropa sucia para luego dejarla en una carretera, con una cantimplora y un pan, y la instrucción de caminar hacia el territorio controlado por los rusos. O la del tío que huyó de los cristeros y desapareció durante veinte años, o el abuelo comunista que se jactaba de pertenecer a la clase obrera, pero pasaba todas las tardes jugando ajedrez con el presidente municipal del pueblo, los dueños de los comercios, los doctores y los abogados; tan soviético en todos sus modos de ser. O la de la tía que creció en un entorno donde todos se casaban entre primos, y que por eso todos estamos medio cegatos, y uno que otro pariente ha tenido que visitar algún hospital psiquiátrico. O la del primo que estuvo en la segunda guerra del Líbano y cuenta en su haber el mérito de haber mandado a varios combatientes de Hezbolá al otro mundo. O la del primo del abuelo que tenía la fábrica de sombreros más importante en Berlín, y cuyas hijas fueron las únicas en sobrevivir al Holocausto y que luego se fueron a vivir a Israel.

O vamos más lejos: aquel ancestro que huyó de Barcelona a Portugal en 1492, y cuyos descendientes luego se trasladaron a Ámsterdam, de allí a Hamburgo, y no faltó quien llegara hasta Rusia, fundando una nueva rama de la familia. Y que en Alemania el apellido se adaptó a la ortografía teutónica, que luego se simplificó en Estados Unidos, y que por eso tal vez un actor famoso sea pariente nuestro.

Cada familia judía tiene sus propias hagadot, y se cuentan y se vuelven a contar una y mil veces, generalmente en circunstancias muy similares a las de Pésaj: la mesa, los primos, los sobrinos, uno que otro amigo infiltrado, la novia que apenas está conociendo al clan y que debe enterarse de nuestros ancestros ilustres. Así, al igual que el relato del Éxodo, pasan de generación en generación y determinan nuestro sentido de identidad. Nos permiten seguir identificándonos y –sobre todo– queriéndonos como familia, pero también como parte de un pueblo. El pueblo judío.

La máxima genialidad del Éxodo como evento fundacional de Israel entendido ya como una nación, y no sólo como un clan tribal, es que fue lo que nos enseñó a contar historias, lo que determinó nuestra manía por siempre estar contando historias. Así, conjugado en progresivo, porque es una acción que nunca termina.

Y las historias se siguen acumulando, generación tras generación.

Ahora no me queda más que empezar a prepararme para que en el próximo Séder ponga al tanto de las andanzas de mi hija en la escuela, a todos los parientes que no he visto en un buen rato. Ellos, seguramente, también traerán su colección de noticias nuevas. Ya después, al calor de las cuatro copas de vino, seguramente volveremos a reír, sufrir, o asombrarnos con las mismas historias de siempre.

No nos cansamos de repetirlas. No son solamente historias. Son lo que somos nosotros mismos.